jueves, 4 de agosto de 2022

FELICIDAD… ¿PALABRA VACÍA?

 


Una de las líneas argumentales que ofrece el “pensamiento débil” propio de la posmodernidad, de los años sesenta a nuestros días, es que “humano”, en realidad no significa nada en especial. En todo caso vendría a ser algo negativo: al ser humano se le valora como una amenaza, como un depredador peligroso para el planeta, como un espécimen generador de conflictos demoledores y a la vez vanamente engreído como si fuera el centro del universo.

Arthur Koestler, esforzado denunciante de fantasmas contemporáneos, criticaba el sistema económico e ideológico según el cual el ser humano no es más que “un millón de hombres partido por un millón”. En definitiva, un ser anónimo, un mero número, indiferente en sí mismo, que podría ser sustituido por cualquier otro. Auschwitz, Hiroshima, el Gulag, el mercantilismo, el conductismo social, entre otros, son argumentos de peso para desconfiar de una visión adecuada del ser humano en el panorama cultural presente.

Y mientras el problema del hombre no se resuelva, mientras no exista una respuesta adecuada a lo que somos y a nuestra sed de felicidad, lo más normal es intentar llenarla con cosas. 

Un tipo de economía “que mata”, una política en la que la persona como tal no cuenta, una educación sin rumbo, ¿de dónde nacen? De una falta de respuesta adecuada al problema del ser humano y la felicidad. 

Si el corazón del hombre está hecho para la felicidad, para la plenitud, y no la encuentra, ¿con qué intenta llenarlo? En primera instancia, lo intenta en su relación con las personas o en la relación con las cosas, que son las dos realidades que tiene a mano. E intenta entonces servirse de las personas o bien acumular cosas. Busca “tener intensamente”, lo que en el ámbito de la razón -inteligencia y voluntad- se traduce como poder y control, y en el de los sentidos y las emociones se traduce como placer y disfrute.

Cuando las personas puedan partir de una experiencia distinta y empezar a generar un tipo de economía, de política y de educación que no piensen que poseyendo más, que acumulando más cosas, van a estar más satisfechas —porque todo es poco y “pequeño para la capacidad del alma”, como diría el poeta Leopardi—, la situación del hombre de nuestro tiempo en este sentido podrá ser distinta. 

Pero no habrá salida en un contexto social que solo busca la rentabilidad. Aparte de que la insatisfacción aparecerá de una forma u otra porque, como decía Cesare Pavese, lo que el hombre busca en los placeres es el infinito y el hombre jamás se contentará con menos que ese infinito. Y además, siempre estará ahí la impertinente presencia de la muerte, del sufrimiento y del fracaso.

¿Y qué ocurre cuando se espera todo del poder y del placer pero no llenan la sed de felicidad, a la vez que se muestran incapaces de ofrecer sentido al sufrimiento, al fracaso o a la muerte, ingredientes indispensables de la existencia humana, cuando estos llegan? Frente a la amenaza del sinsentido, entonces, la opción por la inmanencia solo dispone de una salida: huir, evadirse, distraerse. Es el evasionismo como estilo de vida predominante: huir del compromiso, del aburrimiento, del dolor, de la rutina, de la responsabilidad… dedicando todos los esfuerzos al presentismo más inmediato y aturdidor. Pasar de casi todo; buscar paraísos de ficción en los que refugiarse: consumismo a ultranza, juego, droga, alcohol, diversión continua..., en último extremo, incluso, el suicidio tomado como liberación del malestar y del sufrimiento en cualquiera de sus formas. Como ya observaba Pascal, la diversión tomada como valor máximo “nos impide pensar en nosotros mismos, nos entretiene y nos hace llegar insensiblemente a la muerte.

Es este un nihilismo de rendición, la proclama de un vacío existencial irremediable. Como ha advertido Fabrice Hadjadj, entre otros, en el panorama posmoderno la pregunta por la felicidad resulta demasiado fuerte e incluso insultante, y se reduce a la cuestión del bienestar, la hacemos insignificante, la convertimos en un mero estado subjetivo y abstracto, en algo inofensivo que comienza con la ataraxia -“nada de estresarse, por favor, realmente nada merece tanto la pena y el amor no existe”-, continúa con la anestesia -“evitemos el dolor como sea”- y acaba en la eutanasia. Y a esto lo llamamos “dignidad”.

Nuestros sistemas educativos pretenden ser trampolines para la empresa y talleres de una servil ciudadanía -huyendo del “fracaso” como del mismo demonio-, pero acaban a menudo en meras plantaciones de desesperanza. Sus enseñanzas van desde saberse un mono evolucionado hasta el manual para convertirse en espectáculo para las redes sociales. Son clases que no tienen nada que decir ante la muerte, que no tienen nada mejor que ofrecer frente a las escuelas coránicas y frente a la amargura y el desencanto de los nihilistas. 

Pero la pregunta por la felicidad subsiste. Y entonces, si esto es así, delata que viviendo así carezco de verdadera alegría, que agarrado solo al disfrute pasajero y a una eficiencia tecnológica para la que mi vida tal y como es no vale nada, o a una forma de economía para la cual solo cuento como una cifra, no tengo motivos para vivir gozosamente ni para aceptar el sufrimiento cuando llega. 

Hace falta un cambio radical de pensamiento, otra forma de entender la vida y la educación según la cual la felicidad no es una palabra vacía y además es posible, aunque toque sufrir en la verdad y en el amor, pero en la que esto es más dichoso y más digno que pretender disfrutar en la indiferencia o en los sucedáneos… para nada.