¿Aprender qué?
Contaba José Luis Martín Descalzo que un niño pequeño, vecino de un famoso escultor, entró un día en el estudio de éste y vio un gigantesco bloque de piedra. Cuando volvió por allí, dos meses más tarde, encontró en su lugar una preciosa estatua ecuestre. Y volviéndose al escultor, le preguntó: "¿Y cómo sabías tú que dentro de aquel bloque había un caballo?"
La frase del pequeño en realidad no era tan ingenua, porque la verdad es que el caballo estaba, ciertamente, dentro de aquel bloque, y que la maestría del escultor consistió precisamente en eso: en saber ver el caballo que había dentro, e irle quitando al bloque de piedra todo cuanto le sobraba. El escultor no trabajó añadiendo trozos de caballo al bloque de piedra, sino liberando a la piedra de todo lo que impedía mostrar el caballo ideal que tenía en su interior. El artista supo "ver" dentro, lo que nadie veía.
Y es que la naturaleza humana se presenta al principio como indigencia, pero a la vez se halla poderosamente abierta a un desarrollo perfectivo que tiene lugar mediante el cultivo de sus capacidades. Una actuación es educativa si hace crecer en humanidad al ser humano y le acerca a su plenitud, incrementando su capacidad de verdad, de bien y de belleza. Se trata de un proceso de formación paulatina de la personalidad humana, de maduración.
Pero este desarrollo no es algo añadido a la naturaleza desde el exterior, sino un crecimiento cuyo protagonismo ha de ir asumiendo según su capacidad el propio sujeto humano que se educa. Por eso, la acción educativa en el fondo es sólo una ayuda encaminada a suscitar y fortalecer las posibilidades creativas de la libertad del sujeto, hombre o mujer, mediante la adquisición y cultivo de hábitos valiosos.
Conformistas en el fondo
Hace un tiempo estaba corrigendo unos trabajos de mis alumnos de 2º de Bachillerato, tan “mayores” ellos, tan amigos de la libertad y la independencia, sobre la lectura del Critón, el breve pero jugoso diálogo platónico, que presenta a Sócrates esperando en la celda la hora de su ejecución tras padecer un vergonzoso juicio, y convenciendo a su amigo Critón, que tenía sobornado al carcelero, de que prefería no escapar porque, según pensaba el sabio ateniense, es preferible padecer una injusticia a cometerla.
Una de las preguntas que se les formulaba era: “¿Estás de acuerdo en que las leyes deben ser obedecidas siempre? ¿Por qué? ¿Estás de acuerdo en lo que afirma Hegel –según lo que se dice en la nota del comentarista del libro en esta edición-: «El principio primordial de un Estado es que no haya por encima de él ninguna razón, conciencia o sentido del derecho superior a lo que el propio Estado reconoce»?. Según eso, ¿podría equivocarse alguna vez el Estado?”
Pues bien, mi sorpresa fue grande al comprobar que más del 90% de los jóvenes contestaba sin rubor que sí, que hay que cumplir siempre las leyes y que no hay nada por encima del Estado, el cual, por supuesto no se equivoca nunca. Muchos de ellos –más de la mitad– lo justificaban diciendo que lo contrario sería el caos, y que nadie tiene derecho a ponerse por encima de la ley y del Estado, porque eso sería “injusto” (sic) y, además, “el Estado somos todos” (no sé por qué me venía a la memoria el eslogan aquel de Hacienda –‘Hacienda somos todos’- en vísperas de la Declaración de la renta).
La zozobra fue grande cuando les hice la observación de que puede haber (ha habido, hay y habrá) leyes gravemente injustas; y cuando les pregunté si sería legítimo resistir a un Estado tiránico.
Llama la atención el conformismo que pueden llegar a profesar muchas personas, y en especial estos jóvenes casiuniversitarios, tan ansiosos ante la cercanía de acudir pronto a las urnas y de sacarse el carné de conducir. Parece claro que “desde fuera” les ha llegado el influjo de las campañas de propaganda, de los tópicos y los clichés buenistas orquestados por los medios de difusión al dictado de las ideologías imperantes.
Y podemos preguntarnos qué es lo que se les enseña a nuestros niños y jóvenes, y si la educación que reciben les ayuda realmente a madurar.
Poder decir tonterías en cinco idiomas
El filósofo Alejandro Llano denunciaba hace algún tiempo que la enseñanza reglada pone hoy todo el énfasis en los procedimientos. Se habla, por ejemplo, de «aprender a aprender». Pero no se contesta –ni siquiera se formula– la pregunta clave: «¿Aprender qué?». «-Los contenidos son lo de menos», se arguye, porque pueden encontrarse en cualquier base de datos. Lo importante, se machaca, es que estos adolescentes, llamados a vivir en la sociedad de la información, dominen las nuevas tecnologías informáticas que van a poner a su disposición inmediata todo el saber disponible en el mundo entero.
Recuerda Llano a este respecto que el castizo Miguel de Unamuno decía con malicia del cosmopolita Salvador de Madariaga, que «era capaz de decir tonterías en cinco idiomas». Puede que la alusión fuese injusta para el caso, pero nos lleva a pensar en el gran esfuerzo invertido en que nuestros jóvenes aprendan informática e inglés como preparación para conseguir una buena posición económica. Aunque tampoco faltan los que sostienen –muy en serio–que si las ‘tonterías’ se enseñan en un instituto público son ‘menos tonterías’ –o no lo serían en absoluto– que si se enseñan en un colegio privado (o a la inversa). En esto se agota para muchos el panorama cultural y social abierto ante el quehacer de los educadores y el de la libertad de educación que se les reconoce a los padres.
Pero educar –“edúcere”- es otra cosa. Si queremos ayudar a que se desarrolle plenamente la personalidad de los niños y los jóvenes, la labor educativa se ha de plantear desde una visión del hombre y la sociedad que valore -por encima del dinero o el poder, del mero acumular clichés ideológicos o informaciones sin criterio– la dignidad intocable de la persona humana y sus exigencias morales. Es preciso tener en la base una idea cabal de la naturaleza humana.
Un ejemplo sangrante es la actual fiebre por extender en los colegios y ámbitos de relación social de los jóvenes una pretendida educación “afectivo-sexual” ajena por completo a criterios éticos y centrada sólo en la satisfacción de los propios deseos. Una educación “despersonalizada” -en la que la persona y su dignidad inmanipulable no se tienen en cuenta- es siempre una educación despersonalizadora, que impide el crecimiento hacia la sabiduría y la felicidad, y que acaba convirtiéndose en instrumento al servicio del poder y camino inevitable hacia el vacío existencial de las personas concretas.
Un buen padre, un buen educador es el que sabe ver la escultura maravillosa que cada uno tiene dentro, revestida tal vez por toneladas de vulgaridad. Quitar esa vulgaridad a martillazos -quizá muy dolorosos-, a la vista de la persona auténtica, valiosa, que cada niño, cada joven, está llamado a ser, es la verdadera obra de arte de un educador. A.J.