1. Educar es ayudar a crecer en humanidad
La naturaleza constitutiva del ser humano presenta una inicial indigencia, abierta no obstante a un desarrollo perfectivo que tiene lugar mediante el cultivo y fomento de sus capacidades.
Una acción es educativa si hace crecer en humanidad al ser humano y le acerca a su plenitud, incrementando su capacidad de verdad, de bien y de belleza. Se trata de un proceso de maduración, de formación paulatina de la personalidad humana, la cual es una segunda naturaleza que se adquiere y se construye libre y responsablemente desde el referente originario de la naturaleza constitutiva del ser humano.
Pero este desarrollo no es algo añadido a la naturaleza desde el exterior, sino un crecimiento cuyo protagonismo ha de ir asumiendo según su capacidad el propio sujeto humano que se educa. Por eso, la acción educativa es sólo una ayuda a alguien, encaminada a suscitar y fortalecer las posibilidades creativas de su libertad mediante la adquisición y el cultivo paulatino de hábitos virtuosos. El sujeto humano no debe ser sustituido en el proceso de su formación, puesto que ésta acontece (y sólo es posible) en el ámbito de su propia experiencia vital.
Puede afirmarse que la acción educativa consiste en suscitar la virtud, es decir, la orientación de la persona al bien. Todas las virtudes, fundadas en la unidad radical de la persona humana, guardan entre sí una profunda relación mutua; todas crecen con el ejercicio de una y menguan con su abandono o desvío. En realidad, la virtud, que es la disposición estable de toda la persona para obrar el bien, es única, aunque se manifieste y especifique según las diferentes capacidades de nuestra naturaleza. Por eso la labor educativa ha de tender a unificar, debe esforzarse por fomentar en la persona la unidad interior, aunque para ello se cultiven diferentes cualidades.
La madurez humana, que es la culminación de este proceso, supone así una cierta plenitud psicológico-moral, una elevación del ser en la persona (J. Pieper). La madurez consiste en una disposición lograda que posibilita una vida fecunda, y su manifestación es el equilibrio y la armonía que resultan del dominio de sí mismo. Puede decirse por ello que educar es ayudar a formar hombres y mujeres en los que se pueda confiar.
Entendida como una ayuda dirigida intencionalmente a la formación y perfeccionamiento del ser humano, la educación es un arte, un saber hacer, de índole moral. Se trata de ayudar a crecer en libertad, en capacidad de autodeterminación y de orientación al bien.
Ahora bien, ¿cómo es posible influir en la libertad del otro sin que ésta se vea asfixiada, forzada, y carente por ello de valor moral? Suscitándola. Y esto sólo le es dado al amor, a la confianza, a la comunicación de intimidades. No se puede educar, en rigor, sino se ama, si no se suscita en una relación de confianza recíproca el libre deseo, y el logro, del bien. Amar es querer el bien para alguien (Aristóteles). Aunque para ello sea preciso exigir y exigirse. Así lo expresa bellamente Pedro Salinas en “La voz a ti debida”:
Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente, dentro de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar
de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo
nadador de tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo y tenerlo yo en alto como tiene
el árbol la luz última
que le ha encontrado al sol.
Y entonces tú, en su busca vendrías, a lo alto.
Para llegar a él,
subida sobre ti, como te quiero,
tocando ya tan sólo a tu pasado
con las puntas osadas de tus pies,
en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo
de ti a ti misma.
Y que a mi amor entonces le conteste
la nueva criatura que tú eras.
A.J. (Continuará)