AUTORIDAD QUE EDUCA
Educar es una forma esencial de introducir al ser humano en la realidad por parte de quienes ostentan la autoridad de la experiencia y el afecto: en primer lugar la familia y, en segundo, para aquellos saberes que requieren una cierta especialización, el centro escolar, en el que la familia delega una parte de su responsabilidad.
Autoridad aquí no significa imposición ni privación de la libertad, frente a corrientes que desde el siglo XVIII vienen infectando la escuela moderna, inspiradas por Rousseau, y que propugnan la mera espontaneidad y el emotivismo como principales principios pedagógicos.
La autoridad verdadera es por el contrario el prestigio moral, la calidad humana que desprende una persona y que la hace digna de confianza, de manera que se convierte en “autora” y promotora del bien de otros. Autoridad, en efecto, tiene la misma raíz etimológica que autor, y que el verbo “augere”, que significa hacer crecer, dar auge, promover algo o a alguien.
La autoridad no es opuesta a la libertad. Al contrario, la hace posible cuando ambas son verdaderas. Pero ¿cómo es posible influir en la libertad del otro sin que esta se vea asfixiada, forzada y privada por ello de valor moral? Suscitándola. Y esto sólo le es dado al amor, a la confianza, a la comunicación de intimidades. No se puede educar, en rigor, si no se ama, si no se suscita en una relación de confianza recíproca el libre deseo y búsqueda del bien.
En educación la autoridad es esencial; es la virtud propia de quien educa, porque solo ganándose la confianza de los discípulos -o los hijos-, pueden estos hallar en el modelo del educador -ya sea padre o maestro- la orientación y la fortaleza que se necesitan para superarse, para vencer con esfuerzo las adversidades, para sacar de uno mismo lo mejor: su verdadera libertad, el dominio de sí mismo en la búsqueda del bien.
Sólo educa el que ama, y amar es querer el bien para alguien. Aunque para ello sea preciso exigir y exigirse. Un educador no puede esperar que sus discípulos alcancen alguna meta difícil si él mismo no se esfuerza por lograrla en sí mismo cada día.
A veces será preciso pronunciar la palabra “no”, y corregir. Pero como dice Gabriela Mistral, “para corregir no hay que temer. El peor maestro es el maestro con miedo. Todo puede decirse; pero hay que dar con la forma. La más acre reprimenda puede hacerse sin deprimir ni envenenar un alma. Aligérame, Señor, la mano en el castigo y suavízamela más en la caricia. ¡Reprenda con dolor, para saber que he corregido amando!".
No se trata de exigir por exigir. La exigencia en el educar ha de tener siempre un porqué y, sobre todo, debe ser siempre amorosa. Una exigencia sin amor es insoportable, lo mismo que el amor sin exigencia es rechazable porque no educa.
Así lo expresa bellamente el poeta Pedro Salinas:
“Perdóname por ir así buscándote / tan torpemente, dentro de ti. / Perdóname el dolor, alguna vez. / Es que quiero sacar / de ti tu mejor tú./ Ese que no te viste y que yo veo / nadador de tu fondo, preciosísimo. / Y cogerlo y tenerlo yo en alto / como tiene el árbol la luz última / que le ha encontrado al sol.”
(Publicado en el semanario LA VERDAD el 19 de noviembre de 2021)
No hay comentarios:
Publicar un comentario