viernes, 7 de enero de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (11)

PARA UNA “EDUCACIÓN DEL CORAZÓN”

 


Se suele utilizar la palabra “corazón” para referirse habitualmente a la afectividad, al mundo de los sentimientos y las emociones. Sin embargo los sentimientos y la dimensión emocional no son lo más profundo de la persona. Además, “seguir la voz del corazón”, en el sentido de “haz lo que te digan tus sentimientos”, sin  pararse a pensar y orientarlos racional y moralmente, puede ser un acto caprichoso y de auténtica ceguera. Además, el rencor, la venganza, la envidia o la codicia son sentimientos, y no son nada buenos como criterios de comportamiento. 

Por eso es importante no reducir el corazón a la mera esfera de lo sentimental, porque en su sentido más profundo -más allá de la mera afectividad- significa el “yo”, la persona misma en lo que tiene de más profundo e íntimo.  Y así, educar el corazón implica la orientación de todo nuestro ser –no solo los sentimientos, sino razón y sensibilidad, voluntad y tendencias sensibles– hacia un bien universal, verdadero y donde todo sentimiento, idea o deseo se vea integrado en el amor, en el don de sí mismo para el bien de otras personas. 

Desde esta perspectiva, Susanna Tamaro -autora de la exitosa novela Donde el corazón te lleve- se refiere al corazón como “la totalidad más profunda del hombre, la imagen del lugar donde razón y emoción se enlazan armoniosamente y se funden en algo más grande. Ese corazón, en fin, que todas las religiones señalan como la esencia más verdadera y profunda del hombre”. Es ese “corazón inquieto” del que habla San Agustín, que ansía el descanso feliz en Dios. Pero volvamos a nuestro asunto.

Desde hace un par de décadas se viene poniendo un acento sobresaliente en la educación “emocional”. Tal vez fuera más oportuno decir “afectiva”, ya que comprende más elementos que las emociones -de suyo pasajeras e inestables- y es en el fondo una educación del corazón, entendido este en la segunda acepción antes indicada, como lo más íntimo de la persona, el “yo” interior. 

Y es que cuando la afectividad se reduce a “lo sentimental”, las relaciones tienden de hecho a verse como búsqueda de vínculos placenteros, interesados, donde no se tiene en cuenta el bien incondicional de la otra persona (a menudo ni siquiera el propio) ni la dimensión objetiva de la realidad (el orden moral objetivo).

Educar la afectividad, así pues, es enseñar a dirigir las inclinaciones naturales de forma respetuosa, equilibrada, creativa, alegre: amando lo que es bueno realmente y anteponiendo lo más valioso a lo menos importante y, sobre todo, cuidando de que la dignidad de las personas no se vea amenazada. 

La educación afectiva incluye el empeño por orientar las pasiones, los afectos; no se trata de asfixiarlos de manera voluntarista sino de integrarlos en una vida dirigida a los valores verdaderos para amar lo realmente bueno. No existe oposición entre pasiones y voluntad, sino complementariedad: la educación de la persona no se orienta a suprimir las pasiones sino a su integración en una personalidad armónica y volcada hacia los bienes verdaderos.

Alasdair MacIntyre afirma que “actuar virtuosamente no es actuar contra la inclinación; es actuar desde una inclinación formada por el cultivo de las virtudes”. La virtud ciertamente es un hábito operativo, pero es al mismo tiempo un hábito del corazón. 

(Publicado en el semanario LA VERDAD el 24 de diciembre de 2021)

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