Entendemos aquí ‘mentalidad’ como un modo más o menos sistemático de entender la vida y la realidad, vigente de forma un tanto difusa en un momento histórico o cultural determinado. Según esto, puede decirse que numerosos síntomas del presente parecen revelar la existencia, a grandes rasgos, de dos mentalidades contrapuestas, de dos miradas muy diferentes a la hora de considerar al ser humano y su valor.
Pragmatismo
Por un lado está la que llamaríamos mirada o mentalidad pragmática, que puede caracterizarse como un modo de considerar las cosas y los acontecimientos según un cálculo de intereses y de utilidad. La realidad sería el ámbito de realización de los intereses humanos, en el que el hombre está llamado a ejercer un control y un dominio efectivo sobre las cosas. Saber acerca de las cosas sería una forma de poder. En expresión de Tomás Hobbes, “conocer una cosa significa saber qué se puede hacer con ella cuando se tiene”.
La meta de la vida humana según esta visión sería el éxito, la consecución de los propios proyectos. El ser humano se hace a sí mismo digno en la medida en que satisface sus necesidades y deseos, en que consigue hacerse a sí mismo autosuficiente, no carecer de lo que desea o necesita –aquí ya no sería nada fácil distinguir entre necesidad y deseo-. Para ello dispone de poderosos instrumentos: la economía, la ciencia, la política, la técnica… Además, la naturaleza, el entorno formado por los seres que rodean al hombre, queda reducida a una mera fuente de recursos, a un stock de bienes de consumo y transformación para su aprovechamiento y explotación inmediatos. Una de las expresiones más rotundas de esta mentalidad es el mercantilismo que, al extender criterios y procedimientos del mercado a los demás ámbitos de la vida humana, ha sustituido el valor de las cosas por su precio. Una de las formas más extendidas de medir el valor de algo (un negocio, una empresa, un objeto, un producto, etc.) es averiguar si “la gente” está dispuesta a pagar dinero por ello.
En este planteamiento, también las relaciones humanas son valoradas por su utilidad. Las demás personas adquieren un valor en la medida en que resultan útiles, en que se hacen valer por sus cualidades, éxitos, fortalezas, medios económicos, posición social, poder político… Y así pueden ser susceptibles de envidia y de admiración, pero también de uso y eventual sustitución, pueden ser rivales en la lucha por el poder o el triunfo o socios que, mientras lo aconseje la eventual confluencia de intereses, trabajan por su logro o incremento.
En El principito, Antoine de Saint-Exupèry presenta a un joven príncipe que, descantado y a la búsqueda de alguien de quien hacerse amigo, llega a una serie de planetas solitarios cuyos habitantes –un rey, un vanidoso, un geógrafo, un bebedor, un hombre de negocios…- no ven en el pequeño visitante sino a un súbdito, un admirador, un explorador, una molesta interrupción en sus negocios… Es decir, sólo lo contemplan en tanto en cuanto presenta o no para ellos una utilidad. Tras dialogar con cada uno de ellos, el principito abandona sus planetas porque en ellos “no hay lugar para dos”. Se da cuenta de que no es valorado por sí mismo, por ser él, una persona única con la que es posible entablar una relación de amistad, no utilitarista. A nadie se le escapa que esta parábola alude a que un modo reduccionista de considerar al ser humano es fuente de desencuentros, conflictos, malentendidos, abusos, injusticias a pequeña o gran escala. Y de una gran soledad y falta de sentido.
Para esta mirada pragmática acerca de la vida, el tiempo es medido también por su utilidad. El tiempo es oro, un capital que se gasta al utilizarlo y que no debe desperdiciarse en cosas inútiles, sino que ha de invertirse de forma rentable. “Ganar tiempo” sería hacer negocios, producir más, tener más cosas, vivir deprisa. El propio libro que acabamos de mencionar –en el que aparece, por ejemplo, un vendedor de pastillas que calman la sed y permiten ahorrar tiempo, pero que impiden disfrutar de un tranquilo paseo hacia una fuente–, u otros como Momo, de Michael Ende, insisten en una visión más profunda sobre el tiempo, que posee un tipo de valor más hondo que el económico y material.
La mirada del pragmatismo, en suma, es febril, vertiginosa. Y también superficial, incapaz de ofrecer fundamento a proyectos vitales de envergadura. Es correr muy deprisa hacia no se sabe dónde, viajar en aviones, naves y trenes de alta velocidad cuyo destino, en el fondo, se desconoce. “La nuestra, dijo Einstein, es una época de medios perfectos y de metas confusas”.
(Continuará)
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