El deseo radical del ser humano es encontrar un sentido a su vida, un sentido auténtico, en virtud del cual está dispuesto incluso a sufrir a condición de que ese sufrimiento tenga sentido. Porque la antítesis de la felicidad no es el sufrimiento, sino el vacío, el sinsentido. Sin un sentido, sin trascendencia, la vida humana se viviría en rigor para nada, por lo que todo en la existencia se convertiría en irrelevante y la existencia humana misma en un absurdo, lo cual haría insoportable el vivir.
La necesidad de hallar el sentido de nuestra vida es en el fondo el ansia de felicidad, motor esencial de nuestra vida. Pero, ¿qué es la felicidad?...
La felicidad es un estado profundo de plenitud y gozo configurado por el conocimiento, por el amor y por la belleza; un estado de gozo y plenitud que nace de la contemplación y posesión del bien, del mayor bien. Aparece como una meta, una satisfacción suprema que todo ser humano aspira a alcanzar en su vida, un estado permanente de deleite, de paz interior, una plenitud de sentido que permite hablar de una vida lograda, de una plenitud de nuestro ser. Josef Pieper la resume en un “descansar y gozar en la contemplación de lo que amamos”.
Hablamos de la presencia o posesión de un bien. Pero esa posesión no es propiamente material, sujeta siempre a limitaciones, altibajos e imprevistos. Hablamos de una forma de “posesión inmaterial”; como la que tiene lugar en el encuentro y afinidad entre dos personas que se quieren, en la satisfacción de haberse superado a uno mismo, de sentirse útil a alguien a quien se estima, de sentirse amado y correspondido en la amistad. Más aún, puede afirmarse con verdad que “hay más gozo en dar que en recibir”; en este caso el bien de la persona agraciada es estimado como de gran valor para nosotros y por eso nos hace felices que las personas que amamos lo sean.
¿En qué consiste, así pues, la felicidad? Se trata de la contemplación y “posesión” del bien más pleno. Santo Tomás de Aquino la describe como “el bien perfecto que excluye todo mal y llena todos los deseos, el conjunto de cosas que la voluntad es incapaz de no querer”. Boecio, por su parte, la definía como ”el estado en el que todos los bienes se encuentran juntos”.
Queda claro que la felicidad no se puede alcanzar plenamente en esta vida, donde todos los bienes están sujetos al paso del tiempo y su disfrute tiene, entre otros, el límite de la muerte. Pero es muy curioso que ello no impide que sigamos ansiando la felicidad y queriéndola para aquellos a los que amamos. El corazón, el deseo humano más profundo, no se sacia con cualquier cosa y se abre siempre a “algo más”; sigue buscando la felicidad a través de todas sus elecciones.
Es también un hecho que, de vez en cuando o hasta cierto punto, podemos disfrutar parcialmente de momentos de felicidad, más o menos pasajeros; sin embargo, estos, lejos de saciarnos, nos mueven a seguir ansiando más y más gozo, más y más plenitud, algo bello, bueno y verdadero que no se acabe… Esto ha llevado a pensar que la sed radical de felicidad que nutre el corazón humano apunta a un “más allá” de plenitud, a una realidad infinita que supera ese horizonte clausurado que es la muerte y el paso del tiempo. Y a eso es a lo que se suele llamar Dios.
Más que un fin, un resultado.
Aristóteles, uno de los filósofos que con más lucidez y hondura ha pensado acerca de la felicidad, afirmaba que todas las cosas que hacemos y elegimos están orientadas a un solo objetivo último: lo que queremos en el fondo es alcanzar la felicidad. Y lo mismo viene a decir Dante: “A través de mil ramas se busca el único dulce fruto”. Cuando actuamos para logar recompensas, alegría, fama o riqueza, en realidad lo hacemos porque creemos que de ese modo vamos a ser felices.
Por lo tanto, no buscamos la felicidad para ninguna otra cosa. Ella es en sí misma el fin último, el objetivo que todos los seres humanos tratamos de buscar a lo largo de nuestra vida. En rigor, no se puede responder a la pregunta: “¿por qué queremos ser felices?”. De hecho, más bien, la felicidad es la respuesta a todas las preguntas verdaderamente interesantes.
Ahora bien, es preciso reparar en algo paradójico. Viktor Frankl lo ha advertido con frecuencia: propiamente hablando, la felicidad no es un fin en sentido estricto, sino un resultado. No es lo mismo. Afirma Frankl que cuando se busca la felicidad a toda costa, esta se escapa siempre de manera irremisible y aparece la frustración. Sin embargo, cuando uno se olvida en su intención de ser feliz por encima de todo, cuando uno se olvida de sí mismo y se centra en algo o alguien valioso, de repente, como si fuera un regalo inmerecido, se experimenta el sentimiento de la felicidad. Y recuerda un aforismo de Kierkegaard: “la puerta de la felicidad se abre hacia fuera”.
¿Y el amor?
Esto nos lleva a apreciar lo que acontece en el amor verdadero entre personas. El amor a una persona no puede ser un amor de posesión. Eso es lo propio de quien ama una cosa, una idea…, que son medios; pero no a una persona, que siempre es un fin en sí misma. Un amor posesivo hacia una persona es destructor, vejatorio, asfixiante. Por el contrario, lo que busca el amor de persona es el bien del ser amado; se trata de un amor de benevolencia y de comunión. Para la persona amada se quiere el mayor de los bienes, y el mayor de los bienes de los que se dispone es uno mismo. La forma adecuada de amar a una persona no es la posesión, es la entrega, la gratuidad. Se busca el bien para la persona amada, su plenitud; y por ello su felicidad es lo que nos hace felices, aunque sea incluso al precio del propio sacrificio, del olvido de sí. Por esta razón hay mas gozo en dar que en recibir. Y así, si la persona amada es para nosotros el mayor de los bienes, la felicidad consistirá en la comunión amorosa con ella, que es fruto de la entrega recíproca.
Las cosas caducas, limitadas o pasajeras no nos llenan nunca del todo. “Un ser con facultades superiores necesita más para sentirse feliz. Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho” (J. Stuart Mill) Los bienes inferiores (salud física, placer…), sólo si se poseen según el orden propio de la naturaleza humana y de sus facultades, contribuyen a aumentar la felicidad.
Aunque también se ha dicho, con gran agudeza, que la felicidad, más que en tener lo que queremos, consiste muchas veces en aprender a querer, a amar, lo que tenemos:
“-Los hombres de tu tierra -dijo el principito- cultivan cinco mil rosas en un jardín y no encuentran lo que buscan.
-No lo encuentran nunca -le respondí.
-Y sin embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en una sola rosa o en un poco de agua...
-Sin duda, respondí. Y el principito añadió:
-Pero los ojos son ciegos. Hay que buscar con el corazón.”
A. Saint-Exupèry. El principito, cap. XXI.
Aprender a querer lo que se tiene
Seguramente viene a cuento recordar una conocida narración de León Tolstoi: “La camisa del hombre feliz”.
“En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar famoso por la prosperidad de su reino pero que enfermó gravemente de tristeza y melancolía. Se reunió junto a su lecho a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de mejorar, el estado del zar empeoraba más y más. Le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas extrañas traídas en caravanas de lejanos países.
Le aplicaron cremas y bálsamos con los ingredientes más insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado estaba que prometió la mitad de lo que poseía a quien fuera capaz de curarle.
El anuncio se propagó rápidamente, pues las riquezas del monarca eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes del mundo para intentar devolver la salud al zar. Pero todos fracasaron en sus intentos.
Sin embargo fue un viejo poeta de la corte quien aseguró:
—Creo que conozco el remedio, la única medicina para vuestro mal, señor. Sólo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad.
La conmoción fue general y muchos protestaron por la ocurrencia. Pero nadie tenía un remedio mejor, y así, a la vista del agravamiento sufrido por el zar, partieron emisarios hacia todos los confines de la tierra.
Sin embargo, ocurrió que encontrar a un hombre feliz no resultaba tarea fácil: aquel que tenía fama se quejaba de su falta de salud, quien tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía, carecía de amor, y quien lo tenía se quejaba de los hijos, del mal tiempo o de lo que fuera... Todos los entrevistados coincidían en que algo les faltaba para ser totalmente felices aunque nunca se ponían de acuerdo en aquello que les faltaba. Por satisfechos que debieran
sentirse, y no careciendo de nada que los demás envidiaran, se sentían descontentos e infortunados.
Finalmente, una noche, un mensajero llegó al palacio. Habían encontrado al hombre tan intensamente buscado. Se trataba de un humilde campesino que vivía en la zona más árida del reino.
Los soldados del zar habían acertado a pasar casualmente junto a una pequeña choza. A través de las ventanas sin cristales se veía a un hombre que, tras un día de duro trabajo y rodeado por su numerosa familia, descansaba sentado junto a la lumbre de la chimenea y exclamaba satisfecho:
—¡Qué bella es la vida, hijos! No puedo pedir nada más. ¡Qué feliz soy!
Al enterarse en palacio de que, por fin, habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría. En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos para celebrar la inminente recuperación del zar. El primer ministro ordenó inmediatamente:
—Traed rápidamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrecedle a cambio lo que pida!
Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su rey, mas, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:
—¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista el zar!, vociferó el ministro.
—Señor -contestaron apenados los mensajeros-, el hombre feliz es tan pobre... que no tiene camisa.”
***
Muchos han meditado sobre esta historia, llena de ironía y tan sorprendente. Aunque quizás no lo sea tanto, porque la experiencia confirma que al corazón humano no le satisface plenamente la abundancia de cosas pues, como suele decirse, “todos queremos más”, y no está claro dónde está el límite, y menos aún en una sociedad altamente consumista como la nuestra.
Quizás el afán de poseer o la envidia han cegado a muchos hombres y mujeres, impidiéndoles comprender que la verdadera felicidad posiblemente no consiste en llegar a tener lo que se quiere, sino, más bien, en aprender a querer lo que se tiene, como ya dijimos. En el fondo, una cosa parece clara: tiene más quien menos necesita. Ese es el secreto del hombre feliz de esta historia que cuenta León Tolstoi: “Sé apreciar lo que tengo y no deseo demasiado lo que no tengo”.
Todos queremos y aspiramos a ser felices, ciertamente; es una necesidad vital de todo ser humano. Pero parece que el cumplimiento de esta aspiración no se encuentra en los estilos de vida o en los modelos sociales basados en el mero bienestar material, en la codicia o en el egoísmo, sino en la satisfacción de los deseos más hondos del corazón, y estos tienen que ver más con amar y ser amado.
Andrés Jiménez Abad.
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