La conducta animal es siempre una respuesta tipificada a los datos captados del mundo circundante; su posible “originalidad”, fruto de ciertos aprendizajes y adaptaciones, no rebasa las pautas prefijadas por cada especie. Para cada especie animal hay un número fijo de desencadenadores que determinan un tipo de comportamiento relativamente similar o constante para todos los individuos de la especie. Ciertos estímulos, configurados dentro del esquema de captación de una especie determinada, desencadenan una conducta similar en todos los individuos, que se repite inalterable generación tras generación. Las reacciones provocadas por los estímulos dependen de la significación que éstos tienen para el organismo.
Los “instintos” -aunque este término no es demasiado preciso- son pautas fijas e innatas, desencadenadas por excitadores altamente especializados, propios de cada especie animal, que determinan la conducta de los individuos. Incluso las conductas aprendidas por los animales, fruto de la adaptación y la asociación a situaciones concretas por parte de ciertos individuos, quedan dentro de los límites de la significación biológica propia de la especie.
En el caso del ser humano y a diferencia de los animales, la relación con el entorno rebasa esencialmente la significación biológica, no puede explicarse como el mero desencadenamiento de una respuesta o conducta ante determinados estímulos. Mientras que en la conducta animal todo parece previsto por la especie para la supervivencia, en el ser humano aparece un interés singular por las cosas en sí mismas, tengan o no relación con su propia supervivencia.
El animal vive como inmerso en su ambiente y determinado por sus estados orgánicos, mientras que el hombre es autónomo frente al entorno y a la presión de lo orgánico. Es “libre frente al medio circundante y está abierto ilimitadamente al mundo”, en expresión de Max Scheler. Precisamente por eso se explica que, mientras las especies animales han de adaptarse al entorno para sobrevivir, el ser humano se caracteriza fundamentalmente por la transformación del entorno a la medida de sus necesidades y de sus posibilidades creativas.
La inespecialización de la especie humana hace del hombre un animal biológicamente deficitario e incluso inviable, pero si sobrevive e incluso supera y domina a los otros seres vivos es gracias a un recurso suprabiológico, no encadenado a los esquemas genéticos de la especie, que permite a los individuos humanos una relación original con la realidad, abierta a posibilidades que van más allá de lo inmediato -la mera supervivencia-, captando y suscitando virtualidades en las cosas, entendiendo lo que éstas son e instrumentalizándolas dentro de proyectos y fines propios. Ese recurso es la inteligencia. Recogiendo un ejemplo de Leonardo Polo podemos decir que el hombre no inventa un instrumento, por ejemplo el arco y la flecha, sólo porque necesite alcanzar determinados objetos o alimentos a distancia. También otros animales tienen esa necesidad y no inventan nada. Si el ser humano ha inventado -es decir, ha aportado novedad- es porque con su inteligencia ha descubierto posibilidades ofrecidas por determinados objetos, una rama de árbol, por ejemplo, y los ha convertido en instrumentos de su interés. El hambre sólo impulsa a comer, no a fabricar arcos y flechas.
Las cosas se constituyen ante la inteligencia como objetos, cobrando una autonomía que los animales no perciben. Ya no son meros estímulos, desencadenadores de una reacción fisiológica de agresión, de atracción o de huida. Las “cosas” tienen entidad propia, son “algo en sí” de lo que el ser humano se puede distanciar y observarlo tal como es, o como puede llegar a ser; puede también producir algo nuevo a partir de ello. “Se dice que Miguel Ángel ‘veía’ la figura que quería esculpir en el bloque de mármol. Allí, en lo que físicamente era sólo un trozo de piedra, el artista adivinaba la forma de su Moisés.” (A. Llano)
El comportamiento animal queda limitado por el marco de los estímulos para cuya captación su especie le ha preparado, adaptándose, a lo sumo, a circunstancias concretas, y reaccionando en función de la excitación de agrado o desagrado que los estímulos desencadenan en su organismo. El ser humano es capaz de conocer lo que es la cosa que es fuente de los estímulos, más allá de éstos, de descubrir virtualidades no evidentes en ellos (que una rama se convierta en un arco, y no sólo en una “lanza” o un garrote, requiere un proceso de comprensión de posibilidades no inmediatas), y de decidir su conducta sin estar "forzado" a una respuesta desencadenada necesariamente por un estímulo. La inteligencia humana está abierta a la realidad. Precisamente por esta singular dimensión de apertura a la realidad de las cosas, X. Zubiri definió al ser humano como 'animal de realidades'.
Es muy significativa a este respecto la famosa experiencia de Paulov y revisada por Köhler con el chimpancé "Rafael". En ella se ponen claramente de manifiesto los límites de la inteligencia animal.
A Rafael se le adiestró para apagar la llama de un fogón, que le impedía coger un plátano situado detrás de ella. El adiestramiento consistía en tomar un vaso, que llenaba de agua en un pequeño depósito, abriendo y cerrando un grifo. Colocado después el animal en una plataforma sobre el agua, aprendió a ducharse tomando agua del lago con un vaso. Sin embargo, cuando pretendió apagar la llama que se le encendió delante de un plátano, en un fogón, pasó trabajosamente a otra plataforma donde había un depósito de agua (fig. 1)
para llenar su vaso (fig. 2)
y volver a apagar la llama (fig. 3)
de la forma en que había sido adiestrado (fig. 4).
No se le ocurrió la “idea” de llenar el vaso metiéndolo directamente en el agua del lago, porque no realizó la abstracción que le podía haber permitido captar lo que es el agua, con independencia de los estímulos o la utilidad inmediata que representaba para la satisfacción de sus necesidades, y poner en relación el “agua-tomada-del-lago-para- ducharse”, con el “agua-tomada-del-depósito-para-apagar-la-llama.”
(Ilustraciones tomadas de: PINILLOS, J.L. Principios de psicología. Alianza Madrid, 1976. Pág.442)
Andrés Jiménez Abad
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