miércoles, 28 de febrero de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (93)

     EL ARTE DE EDUCAR Y CORREGIR (y IV)



        La formación del carácter –y más en particular del criterio y de la voluntad- es indispensable para que el niño y el joven alcancen el dominio de sí mismos. Es precisamente en este marco donde conviene reflexionar sobre el papel e importancia de ciertas ayudas externas como el premio y el castigo, como venimos haciendo. La educación no es una ciencia exacta, es más bien un “arte”, un saber hacer que se aprende haciendo. Y uno de sus aspectos más difíciles es precisamente saber aplicar premios y castigos, sobre todo estos últimos.

            Ni unos ni otros deben aplicarse de forma indiscriminada, sin tener en cuenta la personalidad de cada niño o joven. Dicho lo cual -sobre todo en un mundo permisivo y cargado de emotivismo-, hay que aceptar como norma general ser claros en las normas y firmes en la aplicación de las correcciones o castigos. Si unas veces se castiga una acción y otras se tolera o incluso se aprueba sin razón, la valoración de la conducta no quedará clara, y el educador perderá autoridad, dejará de inspirar certeza; el niño pensará que actúa por su estado de humor y no según el valor de los principios o normas, llegará a incubar rencor y buscará “coger la vuelta”, vengarse o engañar a padres y educadores. 

          Hay que dejar claro que es su conducta inadecuada la que nos enfada y disgusta, pero que, como persona e hijo/a, le seguimos queriendo igual. Hay que desterrar las descalificaciones del tipo: "-¡Ya sabía que lo ibas a hacer mal" o "-¡Eres un inútil!"

Tenemos que intentar evitar los castigos colectivos (esto suele darse a veces en el ámbito escolar) porque generan resentimiento en quienes no han cometido directamente la falta. Y lo mismo puede pasar si esto acontece en el ámbito familiar, entre hermanos.

            Es importante que estemos atentos a las buenas conductas para reforzarlas y alabarlas con frecuencia. A veces, les reprendemos y nos olvidamos de reconocer las cosas bien hechas y la buena intención, motivo por el cual los educandos pierden ilusión y se produce el consiguiente descenso de su autoestima.

Por otra parte, es preciso rectificar si en alguna ocasión nos hemos equivocado al imponer un castigo, e incluso pedir perdón por ello. Conviene que el ejercicio de la autoridad no se base en una imposición a ultranza, sino en el deseo de ayudar de verdad al crecimiento moral del educando. 

A medida que vayan creciendo los hijos, habrán de ir disminuyendo los castigos y aumentado las orientaciones educativas, el diálogo y el intercambio de criterios y pareceres. 

        Pero hay un tipo de incentivo que no debe desaparecer nunca; antes bien debe convertirse en la más fecunda y útil forma de motivación: el ideal. Los ideales son bienes nobles y altas aspiraciones que impulsan a mejorar el mundo y a uno mismo. Son imprescindibles, porque el ser humano es un ser de proyectos que necesita ilusión para buscar el bien. Al principio los ideales y metas pueden ser propuestos por el educador; más tarde, cuando se va madurando, la persona hace suyos determinados valores e ideales, que vienen a ser una fuente de sentido y su motivación más noble. Proponer a los jóvenes un gran ideal es el mejor instrumento para formar en ellos una mirada amplia, generosa, valiente, perseverante. Se ha llegado a decir que si a un joven se le pide poco no da nada, pero si se le pide mucho da más de lo que se le pide. (Timon David)


       (Publicado en el semanario La Verdad el 16 de febrero de 2024)

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