El tema de la verdad es uno de los más olvidados en momentos históricos de crisis y desorientación general. Así ocurre, por ejemplo, en épocas en las que lo útil, o lo que lleva al triunfo, se considera más valioso que dar con la verdad. Es lo que acontecía, por ejemplo, en Atenas en el siglo V a. Jc., cuando se extendió la enseñanza de los sofistas, maestros de la elocuencia y del arte de convencer, para quienes lo importante de una argumentación o de un razonamiento no era que fuese verdadero o que se basara en lo que era justo, sino que resultase convincente al auditorio. Para ello bastaba con acudir a palabras bellas o a fórmulas de persuasión eficaces, aunque fuesen falsas o inicuas. La verdad se vio sustituida por la fuerza persuasiva de las opiniones.
Ante un panorama que llevaba a la corrupción de los ciudadanos y a la degeneración de la democracia ateniense, Sócrates propuso otra forma de mirar al mundo y de resolver los problemas de la ciudad. La llamó filosofía. Y de su labor se siguió la aparición de los filósofos más grandes de Grecia: Platón y Aristóteles, entre otros. Será sobre todo con Sócrates y con Platón cuando se empezará a considerar la filosofía (y la ciencia) como una indagación rigurosa y apasionada para saber lo que las cosas son. Es decir, como una búsqueda racional de la verdad.
Hoy, como entonces, se cruzan multitud de opiniones diversas acerca de casi todos los asuntos humanos. No faltan tampoco los sofistas en nuestro tiempo. Su influencia es sin embargo mucho mayor, porque los medios de comunicación pueden difundir cualquier opinión con mayor eficiencia que nunca. Por eso es tiempo de pensar en la importancia de que la verdad sea el criterio supremo acerca del valor de nuestros conocimientos y de nuestras más importantes inquietudes. Porque saber es conocer lo que las cosas son de verdad.
Nos interesa la verdad acerca de todo. Porque averiguar la verdad acerca de algo, es saber lo que ese algo es realmente. Averiguar la verdad de un acontecimiento por ejemplo, es saber qué es realmente lo que ocurrió. Como apunta J. R. Ayllón: “¿Qué hace bueno el diagnóstico de un médico? ¿Qué hace buenas la decisión de un árbitro y la sentencia de un juez? Sólo esto: la verdad. Por eso, una vida digna sólo se puede sostener sobre el respeto a la verdad.”
No es indiferente el hecho de que las cosas sean lo que son y que, al saber en qué consisten, podamos atenernos a ellas; o que no lo sean, y que no sepamos entonces a qué atenernos. No es lo mismo, por ejemplo, que un alimento esté intoxicado o que sea perfectamente sano, que tal persona en la que confío sea leal o no lo sea. De lo que sabemos depende nuestro modo de vivir.
No es sólo una cuestión teórica
Pero en la búsqueda de la verdad se pone en juego absolutamente todo el ser humano, no es un asunto meramente teórico sino que afecta a toda nuestra vida. Preguntarse por la verdad y por el modo de alcanzarla es preguntarse por el modo de no engañarnos acerca de los asuntos cotidianos, pero también por el acceso a las grandes cuestiones, aquellas en las que se pone en juego lo más profundo y lo más auténtico de nosotros mismos.
Es claro que hay asuntos o aspectos de la realidad que tienen una mayor importancia que otros, y por eso la verdad que podamos alcanzar en el conocimiento de esos temas o aspectos será más o menos importante, de acuerdo con ello. No es humano, ni siquiera es posible de modo permanente, vivir en falso. Fallar en la vida es la mayor frustración, y frustrar la vida es la mayor de las tragedias posibles.
Hablamos de la realidad
Hay algo que se da por supuesto cuando se adquiere un conocimiento sobre cualquier aspecto de la realidad, tanto si se trata de algo espectacular y trascendente como si se trata de algo pequeño y cotidiano, y es que ese conocimiento es verdadero.
Mientras se da por supuesto que aquello que sabemos y conocemos –no lo que creemos saber simplemente, sino lo que nos consta que es así- es verdadero, todo va bien. Pero no siempre acertamos al intentar conocer ciertas cosas, y esto con frecuencia es fruto de un gran esfuerzo de aprendizaje, de observación o de reflexión. Y no todos lo llevan a cabo. Por supuesto, a menudo nos vemos obligados a rectificar en cuestiones que pensábamos que eran de una manera y luego han resultado ser de otra. Por ejemplo, pensábamos que el 6 de diciembre había clase y caemos en la cuenta de que no es así, o que tal persona que decía querernos, en realidad se estaba aprovechando de nosotros, etc. La ignorancia y el error, la apariencia y el afán de poder “rodean” a la verdad por todos lados.
Sin embargo, si lo pensamos bien, la verdad misma no desaparece. Cuando advertimos haber cometido un error, no es que antes lo que pensábamos fuera verdadero y ahora ya no lo sea. Cuando advertimos un error lo hacemos ante una verdad que lo desmiente, que lo hace inaceptable. Dicho de otro modo, nos “desengañamos”. Estábamos engañados al tomar como verdadero lo que en realidad era falso, y salimos de nuestro error porque hemos averiguado la verdad.
Conocer algo es acceder a lo que ese algo es. Si, por ejemplo, advertimos ciertos síntomas inhabituales en nuestra salud que podrían ser los de una enfermedad, buscamos que alguien que sabe acerca del asunto, normalmente un médico, nos diagnostique lo que realmente nos pasa, y nos indique qué remedio o tratamiento puede acabar con la enfermedad y con sus síntomas. Vivimos en función de lo que conocemos; si no nos atenemos a lo que son las cosas, nuestra vida, que discurre en relación con ellas, resultará inviable.
Conocer y saber es alcanzar la verdad acerca de algo de manera bien fundada. Todas las formas de conocimiento que están a nuestro alcance nos ofrecen algún aspecto de la realidad, y podemos decir que sabemos o conocemos una cosa cuando sabemos de verdad lo que es o, dicho de otro modo, cuando sabemos lo que es realmente.
Un pensamiento nuestro, una suposición, cualquier idea o juicio que no fuese verdadero, no sería propiamente un conocimiento. Conocemos algo cuando conocemos la verdad acerca de ello. Tomar como verdadero algo que no lo es, es lo que llamamos un error, una propuesta que no se ve confirmada por la realidad, que no se adecua a ésta. Así, “2+2 = 7” no sería un conocimiento, sino, en todo caso, un mero pensamiento, erróneo, claro está.
Si es esencial al conocimiento –y a la vida humana- dar con la verdad acerca de cualquier acontecimiento o asunto, lo es más en el caso de aquellas grandes cuestiones de las que dependen muchas otras; esas que llamamos las “cuestiones últimas”, como la dignidad humana, qué significa ser persona, las grandes cuestiones morales o las relativas al sentido de la vida, a la existencia y naturaleza de Dios, etc.
Es especialmente importante buscar y alcanzar la verdad acerca de las cuestiones cruciales de la existencia, y avanzar hacia la fuente de la que mana el sentido y el valor de la realidad, aquello que hace a las cosas ser lo que son, su fundamento último. A eso es a lo que siempre se llamó sabiduría.
No es lo mismo, no.
Lo básico en todo esto es comprender que no es indiferente que una afirmación sea verdadera o falsa, esto es, que responda o no a la realidad. Por ejemplo, no nos es indiferente que el diagnóstico del médico acerca de nuestro estado de salud sea erróneo o no, que la persona a la que amamos nos corresponda o no; no nos comportamos de igual modo ante un agresor que ante un amigo, etc.
La diferencia entre lo verdadero y lo falso, atenerse a la realidad de las cosas, ha de ser independiente de nuestros gustos e intereses. Hay veces en las que la verdad (la realidad) no es como a nosotros nos gustaría. No aceptarlo es no querer madurar, algo parecido a lo que pasa con esos “adolescentes” de cincuenta años que no aceptan la realidad y viven frustrados por no querer descabalgarse de sus deseos o de sus apetitos.
Todo esto parecería elemental, pero en muchas ocasiones se mezclan los sentimientos y las pasiones, y enturbian la capacidad de juicio.
Por lo demás, a veces hay cuestiones que no son nada fáciles. Hay cosas que tomamos por verdaderas y en realidad no lo son, sólo lo parecen. O podemos ser engañados por otros, que mienten, tergiversan hechos, ocultan datos... No faltan quienes desconfían de poder hallar la verdad y prefieren otras alternativas: seguir sus apetencias, o el parecer de la mayoría, dejarse llevar por la moda o por la persuasión con la que el mensaje se presenta, tener sólo en cuenta lo que resulte útil, etc. Es decir, que se puede ser infiel a la realidad, a veces de forma inevitable –en el caso de un error involuntario, por ejemplo-, pero también otras de forma deliberada.
Pero hay más aún. Se puede conocer la verdad acerca de un hecho o sobre el valor de una acción, pongamos por caso, y no ser consecuente con lo que se sabe. Una persona puede tener muy claro que no debe ser desleal, pero quizás murmura de sus amigos ante otras personas. Es decir, no es lo mismo conocer la verdad que vivir de acuerdo con ella. Hace falta para ello una disposición moral a menudo costosa.
Además está el relativismo. La pretensión de que la verdad es algo puramente subjetivo: cada cual tiene “su” verdad, que normalmente no tiene por qué coincidir y no coincide con la de los demás. Y por lo tanto no habría pautas universales de conocimiento ni de conducta para todos los seres humanos. Lo malo del relativismo es que no se presenta como una postura “relativa”, sino “absoluta”: “es verdad que cada uno tiene ‘su’ verdad…, con lo que se incurre en contradicción. Al relativista le importa el relativismo, porque piensa que el relativismo es verdadero. Esto es tan interesante que tendremos que volver despacio sobre ello en otra ocasión. Pero volvamos a lo que nos preocupaba: que no es lo mismo –ni posible– que algo sea verdadero y falso al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto.
El interés por la verdad es constitutivo de la inteligencia, de toda inteligencia humana, pero también también de la persona misma en todo su dinamismo vital. No podemos conocer ni vivir sin verdad.
Pongamos algunos ejemplos:
- Si voy a unos almacenes y pido un reproductor de DVD y me traen varios aparatos convencionales para reproducir cintas, puedo precisar: “-La verdad es que yo quería un aparato que sirva para DVD”. Con ello deseo aclarar a qué se ajustaba mi petición.
- Supongamos que en el informativo de la televisión se ofrece esta noticia: “Se ha esclarecido por fin la verdad acerca de la desaparición del joven actor...” Con ello se da a entender que se ha averiguado lo que ocurrió en realidad y que nos lo van a contar tal y como fue.
- Otro ejemplo, éste quizás más cercano. El profesor de Filosofía puso un examen la semana pasada y preguntó los requisitos de una buena definición. Lo habíamos tratado en clase y pude consultar además dos libros al respecto. Además yo había estudiado, no soy tonto y me lo sabía de miedo. He puesto en el examen lo que se pedía y... ¡va, y me suspende! Pido revisión del examen al profesor, que vuelve a corregirlo y reconoce que se ha equivocado al calificar. La verdad estaba de mi lado.
Decía San Agustín que “algunos pueden engañar, pero a ninguno nos gusta ser engañados”. Es decir, que todos aspiramos a saber la verdad y contamos con ella, aunque no siempre la alcancemos o estemos dispuestos a aceptarla.
No se puede saber todo completamente, pero…
Ya hemos advertido que conocer las cosas completamente, hasta el fondo, es muy difícil y en muchos casos imposible. Todos los caminos de la realidad no pueden ser recorridos totalmente, y menos aún por una sola persona. Nuestras verdades –los conocimientos verdaderos que podemos alcanzar- no son completas normalmente, y en ocasiones aparecen mezcladas con errores. Hay otras cosas que no sabremos nunca.
Es verdad, hay diferentes caminos en la realidad. La realidad es, por así decir, poliédrica. Podemos averiguar cosas distintas acerca de lo mismo. Pero si lo averiguado se corresponde con la realidad, no puede existir contradicción en ello. Lo que normalmente ocurre es que muchas verdades son complementarias de otras. Por ejemplo: puedo averiguar que tal persona es de raza negra, que tiene un excelente humor, que su edad es de 41 años, que su religión es la musulmana, que trabaja como abogada, que es madre de tres hijos, que tiene problemas con la hipoteca de su casa o que es muy feliz en su matrimonio… Todo ello son facetas acerca de la misma persona, de las cuales podemos tener mayor o menor conocimiento. Pero ninguna de ellas invalida a las demás. La verdad es, por expresarlo con el título de un gran libro, “sinfónica”.
No lo sabemos todo acerca de todo. Obvio. La realidad nos pone límites, y nuestro conocimiento también los tiene, pero éste puede ir alcanzando “zonas de verdad” sobre las cuales podemos comprender el mundo y a nosotros mismos hasta cierto punto, y todo lo que podamos averiguar posteriormente vendrá a completar esas zonas y a clarificarlas –en eso consiste la educación, el avance de las culturas y de la propia humanidad-. Pero nunca una verdad podrá contradecir o excluir a otra.
Pretender que la verdad es inalcanzable –aunque haya cosas que no averiguaremos nunca- significa cortar el vínculo entre la inteligencia y la realidad. Defender esa vinculación que abre a los seres humanos a la sabiduría y los libra del error y de la ignorancia, y les hace confiar entre sí, es tarea de la Filosofía (amor al saber), pero también afecta a todos los órdenes en los que discurre nuestra vida, porque la verdad es condición del conocimiento, y fuente de sentido y de orientación para la vida. Sólo con ella el mundo puede ser habitable.
Suele decirse que “errar es humano”, y así es; pero sólo es plenamente humano vivir en la verdad. Además, dicho sea de paso, el error supone en todo caso la existencia de la verdad.
Buscar la verdad es desear saber, querer encontrarla. Pero para saber a qué atenerse en la vida, y para vivir de acuerdo con lo que las cosas son, hace falta amar y buscar la verdad, e incluso defenderla. La verdad se esconde del que no la ama. Pero aún así, a veces nos sale al encuentro inesperadamente y de forma tozuda. No aceptarla es querer vivir en otro mundo, y un síntoma de inmadurez.
La ignorancia implica ausencia de libertad, incapacidad para afrontar el mundo de forma inteligente, realista. Más aún si es consentida. Uno de los mayores errores de nuestro tiempo es pensar que la democracia es incompatible con la verdad. La única forma de superar el error y la ignorancia es el binomio indisoluble formado por el conocimiento y la humildad. No olvidemos aquello que alguien dijo: ser humilde no es sino aceptar la verdad. A.J.