viernes, 24 de marzo de 2023

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (62)

          “PERO, ¿NO VES QUE NO QUEREMOS PENSAR?”...                                                             

 


Cuando un educador, tanto si se trata de los padres como de los maestros, se propone enseñar a pensar a un niño o a un joven, tiene que asumir que, por desgracia, pensar no está de moda. Para muchos es preferible seguir a la mayoría, tragarse eslóganes sin ningún espíritu crítico o, simplemente, inclinarse por lo que más apetece. 

Hace algunos años, durante una sesión de clase en 4º de ESO, desarrollando la asignatura de Ética, intentaba despertar el interés de mis alumnos planteándoles algunas preguntas acerca del sentido de la vida. Recuerdo que intentaba hacerlo de manera un tanto apasionada. En esto, uno de los chicos levantó la mano desde el fondo del aula, de manera un tanto indolente: 

   -No te esfuerces... ¿no ves que no queremos pensar?

   Reconozco que me bloqueé un poco. Afortunadamente, otra voz, de una de sus compañeras, vino en mi ayuda:

   -Oye. Habla por ti. 

La cosa se ponía interesante… agradecí la valiente réplica, pero decidí cortar por lo sano:

   -Pues lo siento, pero pensar no es opcional. Si se renuncia a pensar, se renuncia a ser libre. Ahora bien, conviene hacerlo correctamente, y eso no se improvisa. Además, esto luego repercute en el examen...

   -Ah. Pero esto... ¿entra en el examen?, repuso el joven interlocutor.

   -Pues sí. Es que lo que no se evalúa, se devalúa.

El buen mozo, entonces, se incorporó raudamente en su silla y, de modo un tanto maquinal, todo hay que decirlo, tomó el bolígrafo como para tomar notas, cosa que no había hecho hasta el momento.

   Pensar, reflexionar, cuesta, no vamos a negarlo. Pero si pretendemos educar no podemos renunciar a enseñar a pensar con rigor. De ningún modo basta con “sentir” o “reaccionar” ante los estímulos que llegan del exterior, depender de los propios estados de ánimo o de instancias controladoras que actúan sobre nosotros, como ocurre, por ejemplo, con la publicidad o con muchas series y películas.

Se trata precisamente de enseñar a niños y jóvenes a pensar por sí mismos, con suficiente rigor, con criterios consistentes. Si uno no piensa, no decide y no actúa por uno mismo, acaba ocurriendo que serán otros lo que piensen, decidan y actúen en lugar de uno. Pero pensar -insistimos- es mucho más que sentir u opinar. Requiere rigor, método y esfuerzo por dar con la verdad y atenerse a ella. 

Si sabemos lo que las cosas son, cuáles son sus causas y sus consecuencias, podremos atenernos a ellas. No es lo mismo, por ejemplo, que un alimento esté intoxicado o que sea perfectamente sano, que tal persona en la que confío me sea leal o no. De lo que sabemos depende nuestro modo de vivir en todos los órdenes, no sólo en el teórico, porque la verdad es también fuente de sentido y de orientación para la vida.

A pesar del relativismo y de la superficialidad que a menudo nos rodean, todos aspiramos a conocer la verdad, aunque no siempre la alcancemos, estemos dispuestos a aceptarla y seguirla, o sea costoso buscarla con el tesón suficiente. No podemos vivir sin la verdad. Y así lo confirma el hecho de que, como decía San Agustín, “a veces nos gusta engañar, pero a ninguno nos gusta ser engañados”.


     (Publicado en el semanario La Verdad el 24 de marzo de 2023)

viernes, 17 de marzo de 2023

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (61)

“EL QUE NO VIVE COMO PIENSA…” EDUCAR EN LA REFLEXIÓN (II)

 


Lo más tempranamente posible, los padres tienen que encontrar el tiempo y el momento adecuado de hablar y actuar con sus hijos para fomentar la capacidad de aprender a distinguir el bien del mal, lo justo de lo injusto, a reconocer lo auténticamente valioso en la vida y a distinguirlo de lo que no lo es aunque aparente serlo; que reconozcan la importancia de hacer el bien y evitar el mal, aunque sea con esfuerzo.

El aprendizaje en el ejercicio de la reflexión se refiere, por un lado, a cuestiones teóricas: comprender lo que son las cosas, su valor y su sentido, tener ideas claras. 

Pero también tiene que ver con cuestiones prácticas: saber cómo tratar bien a las personas, cómo funcionan las cosas y como utilizarlas, resolver problemas que acontecen en nuestra vida, saber acerca de uno mismo para conocerse y aspirar a una vida lograda y plena. Es esencial el comportamiento, lo que uno hace en relación con las personas, con las cosas y consigo mismo: aprender a tratar bien, a resolver problemas de todo tipo, a perdonar, a rezar, a forjarse un carácter... Se aprende a pensar actuando y reflexionando acerca de lo hecho. Sólo quienes viven de forma virtuosa pueden comprender de verdad el valor e importancia de la virtud, y además sólo de ellos puede aprenderse.

Porque se puede conocer la verdad acerca del valor de una acción y no ser a la vez consecuente con él. El ejemplo es más elocuente que las palabras. Una persona, por ejemplo, puede tener muy claro que no debe ser desleal, pero quizás murmura de sus amigos ante otras personas; o que no se debe mentir, pero... 

Recuerdo haber presenciado hace unos años la siguiente escena  en casa de unos conocidos. En la sobremesa -que sin duda es un buen momento para hablar de todo y dejar caer criterios y observaciones interesantes, y también para escuchar a los demás-, el padre les decía a los hijos pequeños qué importante era no mentir nunca y decir siempre la verdad. Con énfasis y de manera bastante convincente, todo hay que decirlo. Los niños no pestañeaban. Pero en ese momento alguien llamó al teléfono -aún se usaban los teléfonos fijos, creo- y uno de los pequeños fue a atender la llamada. Cuando volvía para trasladar de quién se trataba, el padre, en voz semibaja y con cara de cierta ansiedad, le dijo: “-¡Dile que no estoy, dile que no estoy!”… ¿Lección aprendida?: Que se puede mentir cuando interesa.

Puede parecer, como ya decía el bueno de Sócrates -demasiado bueno quizás, a este propósito-, que basta con conocer el bien para ser virtuoso. De hecho algunas teorías educativas se limitan a la “clarificación” emocional y de valores. Pero Aristóteles recuerda que, entre las ideas por un lado, por muy claras que estén en teoría, y los hechos por otro, hay dos obstáculos que salvar: la debilidad -“no puedo, cuesta mucho…”- y la libertad -“uff, pero… es que no me apetece”. Y concluye: “Lo importante no es saber lo que es bueno, sino ser bueno”. A obrar el bien (y a conocerlo) se aprende obrando el bien. 

Para conocer la verdad -“de verdad”- es preciso que la vida se ajuste a ella. Porque -y esto muy a menudo se olvida- quien no vive como piensa, acaba pensando como vive.

   (Publicado en el semanario La Verdad el 17 de marzo de 2023)

 

miércoles, 15 de marzo de 2023

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (60)

EDUCAR EN LA REFLEXIÓN, BUSCANDO LA VERDAD.

 


Una educación integral, personalizadora, ha de aspirar a que el educando aprenda a pensar, a decidir y actuar por sí mismo tomando como referencia el bien y la verdad acerca de las cosas, las personas y los acontecimientos. Dedicaremos durante algún tiempo nuestra consideración al primero de los aspectos: aprender a pensar, a reflexionar de manera habitual y atinada.

Todo buen educador -profesor o padre- sabe que un aspecto fundamental de su tarea es fomentar la reflexión en el alumno o en el hijo, porque sólo con ella puede éste descubrir y apreciar la verdad y el bien que habrán de orientarle en su desarrollo personal. 

Si no hay reflexión y criterio propio no habrá libertad responsable. Estamos hablando también de la formación de la conciencia moral en el niño y en el joven. La reflexión marca el rumbo: una persona sin rumbo es una persona perdida.

Un educador, obviamente, tiene que enseñar en primer lugar a aprender. Para ello deberá utilizar recursos emocionales y estrategias adecuadas que animen al esfuerzo que conlleva normalmente todo aprendizaje. Precisamente, como decía Aristóteles, el arte de educar consiste en hacer atractivo el bien; pero esto solo es el medio, el fin es hacer que el educando piense, reflexione, comprenda por sí mismo, y que de acuerdo con ello vaya orientado su comportamiento hacia lo que es valioso. 

Aprender es en el fondo, con la ayuda y guía del educador, adquirir criterios y formas de estar y actuar en la realidad que permitan al ser humano -al niño en primer término- comprenderla y situarse en ella, y también comprenderse a sí mismo y descubrir cuál es su lugar y su papel en el mundo.

Para ello habrá de empezar sin duda por lo más próximo, sobre todo en los primeros años, pero también es tarea del educador hacer próximo lo valioso, mostrando hasta qué punto puede ser fascinante la aventura de conocer los misterios del mundo. De ahí se seguirán situaciones que será preciso afrontar de manera adecuada, tanto a partir de la experiencia propia como de los conocimientos aportados por los educadores, quienes ya pasaron por aquellas. 

El deseo de saber es el que impulsa todo aprendizaje, ya que todo ser humano tiende por naturaleza a saber. Y desear saber lo que son las cosas y cuál es su valor es buscar los porqués, los paraqués: y esto nos pone en el camino de ir descubriendo la verdad, el bien y la belleza. He aquí un dinamismo natural que el educador ha de orientar y graduar oportunamente, haciéndolo asequible y gustoso.

Pero orientar el pensamiento en una dirección adecuada -eso es reflexionar- no es solo cuestión de la inteligencia. Requiere una cierta disciplina, un orden, y aquí entra también el querer, la voluntad, y el afecto, la motivación. Hay que tener en cuenta también el bombardeo de estímulos ambientales y saber que es preciso combatir la pereza que se experimenta al afrontar tareas costosas. 

Por eso el educador tiene que tener claro hacia dónde quiere ir: que el educando aprenda poco a pocoa pensar por sí mismo de forma que sus criterios de juicio, sus actitudes y sus decisiones sean realistas, positivas y valiosas. Nos hallamos sin duda ante uno de los aspectos más importantes de la labor educativa.

(Publicado en el semanario La Verdad el 10 de marzo de 2023)

 

miércoles, 8 de marzo de 2023

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (59)

     EL CREPÚSCULO DE LA VERDAD

 


Se ha instalado entre nosotros, incluso (¿sobre todo?) entre el profesorado, una suerte de relativismo vergonzante y romo que incita, no al clásico sapere aude (atrévete a saber) sino al ramplón "nadie tiene la verdad". 

Decía George Steiner en su libro Lecciones de los Maestros que los profesores han quebrantado su “juramento hipocrático” de buscar la verdad, de ofrecer honestidad en sus juicios arriesgándose a la impopularidad, según pide su vocación. Porque el primer servicio de un maestro debiera ser el servicio a la verdad. Evidentemente, no todos los profesores están en el caso, pero haberlos… haylos. Me temo que demasiados.

Añade Steiner que muchos “oráculos de opinión” que se nos imponen desde los medios de comunicación y muchos responsables de la educación (obedientes sumisos a aquellos oráculos), se dedican a rebajar a su audiencia y a sus alumnos a su nivel de mediocridad. 

Es un hecho que nos vemos expuestos a sedicentes gurús y pretendidos maestros que, más que servir a la verdad, pretenden seducir, generar adeptos para otras causas o para su propio ego. Por ello niegan la posibilidad de la verdad o la ocultan bajo los mil requiebros de las emociones, de la ocurrencia demagógica o de la transgresión fácil. En este terreno la falsa educación sexual prolifera, amparada por mentes huecas encaramadas al poder. 

Y es que la verdad (la realidad) ob-liga. Sí, la verdad nos hace libres, pero ata; como nos atan las leyes de la gravitación o los principios que que rigen la vida. Porque no es lo mismo ser libres que andar sueltos. 

Es preciso formar, seleccionar y respaldar a maestros que estén comprometidos con la verdad de las cosas y del ser humano. Que enseñen a leer en la realidad, en los libros, en los acontecimientos…, a pensar por uno mismo. Como afirmaba Julián Marías, no es concebible que se dé tanta importancia a quien escribe un libro (incluso si el libro merece la pena), y pase tan desapercibido el maestro que enseña a leerlo. 

Enseñar a leer y a pensar, sea cual sea el soporte y la situación, no es convertir al lector en un consumidor de lecturas, noticias y modas, sino en un creador de reflexiones dotadas de criterio. El conocimiento, o se integra en una constelación de significado o es un saber insignificante. Ese es el papel del maestro: aportar referentes para juzgar acerca de lo que vale y de lo que no; ayudar a configurar claves de discernimiento de las informaciones, a distinguir los datos de las opiniones, lo esencial de lo secundario, el pensamiento del "sensamiento”, la apariencia de la realidad.

La vida se banaliza en el momento en que desaparece la frontera entre lo sustantivo y lo adjetivo, entre lo valioso y lo trivial. Como consecuencia de esa banalización, en nuestra escuela actual se ha extendido una modalidad del “síndrome de Diógenes” (ese amontonar cacharros y basuras en casa sin ton ni son). Al estudiante se le exige que sepa casi nada de casi todo (cultura del zapping y del tik-tok). La superficialidad se ha hecho vocación.

Quizás alguien pensó que mostrando la casi infinita multiplicidad de opiniones y tendencias hoy a la moda, los alumnos sabrán elegir. Pero esta es la mejor forma de mover al escepticismo y a la nada. 

(Publicado en el semanario La Verdad, el 3 de marzo de 2023)

domingo, 26 de febrero de 2023

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (58)

LO URGENTE Y LO ESENCIAL EN LA EDUCACIÓN

 


Dicen los expertos de la evaluación PISA, y lo repiten los redactores de nuestras últimas leyes orgánicas sobre educación, que urge propiciar el acceso de los jóvenes al mundo del trabajo y convertirles en agentes eficientes del sistema productivo. 

Sí, eso es urgente. Pero lo importante es que no pierdan de vista el verdadero valor de las cosas y de las personas. Es necesario que nuestros jóvenes se conviertan en óptimos trabajadores, pero es imprescindible que  nunca se olviden de para qué trabajan. Apremia que se desenvuelvan con éxito en una sociedad vertiginosamente cambiante. Pero antes y por encima de ello tienen que saber cuándo un cambio es a mejor o a peor..., o a nada. 

La receta tantas veces cacareada por algunos es que es preciso destinar más recursos para que mejore la educación. Pero de vez en cuando nos golpean en el alma noticias referentes a episodios de violencia juvenil, de bulling, acoso y maltrato, de suicidios protagonizados por escolares ante situaciones que se sienten incapaces de afrontar. La mediocridad y la comodidad se han convertido en el estilo de vida social y pedagógico dominante (por no hablar del nivel de muchos políticos…). Esforzarse no está de moda. La inmediatez y el emotivismo lo inundan todo. Algo importante falta en un escenario educativo moralmente empobrecido. 

Al igual que experimentamos que a este complejo mundo le aqueja el fantasma recurrente de la crisis en múltiples formas, no debemos olvidar que el origen de estas se encuentra en la generalización de estilos de vida y de decisiones dominadas por la falta de escrúpulos éticos. Y también por el desconocimiento y el desprecio de la dignidad de las personas, sometidas en el ámbito legal y en la práctica al imperio de los más fuertes y poderosos, al relativismo intelectual y moral generalizados. La corrupción no es privilegio exclusivo de los políticos; es cosa bastante repartida. 

Por otra parte, se aprecia una evolución en nuestro sistema educativo hacia una menor exigencia y una perversa concepción de la igualdad, consistente, no ya en la igualdad de oportunidades para acceder a una educación de calidad, sino en que “todos sepan fundamentalmente lo mismo”. La excelencia como aspiración en la vida y en la tarea educativa se mira con sospecha. 

Pero si nadie tiene que aspirar a ser lo mejor que pueda ser, si no debemos exigir a nuestros hijos o a nuestros alumnos que aspiren a la excelencia, si hemos de procurar que “nadie destaque”, en la práctica solo será posible que todos sepan lo mismo si todos saben tanto como el que menos. La consecuencia es un igualitarismo a la baja. No debe extrañarnos si los niveles son cada vez más bajos.

Y así, bajo el pretexto de que la educación no contribuya a perpetuar la desigualdad social, la ordenación del sistema educativo provoca necesariamente aquella mediocridad cultural y moral generalizada de la que hablábamos y, en el fondo, una difundida falta de sentido. No es cuestión de recursos económicos.

Para dar respuesta adecuada a todo ello, nuestros niños y jóvenes necesitan sobre todo maestros de vida que sepan qué es realmente importante en la vida y lo susciten. Padres y profesores tenemos ese primer deber y misión. El utilitarismo, obsesionado por lo urgente, en el fondo, es ciego ante lo esencial.

                     (Publicado en el semanario La Verdad el 24 de febrero de 2023)

martes, 21 de febrero de 2023

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (57 BIS)

EL DERECHO Y LA RESPONSABILIDAD DE LOS PADRES

ACERCA DE SUS HIJOS


 


Acerca  del artículo “Importancia social de la educación familiar” (“Repensando la educación/57”) he recibido algunos comentarios (amables) relativos al supuesto “derecho de los padres a tener hijos”, que me obligan a precisar el sentido de mis palabras. Agradezco mucho las observaciones, que me permiten depurar mejor lo que intento decir.

Las frases de la "discordia" (amable, insisto) son estas:  "los padres tienen derecho a tener hijos, a decidir el número y el momento de tenerlos, así como el tipo de educación que habrán de darles. Pero una vez concebidos, son los hijos los que tienen derecho a tener padres en un clima afectivo estable que garantice su pleno desarrollo personal."

Los comentarios que amablemente se han hecho al respecto me obligan a matizar lo que dice el texto. Fuera de este contexto, estoy de acuerdo en que no se tiene derecho a tener hijos. Y así, en los procesos de adopción singularmente, suele decirse que "no es que los padres tengan derecho al hijo, sino que es el hijo el que tiene derecho a tener unos padres", o afirmaciones muy similares. Tener un derecho es poseer una facultad que obliga a todos los demás, incluso mediante el uso de la fuerza coactiva del Estado. Bueno, no es el caso.

Lo que quería decir es que nadie puede arrogarse un derecho a decidir -usurpando el lugar de los padres- el número de hijos (por ejemplo obligando al "hijo único" como se hacía en China, o restringiendo la natalidad de manera violenta mediante la práctica y el fomento del aborto, que tampoco es un derecho, como se hace en tantos países por parte de organismos internacionales y gobiernos); lo mismo que a decidir el número y el momento de tener a los hijos, o el tipo de educación que deben recibir obligatoriamente.

La "capacidad, facultad y responsabilidad" de engendrar y educar a los hijos es de los padres, no del Estado o de otras instancias. Y a lo que apuntaba en mi argumentación era, precisamente, a la importancia de tal responsabilidad, señalando el derecho de los hijos a tener unos padres que cuiden de ellos y les eduquen en un clima estable de afecto y acogida.

Los padres sí tienen el derecho de reclamar el protagonismo en la tarea que les es propia (procrear, educar...), frente a instancias totalitarias. En la línea de lo que defendía en el anterior artículo (“EL GRAN HERMANO EDUCADOR” - REPENSANDO LA EDUCACIÓN/56) el Estado tiende a presentarse (en España, sin ir más lejos) como suprema autoridad ética y educativa, quedando los padres reducidos a meros usuarios del sistema, como si la familia fuera una pieza o herramienta secundaria de la sociedad.

Por tener este deber y esta responsabilidad como educadores primeros, y por ser la familia tan esencial para la educación, los padres tienen derecho a decidir en favor del desarrollo personal de sus hijos el tipo de educación que consideren oportuno, y a ser ayudados subsidiariamente por otras instancias, como el Estado, entre otras.



viernes, 17 de febrero de 2023

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (57)

IMPORTANCIA SOCIAL DE LA EDUCACIÓN FAMILIAR


Conviene interrogarse acerca de cuál es el ámbito natural donde el ser humano puede encontrar con más garantías el remedio de las necesidades básicas en su infancia y elaborar así una urdimbre firme, sobre la que crezca una identidad gratificante y sólida. 

Y ahí nos encontraremos siempre con esa específica comunidad humana fundada no sobre simples acuerdos contractuales sino sobre el amor, donde al otro se le acepta solamente porque es. Cuando se menosprecia a la familia y el Estado se pone por encima y por delante, se está profanando a la familia y a la persona que, por naturaleza, la necesita y la exige. 

Nadie tiene derecho a contaminar este ámbito insustituible de personalización, desde dentro o fuera: los padres tienen derecho a tener hijos, a decidir el número y el momento de tenerlos, así como el tipo de educación que habrán de darles. Pero una vez concebidos, son los hijos los que tienen derecho a tener padres en un clima afectivo estable que garantice su pleno desarrollo personal. 

El recién nacido entra en el mundo en un medio dispuesto, incluso genéticamente, a ampararlo de manera entrañable. En ningún otro ambiente hallará la exigida atmósfera de felicidad, amor y comprensión que encuentra mejor en la familia. Y esta, por tener el deber de asumir esa tarea acogedora y educadora, tiene también el derecho prioritario a las condiciones y recursos necesarios para llevarla a cabo adecuadamente, porque los hijos y la tarea misma de la familia son el mayor bien social, del cual la sociedad misma depende.

No es legítimo, pues, llamar familia a cualquier asociación o componenda si ésta no favorece el verdadero proceso de personalización. Ni tendría derecho moral a denominarse familia aquélla que, aun reuniendo los caracteres formales, no reúne condiciones para cumplir su función primordial. 

Y por lo mismo, toda intromisión para mermar o sustituir la responsabilidad de la institución familiar, bien sea con el señuelo de la profesionalidad técnica, con la celada de la socialización y democratización o con cualquier otra, es una profanación que dificultará el crecimiento personal del ser humano. 

Pretender privar al niño de ese primer espacio de calor humano necesario para que configure y consolide su yo en la edad temprana en nombre de cualquier pretensión supuestamente ética o social superior, sería condenarlo a una personalidad débil e insegura que mendigará permanentemente la aceptación de los demás y buscará la dependencia sin poder llegar a ser nunca él mismo. Más aún, el Estado, suprema autoridad social, se creerá con derecho a usar y disponer de las personas, reducidas a una empobrecida condición de ciudadanos. Como decía Hegel: “Sólo en el Estado tiene el hombre existencia racional… El hombre debe cuanto es al Estado y solo en este posee su esencia. Todo el valor que el hombre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado… Podría decirse que el Estado es el fin, y los ciudadanos son sus medios.”

Entonces la persona será masa moldeable y manipulable. Quizás así pueda entenderse el afán de frivolizar y arruinar la interioridad de la familia por parte de unas u otras ideologías: si lo que interesa es poder disponer del individuo, saquémoslo del lugar sagrado; convirtamos lo privado e íntimo en público. El hombre entonces, se sentirá desarraigado y sin vínculos, a merced de los vientos de mercaderes e iluminados. A todo manipulador le estorba la familia.


   (Publicado en el semanario La Verdad el 17 de febrero de 2023)