lunes, 31 de octubre de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (44)

VALORES DE SITUACIÓN Y VALORES DE SENTIDO



Una de las claves de la maduración de la persona es la configuración de una escala de valores correcta, de una serie de prioridades o principios que sirven de referencia a nuestra visión del mundo -cosas, personas, acontecimientos, actuaciones…- y que orientan nuestro propio comportamiento. Y “correcta” quiere decir aquí respetuosa con el orden y valor de la realidad y con la dignidad de las personas.

El ser humano es un ser unitario, pero en él se distinguen varias dimensiones. La unidad de lo diverso es la armonía, el orden; y así, la jerarquía o escala de los valores tiene como referente la jerarquía de la naturaleza constitutiva del hombre, la cual puede apreciarse en las diversas necesidades y potencialidades humanas. Los valores son bienes que satisfacen esas necesidades y potencialidades, y pueden ordenarse -un tanto esquemáticamente- en tres categorías básicas:

1) Valores vitales. Las necesidades biológicas primarias, correspondientes al “fondo vital” del ser humano (Ph. Lersch), son satisfechas mediante la posesión y asimila­ción de determinados bienes, que podemos llamar valores vi­tales. De no ser satisfechas tales necesidades, el ser humano se ve su­mido en la indigencia; pero si lo son, surge un estado de satisfacción, que llamamos deleite, goce o placer, caracterizado por su inmediatez, intensidad y corta duración. Este tipo de valores -y las necesidades que vienen a satisfacer- prevalecen durante los primeros años, cuando el grado de de­pendencia es mayor y la existencia más precaria, aunque se dan obviamente a lo largo de toda la vida.

2) Valores socioafectivos. Otro tipo de necesidades o tendencias, menos inmediatas, son las que corresponden a la vida afectiva. Los bienes que satisfacen estas necesidades -de ser querido, atendido, aceptado, apreciado, acompañado...- son los llamados valores socioafectivos. La privación o insatisfacción en este tipo de necesidades da lugar al sentimiento de so­ledad e inseguridad, al desamparo afectivo; y su satisfacción da lugar a la autoestima, el gozo y la alegría, de menos intensidad que el mero placer o deleite, pero de mayor duración y hondura. Aunque también están presentes durante toda nuestra vida, estos valores socioafectivos adquieren especial protagonismo en la adolescencia, momento en que se descubre la propia intimidad y se aprende a conjugar las relaciones interpersonales con la afirmación de la propia autonomía.           

Los valores vitales y los socioafectivos pueden considerarse como valores de situación o inmanentes, y en ellos prevalece un dinamismo de posesión.

3) Valores de sentido o trascendentes. Existen finalmente otro tipo de necesidades y tendencias que remiten más allá de sí mismo y que se ubican en el plano más noble y más estrictamente personal de la vida humana. Son las tendencias y necesidades transitivas o trascendentes, más netamente espirituales (en sentido general, no solo religioso). Se sitúan en un ámbito de creatividad, de entrega y efusividad. A ellas les co­rresponden los llamados valores de sentido o trascendentes. La ausencia o privación de estos valores manifiesta un estado de vacío existencial, de sinsentido, de intrascendencia personal y desesperanza. A su vez, la adquisición y posesión habitual de dichos valores lleva a un tipo de satisfacción que denominamos plenitud, paz y felicidad, caracterizada, más que por la intensidad del momento, por la profundidad, la serenidad y la fecundidad espiritual, presentando una clara vocación de permanencia. Este tipo de valores son los que caracterizan de modo más propio a una personalidad madura. 


    (Publicado en el semanario La Verdad el 28 de octubre de 2022)

sábado, 29 de octubre de 2022

IDEOLOGÍA / ENFOQUE DE GÉNERO (QUEER)


 

Judith Butler, en su libro El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad (1990), enfatiza que el rol de hombre o de mujer no vendría determinado por la naturaleza biológica constitutiva, sino que es una construcción económica y cultural. El siguiente paso será afirmar que la identidad sexual depende en exclusiva de la autodeterminación de cada individuo. A grandes rasgos, puede afirmarse que en este feminismo el énfasis en la “igualdad” dará paso a la promoción de la “diferencia femenina”, y a la vez a la “inclusión” -en la cultura y en los ámbitos sociales neurálgicos- de todas sus posibles expresiones y modalidades.

La IV Conferencia de la ONU sobre la Mujer, celebrada en Beiging en septiembre de 1995, puede considerarse como el momento en que la ideología o perspectiva de género inicia una fulgurante difusión internacional, especialmente en el ámbito político, de la mano de organismos y agencias internacionales. 

El enfoque de género implica una diversificación de las identidades, que conlleva una importante deriva del feminismo hacia el lesbianismo y al auge del movimiento LGTBI, en confluencia con el movimiento Queer

Tomando pie en los planteamientos de  Judith Butler, la teoría Queer considera que toda identidad sexual es "anómala", incluida obviamente la heterosexualidad, ya que todos los deseos sexuales humanos son igualmente legítimos. Se propone eliminar la categoría de sexo y sustituiría por la identidad de género, más fluida y abierta a la autodeterminación individual.

Con el movimiento Queer ha salido a la luz un supuesto de fondo: al rechazar que haya una naturaleza humana que establezca una nítida diferencia -y referencia mutua- entre masculino y femenino, más allá de lo estrictamente biológico, el deseo y el sentimiento individuales acaban por convertirse en referencia exclusiva de la diversidad humana. 

Así, el transfeminismo -el feminismo profesado por personas de sexo masculino que se sienten mujeres- ha acabado por manifestar que  el sujeto político del feminismo, “las mujeres”, se ha quedado estrecho y resulta excluyente, puesto que debería albergar no solo a las mujeres que lo son desde el punto de vista biológico sino a todas aquellas personas que desean ser consideradas mujeres.

El derecho a la autodeterminación de las personas significaría, por ejemplo, que cualquiera puede cambiar de sexo con solo desearlo, sin contar siquiera con un diagnóstico de transexualidad; bastaría con manifestar un mero deseo, incluso sin condiciones de edad. 

Mientras algunas feministas, en su mayoría jóvenes, aceptaron la teoría queer sin problemas y no tenían reparo en incluir a las mujeres transexuales en sus reivindicaciones (es el llamado transfeminismo o feminismo trans), el feminismo “clásico” empezó a mostrar una incomodidad cada vez mayor, señalando que la mujer es el sujeto político del feminismo, y si ya no hay hombres y mujeres sino “construcciones socioculturales e individuales” variables, el feminismo dejaría de tener sentido. De esta forma, esta suerte de “negacionismo sexual” es vista como una amenaza y vulneración contra los derechos de las mujeres, y pasa a reivindicarse que nacer con sexo femenino o masculino es lo que determina la “posición estructural” de los hombres y las mujeres en el mundo.

Un caso paradigmático es la creación en España de la Alianza contra el Borrado de las Mujeres,integrada por diversos colectivos feministas españoles contrarios a la eliminación de la categoría “sexo” de la legislación, de las estadísticas y del discurso social y cultural. Concretamente ha surgido frente a la presentación por parte del Gobierno de España de la Ley sobre igualdad de las personas LGBTI.[1]

Pero la querella del feminismo ‘tradicional’ con el movimiento queer atañe también a otras batallas antiguas que libran las diferentes corrientes del feminismo; en concreto, la prostitución, la pornografía o los vientres de alquiler. Afirma Rosa Cobo, profesora de Sociología del Género de la Universidad de La Coruña, en declaraciones al diario “El Mundo”: “Hay un conflicto, una fuerte tensión discursiva entre el feminismo y un sector del movimiento LGTBI que se define como feminista y no ve violencia contra la mujer en los vientres de alquiler, la pornografía o la prostitución, porque los interpretan como actos de libertad.”[2] 

“Las consecuencias nefastas de que se vaya imponiendo esta ideología están siendo que el lobby gay se convierta en dominante en todos los campos de la difusión de la ideología feminista e imponga sus objetivos, como son la legalización de los vientres de alquiler, la legalización de la prostitución y convencer a la sociedad de que el deseo de cambiar de sexo expresado por menores es suficiente para que el niño se someta a tratamientos hormonales y quirúrgicos, sin necesitar ningún dictamen médico y psicológico”[3]Si no fuese Lidia Falcón -fundadora del Partido Feminista de España- quien hubiera enunciado estas palabras, daría la impresión de que la reacción esencialista ha vuelto a los escenarios del debate público, reivindicando que la realidad es tozuda.

La contienda está servida, puesto que se considera que “la liberalización del cambio de sexo presenta un impacto negativo sobre las estadísticas que miden las desigualdades entre los sexos, sobre la integridad física de las mujeres presas, sobre los espacios separados por motivos de seguridad para las mujeres, sobre el derecho de las mujeres a la paridad y al deporte equitativo, sobre la investigación sanitaria que contempla las diferencias físicas entre mujeres y hombres.”[4]

La filósofa Victoria Sendón, acreditada representante del feminismo español, llega a escribir, casi con acentos de compunción: “El error original es que un feminismo oficialista y académico ha empleado la palabra ‘género’ para todo: violencia de género, perspectiva de género, leyes de género, experta en género, etc., convirtiendo a la mujer en un concepto vacío”.[5]

La crítica del feminismo alcanza así pues a cuestiones que en el fondo tienen que ver con la antropología. La ideología de género, al pretender negar cualquier atisbo de diferencia sexual entre hombres y mujeres, pasa inevitablemente por suprimir el concepto -la realidad- de mujer.

Con términos que costarían más de un disgusto a un metafísico realista, llega a afirmarse: “No existe el “derecho humano” de los hombres a declararse mujeres. Podemos preguntarnos: ¿ese derecho de autodeterminación solo concierne al sexo o también pueden autodeterminarse la edad, la discapacidad, la nacionalidad, la etnia/raza y el nivel de renta?”[6]

La Alianza contra el Borrado de las Mujeres señala críticamente esta deriva al apreciar que incluso el término “personas transexuales” es sustituido en los textos legales por “el concepto ‘trans’, que incluye a travestis ocasionales…, a personas que afirman ser de “género fluido”, neutro, no binario, hombres que combinan tacones con corbata, hombres que se declaran mujeres sin modificar aspecto alguno, etc.”[7] Con ello se echa de ver la necesidad de una dimensión empírica y bien definida que permita un mismo tratamiento jurídico. “El dimorfismo sexual de la especie humana -se insiste- es un hecho empírico evidente y con consecuencias sociales que no pueden ignorarse.”[8]

Evocando las expresiones de Simone de Beauvoir o del mismo Sartre, puede afirmarse que la mujer y el varón “se hacen”, pero no desde la nada (el “ser para sí”) o el vacío, sino a partir de su naturaleza humana constitutiva, que muestra el orden propio de realización y perfeccionamiento de la persona humana -mujer o varón- mediante el ejercicio de su libertad. 

Hombre y mujer son iguales en naturaleza, dignidad, derechos y deberes fundamentales. Y, al mismo tiempo, cada uno tiene en su singularidad personal la oportunidad de aportar al mundo una contribución genuina. 

Por todo ello, las voces que reclaman en la actualidad -también desde el propio feminismo- una revisión de los planteamientos teóricos y prácticos de la causa a favor de las mujeres parecen necesitadas de reflexión más profunda acerca de lo que es el ser humano y de lo que significa ser mujer y ser varón. Esto debería llevar también a una más adecuada consideración del valor de la maternidad y de la paternidad. Esta podría ser la base de un “nuevo feminismo” -en el fondo un humanismo más cabal- que haga posible el trabajo conjunto de hombres y mujeres a favor de un mundo más plenamente humano. 


Tomado de Andrés JIMÉNEZ ABAD. “La mujer, ¿en busca de una identidad perdida?”. Revista de Pensamiento. FUE, Madrid. N. 34 ( 2021). Págs. 165-194.

 



[1] Cfr. Anteproyecto de ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI(Ver https://contraelborradodelasmujeres.org/wp-content/uploads/2021/04/Análisis_LeyesID.pdf)

[2] “El Mundo”, 03.03.2020. Olga R. Sanmartín: “Las feministas celebran el 8M divididas sobre la prostitución, los ‘vientres de alquiler’ y las teorías ‘queer’.”

[3] Cit. en Sánchez de la Nieta, A. (2020) Sánchez de la Nieta, A.: “El feminismo tradicional contra la ideología ‘queer’.” Aceprensa, 28 abril, 2020.

[4] Cfr. https://contraelborradodelasmujeres.org/analisis-de-los-borradores-de-ley-lgtbi-y-ley-llamada-trans/ https://contraelborradodelasmujeres.org/wp-content/uploads/2021/04/Análisis_LeyesID.pdf

[5] https://tribunafeminista.elplural.com/2019/12/feminismo-y-generismo/

[6] https://contraelborradodelasmujeres.org/wp-content/uploads/2021/04/Análisis_LeyesID.pdf

[7] Ibídem.

[8] Ibíd.

lunes, 24 de octubre de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (43)

EDUCACIÓN EN VALORES, EDUCACIÓN INTEGRAL

 


Venimos insistiendo en la importancia de una educación en valores, que ha de entenderse como formación integral de la persona, como un empeño no improvisado de ayudar a niños y jóvenes para que desarrollen una personalidad madura. En suma, como una educación no solo personalizada sino, sobre todo, personalizadora.

 La madurez personal es fruto del fomento de una creciente unidad interior, acorde con el orden y jerarquía de las capacidades naturales de la persona humana. Se pone de manifiesto en el equilibrio, el conocimiento bien fundado, la responsabilidad, la generosidad, la honestidad, la constancia…, valores humanos todos ellos que resultan del dominio de sí mismo y de un proyecto personal de vida sólido. Estos valores, integrados adecuadamente, vienen a configurar la urdimbre psicológica y moral de una persona y ofrecen el fundamento para la orientación de la propia vida hacia la verdad, el bien y la belleza. Y son por ello, además, la mejor inversión social.

El tipo de educación que proponemos exige una clarificación y un encuentro con valores que contribuyan al desarrollo de una personalidad rica en humanidad. ¿Qué es un valor, en el sentido al que aquí nos referimos? Yendo a lo esencial, podemos describirlo como un bien -algo que contribuye a la mejora del mundo y del propio ser humano- que nos atrae, que incide en nuestra existencia. 

Es, por un lado, algo objetivamente bueno: ideales, criterios de actuación, cualidades presentes en las cosas, virtudes y comportamientos que hacen mejor al ser humano… Pero por otro, también, viene a satisfacer deseos y necesidades de la persona, y por ello nos saca de la indiferencia, nos agrada e ilusiona, lo que implica una peculiar receptividad, una capacidad de asombro, una cierta sensibilidad.

Esto último es más importante de lo que parece. Nos encontramos a veces con personas -jóvenes en particular pero no solo ellos- que se resisten ante costumbres, tradiciones, principios morales: “son cosas de mayores”, “no me dice nada”, “eso está pasado”, “es un rollo”, “es una imposición que va contra mi libertad…”, escuchamos. Muchos padres y educadores en general se angustian -seguramente con razón- por la resistencia de sus hijos y alumnos a aceptar y hacer suyos determinados comportamientos, criterios o creencias.

Y es que cuando un principio moral no consigue dar forma al comportamiento desde el interior de uno mismo, orientando la lógica y las inclinaciones íntimas, tiende a imponerse desde el exterior, limitando y entorpeciendo un desarrollo humano que no es capaz de guiar. Más aún, tiende habitualmente a suscitar una reacción en contra. Sobre todo cuando se han dejado atrás los primeros años de edad, ese principio o norma moral, por buenos y convenientes que sean, pueden percibirse solo como algo impuesto, como una forma de violencia que choca con el propio afán de libertad. 

Por eso es muy importante cuidar desde muy temprano la capacidad receptiva en el proceso de aprendizaje, la capacidad de asombro y de escucha, la sensibilidad, el deseo de aprender, la experiencia de satisfacciones profundas que son fruto del esfuerzo y la constancia…; y no decidir o elegir “porque me gusta o no me gusta”, “tengo ganas o no”, “me apetece o no me apetece”, “lo hacen o no lo hacen los demás”… La educación actual tiende a fomentar la socialización de las generaciones jóvenes, pero ha olvidado a menudo su personalización.

   (Publicado en el semanario La Verdad el 21 de octubre de 2022)

 

 

viernes, 21 de octubre de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (42)

EDUCACION PERSONALIZADORA


 

Ante la mirada nihilista todo está sometido al deseo de los más fuertes. El mundo en el que se van introduciendo niños y jóvenes aparece como un puzzle de infinitas piezas sin congruencia ni sentido, donde no es posible desarrollar una personalidad coherente, consistente y unificada. 

Y es aquí donde se ve la importante contribución que una educación bien concebida y aplicada puede hacer para la reconstrucción de un mundo más humano. 

Pero para ello es preciso reorientar la educación de acuerdo con su verdadera razón de ser: como ayuda a la personalización del ser humano, para que la persona sea cada vez más persona y más completa frente a instancias que pretenden hacerla más productiva, mejor consumidora, más útil al sistema, más sumisa y manejable; en una palabra: manipularla.

Una persona es un ser único e irrepetible de naturaleza racional: es capaz de comprender y decidir libremente según la verdad de las cosas. Es un fin en sí misma y nunca un simple medio; poseedora de dignidad, nunca de precio. Está dotada de identidad propia, de originalidad, intimidad y apertura. Es centro de relación con otros seres. Alguien -y no algo- necesitado de sentido y orientado por lo tanto a la trascendencia.

Una educación personalizadora será la que es capaz de dar sentido a la presencia y acción del ser humano en el mundo, y que pone a la persona -entendida en toda su integridad- como centro, como referente de lectura y de valoración de acontecimientos y de acciones.

El problema profundo de la educación hoy no es un problema de medios y recursos sino de fines; no es un problema de mera transmisión de saberes y utilidades, sino, sobre todo, de aportación de significados, de valores de sentido que hagan justicia a la naturaleza y a la dignidad del ser humano y a su vocación a la trascendencia. 

El verdadero fin de la educación es contribuir a la formación de una personalidad madura, que es el camino verdadero hacia la felicidad posible para el ser humano. Y la felicidad es un estado de gozo que tiene vocación de permanencia; es consecuencia de haber encontrado algo o a alguien que da sentido a la vida. 

Una vida en la que el sentido no se plantea o no se alcanza -una vida malograda- es aquella en la que aparecen el vacío existencial, la sensación de intrascendencia, la desesperación, el narcisismo despersonalizador.

La personalización que da sentido a la tarea de educar tiene lugar mediante el encuentro con los ‘valores de sentido’ y con su cultivo. Puede sonar extraño a determinados oídos este propósito, instalados en la concepción de que la educación debiera ser ante todo una herramienta técnica, socialmente eficiente pero neutra. Pero es que esto mismo es ya una determinada propuesta de valores. Sea cual sea su orientación, todo sistema educativo presenta un referente axiológico último. En él -y lo mismo cabe decir de la familia como ámbito educativo fundamental- se educa no solamente por lo que se enseña, sino también por lo que no se enseña. Por acción o por omisión, todo educador transmite un modo de entender la realidad y al ser humano mismo. 

Por eso, hoy, el ideario y proyecto educativo de los centros escolares no debería ser algo ornamental, sino su piedra de toque ante las familias y ante ellos mismos. 

        (Publicado en el semanario La Verdad el 14 de octubre de 2022)

viernes, 14 de octubre de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (41)

      EDUCAR EN UN MUNDO NIHILISTA



Venimos insistiendo en que lo más decisivo de la educación es disponer de certezas acerca de qué es lo nuclear en el ser humano y de lo que constituye su horizonte de plenitud, porque educar es ayudar a un ser humano a sacar lo mejor de sí mismo para que contribuya responsablemente a mejorar y embellecer el mundo. 

Sin embargo, el nihilismo que se ha instalado en nuestra vida y en nuestra cultura no reconoce el valor de lo real. Según él no hay certezas que nos permitan diferenciar el bien del mal, lo verdadero de lo falso; todo (personas, cosas, acontecimientos, decisiones…) tendría el valor que se le quiera dar. 

Esta mentalidad, que repercute de lleno en nuestro sistema educativo, ha traído consigo un proceso de “envilecimiento axiológico”, cuyas señas de identidad Abilio de Gregorio  sintetiza en tres:

a) Negación de la realidad y de su valor en favor de las apariencias. También llamada “posverdad”. Las cosas solo son lo que yo quiero que sean. Las ideologías se imponen sobre la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza, fundamental para una educación integral de la persona. 

b) Primacía del hacer. El ser de las cosas (y de las personas) deja de ser relevante para dar paso a la acción, al hacer utilitarista, a la razón instrumental. No importa la naturaleza de las cosas y de las personas sino lo que se puede hacer con ellas, lo que interesa a quien dispone de poder. Todo, en consecuencia, es manipulable; no hay nada sagrado, ni siquiera el ser humano como tal. “Eres lo que haces”: selección social sin alma que lleva a descartar a los menos productivos. 

c) Prioridad del deseo, de los impulsos. La satisfacción de los deseos se reivindica como si se tratara de verdaderos derechos, se convierte en justificante de lo políticamente correcto y desplaza todo criterio objetivo diferenciador del bien y del mal.

Pero quizás el rasgo más diferencial del nihilismo dominante sea la banalidad, la superficialidad (prisa, presentismo, apariencias…) El hombre light reacciona a estímulos que le distancian de su centro, de su intimidad. Experimenta un vacío que le conduce a la neurosis, de la que intenta escapar mediante el ruido y el activismo (“los bidones vacíos son los que más ruido hacen”). En ese vacío se avista el alejamiento de Dios ya que el ser humano se ve mutilado de su dimensión trascendente. 

Y entonces, perdida su consistencia y dignidad, la persona tiende a disolverse en modos de vida gaseosa y líquida: menudean las vidas volátiles a merced de los estímulos externos, de las ganas y desganas, del ambiente y de las modas. Vidas carentes de interioridad, esclavas de la imagen, del quedar bien, de la diversión continua, acomodaticias e inestables. Ya no poseen convicciones, solo tienen posturas que cambian según el grado de cansancio o el hastío: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”, decía con agudeza Groucho Marx. 

Se presenta entonces el mundo como un puzzle de infinitas piezas sin significado, vinculación ni sentido, habitado por individuos sin vínculos ni valores firmes, instalados en el pensamiento débil, simplificados, ahogados en la superficie, y a merced de múltiples formas de manipulación. 

     (Publicado en el semanario La Verdad el 7 de octubre de 2022)

jueves, 13 de octubre de 2022

REFLEXIONES EN TORNO A LA FELICIDAD


 


 

El deseo radical del ser humano es encontrar un sentido a su vida, un sentido auténtico, en virtud del cual está dispuesto incluso a sufrir a condición de que ese sufrimiento tenga sentido. Porque la antítesis de la felicidad no es el sufrimiento, sino el vacío, el sinsentido. Sin un sentido, sin trascendencia, la vida humana se viviría en rigor para nada, por lo que todo en la existencia se convertiría en irrelevante y la existencia humana misma en un absurdo, lo cual haría insoportable el vivir. 

La necesidad de hallar el sentido de nuestra vida es en el fondo el ansia de felicidad, motor esencial de nuestra vida. Pero, ¿qué es la felicidad?...

La felicidad es un estado profundo de plenitud y gozo configurado por el conocimiento, por el amor y por la belleza; un estado de gozo y plenitud que nace de la contemplación y posesión del bien, del mayor bien. Aparece como una meta, una satisfacción suprema que todo ser humano aspira a alcanzar en su vida, un estado permanente de deleite, de paz interior, una plenitud de sentido que permite hablar de una vida lograda, de una plenitud de nuestro ser. Josef Pieper la resume en un “descansar y gozar en la contemplación de lo que amamos”.

Hablamos de la presencia o posesión de un bien. Pero esa posesión no es propiamente material, sujeta siempre a limitaciones, altibajos e imprevistos. Hablamos de una forma de “posesión inmaterial”; como la que tiene lugar en el encuentro y afinidad entre dos personas que se quieren, en la satisfacción de haberse superado a uno mismo, de sentirse útil a alguien a quien se estima, de sentirse amado y correspondido en la amistad. Más aún, puede afirmarse con verdad que “hay más gozo en dar que en recibir”; en este caso el bien de la persona agraciada es estimado como de gran valor para nosotros y por eso nos hace felices que las personas que amamos lo sean. 

¿En qué consiste, así pues, la felicidad? Se trata de la contemplación y “posesión” del bien más pleno. Santo Tomás de Aquino la describe como “el bien perfecto que excluye todo mal y llena todos los deseos, el conjunto de cosas que la voluntad es incapaz de no querer”. Boecio, por su parte, la definía como ”el estado en el que todos los bienes se encuentran juntos”.

Queda claro que la felicidad no se puede alcanzar plenamente en esta vida, donde todos los bienes están sujetos al paso del tiempo y su disfrute tiene, entre otros, el límite de la muerte. Pero es muy curioso que ello no impide que sigamos ansiando la felicidad y queriéndola para aquellos a los que amamos. El corazón, el deseo humano más profundo, no se sacia con cualquier cosa y se abre siempre a “algo más”; sigue buscando la felicidad a través de todas sus elecciones. 

Es también un hecho que, de vez en cuando o hasta cierto punto, podemos disfrutar parcialmente de momentos de felicidad, más o menos pasajeros; sin embargo, estos, lejos de saciarnos, nos mueven a seguir ansiando más y más gozo, más y más plenitud, algo bello, bueno y verdadero que no se acabe… Esto ha llevado a pensar que la sed radical de felicidad que nutre el corazón humano apunta a un “más allá” de plenitud, a una realidad infinita que supera ese horizonte clausurado que es la muerte y el paso del tiempo. Y a eso es a lo que se suele llamar Dios.

Más que un fin, un resultado.

Aristóteles, uno de los filósofos que con más lucidez y hondura ha pensado acerca de la felicidad, afirmaba que todas las cosas que hacemos y elegimos están orientadas a un solo objetivo último: lo que queremos en el fondo es alcanzar la felicidad. Y lo mismo viene a decir Dante: “A través de mil ramas se busca el único dulce fruto”. Cuando actuamos para logar recompensas, alegría, fama o riqueza, en realidad lo hacemos porque creemos que de ese modo vamos a ser felices.

Por lo tanto, no buscamos la felicidad para ninguna otra cosa. Ella es en sí misma el fin último, el objetivo que todos los seres humanos tratamos de buscar a lo largo de nuestra vida. En rigor, no se puede responder a la pregunta: “¿por qué queremos ser felices?”. De hecho, más bien, la felicidad es la respuesta a todas las preguntas verdaderamente interesantes.

Ahora bien, es preciso reparar en algo paradójico. Viktor Frankl lo ha advertido con frecuencia: propiamente hablando, la felicidad no es un fin en sentido estricto, sino un resultado. No es lo mismo. Afirma Frankl que cuando se busca la felicidad a toda costa, esta se escapa siempre de manera irremisible y aparece la frustración. Sin embargo, cuando uno se olvida en su intención de ser feliz por encima de todo, cuando uno se olvida de sí mismo y se centra en algo o alguien valioso, de repente, como si fuera un regalo inmerecido, se experimenta el sentimiento de la felicidad. Y recuerda un aforismo de Kierkegaard: “la puerta de la felicidad se abre hacia fuera”.

¿Y el amor?

Esto nos lleva a apreciar lo que acontece en el amor verdadero entre personas. El amor a una persona no puede ser un amor de posesión. Eso es lo propio de quien ama una cosa, una idea…, que son medios; pero no a una persona, que siempre es un fin en sí misma. Un amor posesivo hacia una persona es destructor, vejatorio, asfixiante. Por el contrario, lo que busca el amor de persona es el bien del ser amado; se trata de un amor de benevolencia y de comunión. Para la persona amada se quiere el mayor de los bienes, y el mayor de los bienes de los que se dispone es uno mismo. La forma adecuada de amar a una persona no es la posesión, es la entrega, la gratuidad. Se busca el bien para la persona amada, su plenitud; y por ello su felicidad es lo que nos hace felices, aunque sea incluso al precio del propio sacrificio, del olvido de sí. Por esta razón hay mas gozo en dar que en recibir. Y así, si la persona amada es para nosotros el mayor de los bienes, la felicidad consistirá en la comunión amorosa con ella, que es fruto de la entrega recíproca.

Las cosas caducas, limitadas o pasajeras no nos llenan nunca del todo. “Un ser con facultades superiores necesita más para sentirse feliz. Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho” (J. Stuart Mill) Los bienes inferiores (salud física, placer…), sólo si se poseen según el orden propio de la naturaleza humana y de sus facultades, contribuyen a aumentar la felicidad. 

Aunque también se ha dicho, con gran agudeza, que la felicidad, más que en tener lo que queremos, consiste muchas veces en aprender a querer, a amar, lo que tenemos:

 

“-Los hombres de tu tierra -dijo el principito- cultivan cinco mil rosas en un jardín y no encuentran lo que buscan.

-No lo encuentran nunca -le respondí. 

-Y sin embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en una sola rosa o en un poco de agua...

-Sin duda, respondí. Y el principito añadió:

-Pero los ojos son ciegos. Hay que buscar con el corazón.”

 

A. Saint-Exupèry. El principito, capXXI.

 

Aprender a querer lo que se tiene

 

Seguramente viene a cuento recordar una conocida narración de León Tolstoi: “La camisa del hombre feliz”.

 “En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar famoso por la prosperidad de su reino pero que enfermó gravemente de tristeza y melancolía. Se reunió junto a su lecho a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de mejorar, el estado del zar empeoraba más y más. Le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas extrañas traídas en caravanas de lejanos países. 
Le aplicaron cremas y bálsamos con los ingredientes más insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado estaba que prometió la mitad de lo que poseía a quien fuera capaz de curarle. 


El anuncio se propagó rápidamente, pues las riquezas del monarca eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes del mundo para intentar devolver la salud al zar. Pero todos fracasaron en sus intentos. 
Sin embargo fue un viejo poeta de la corte quien aseguró: 


—Creo que conozco el remedio, la única medicina para vuestro mal, señor. Sólo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad. 


La conmoción fue general y muchos protestaron por la ocurrencia. Pero nadie tenía un remedio mejor, y así, a la vista del agravamiento sufrido por el zar, partieron emisarios hacia todos los confines de la tierra. 


Sin embargo, ocurrió que encontrar a un hombre feliz no resultaba tarea fácil: aquel que tenía fama se quejaba de su falta de salud, quien tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía, carecía de amor, y quien lo tenía se quejaba de los hijos, del mal tiempo o de lo que fuera... Todos los entrevistados coincidían en que algo les faltaba para ser totalmente felices aunque nunca se ponían de acuerdo en aquello que les faltaba. Por satisfechos que debieran 
sentirse, y no careciendo de nada que los demás envidiaran, se sentían descontentos e infortunados. 

Finalmente, una noche, un mensajero llegó al palacio. Habían encontrado al hombre tan intensamente buscado. Se trataba de un humilde campesino que vivía en la zona más árida del reino. 

Los soldados del zar habían acertado a pasar casualmente junto a una pequeña choza. A través de las ventanas sin cristales se veía a un hombre que, tras un día de duro trabajo y rodeado por su numerosa familia, descansaba sentado junto a la lumbre de la chimenea y exclamaba satisfecho: 

—¡Qué bella es la vida, hijos! No puedo pedir nada más. ¡Qué feliz soy! 

Al enterarse en palacio de que, por fin, habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría. En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos para celebrar la inminente recuperación del zar. El primer ministro ordenó inmediatamente: 

—Traed rápidamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrecedle a cambio lo que pida! 

Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su rey, mas, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías: 

—¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista el zar!, vociferó el ministro. 

—Señor -contestaron apenados los mensajeros-, el hombre feliz es tan pobre... que no tiene camisa.” 

***

Muchos han meditado sobre esta historia, llena de ironía y tan sorprendente. Aunque quizás no lo sea tanto, porque la experiencia confirma que al corazón humano no le satisface plenamente la abundancia de cosas pues, como suele decirse, “todos queremos más”, y no está claro dónde está el límite, y menos aún en una sociedad altamente consumista como la nuestra. 

Quizás el afán de poseer o la envidia han cegado a muchos hombres y mujeres, impidiéndoles comprender que la verdadera felicidad posiblemente no consiste en llegar a tener lo que se quiere, sino, más bien, en aprender a querer lo que se tiene, como ya dijimos. En el fondo, una cosa parece clara: tiene más quien menos necesita. Ese es el secreto del hombre feliz de esta historia que cuenta León Tolstoi: “Sé apreciar lo que tengo y no deseo demasiado lo que no tengo”. 

Todos queremos y aspiramos a ser felices, ciertamente; es una necesidad vital de todo ser humano. Pero parece que el cumplimiento de esta aspiración no se encuentra en los estilos de vida o en los modelos sociales basados en el mero bienestar material, en la codicia o en el egoísmo, sino en la satisfacción de los deseos más hondos del corazón, y estos tienen que ver más con amar y ser amado. 

                                                                                                        

                                                                          Andrés Jiménez Abad.

domingo, 9 de octubre de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (40)

EDUCACIÓN Y FELICIDAD


Quién diría que Dante nos ofrece pautas que pueden ser vividas en nuestro tiempo. En el fondo, después de siete siglos, sigue siendo de lo más actual: exige la travesía a través del pecado y de la muerte hacia esa alegría más elevada y plena que llamamos felicidad.

Dante también afirma que hemos recibido la vida para darla, pero que ese don exige una esperanza que vaya más allá de este mundo y que atraviese su oscuridad. “Perdido en una selva oscura…” es como empieza La divina comedia. La angustia, como una sed despiadada, nos aprieta la garganta en algunos momentos difíciles; pero, es el signo, viene a decir el poeta florentino, de que estamos hechos para la alegría, para la vida. 

Si no estuviéramos hechos para la fuente, nuestra sed no sería tan acuciante. Necesitamos una esperanza que atraviese la oscuridad, una vida que sea más fuerte que la muerte, una certeza acerca de lo que merece más la pena, que permanezca y sea fecunda, que nos impulse hacia lo mejor de nosotros mismos, que ofrezca una revelación en medio de la oscuridad que a menudo nos rodea.

De manera creciente, nuestros alumnos llegan a clase contagiados por la pandemia del nihilismo y no se les ofrece más que una visión del hombre que oscila entre el mono evolucionado y el consumidor de espectáculos, que no busca otra redención que la de la técnica, el culto al planeta y la disolución en el todo cósmico, y frente a la angustia de una vida a la que no ve ningún sentido sólo dispone del sedante de una diversión frenética y adictiva. Pero la diversión, como ya observaba Pascal, “nos impide pensar en nosotros mismos, nos entretiene y nos hace llegar insensiblemente a la muerte”.

Nuestras clases pretenden ser trampolines para la empresa y talleres de una servil ciudadanía, pero corren el riesgo de convertirse en plantaciones de desesperanza. “Queremos que nuestros alumnos sean felices”, nos dicen. Pero en general son clases que no tienen nada que decir ante la muerte, que no tienen nada mejor que ofrecer frente a la amargura nihilista. 

El pensador francés Fabrice Hadjadj, ante la pregunta “¿qué educación puede conducirnos a la felicidad?”, afirma: “la pregunta por la felicidad produce tanto miedo que inmediatamente hacemos un esfuerzo por reducirla a la cuestión del bienestar.” Y así, concluye, la hacemos insignificante, la convertimos en un mero estado subjetivo y abstracto, en algo inofensivo que comienza con la ataraxia -nada de estresarse, por favor, nada merece tanto la pena realmente y el amor no existe-, continua con la anestesia -evitemos el dolor y la frustración como sea- y acaba con la eutanasia. Y fin.

Pero el caso es que la pregunta por la felicidad subsiste en lo íntimo del ser humano y la propia vida sirve como “prueba del algodón”, porque no vale cualquier respuesta. La felicidad es verdadera si colma lo específico del ser humano, “y no, como dice también Hadjadj, lo que tiene en común con el cerdo”.

Una educación que mira realmente hacia la felicidad es la que se toma en serio la dimensión personal del ser humano, a quien solo puede colmar una vida basada en la verdad y en el amor. Por cierto, eso Dante también lo vio.

     (Publicado en el semanario La Verdad el 30 de septiembre de 2022)

 

miércoles, 5 de octubre de 2022

"POR MAL CAMINO": FEMINISMO EN REVISIÓN.

“POR MAL CAMINO”: FEMINISMO EN REVISIÓN

Andrés Jiménez Abad*

 


1.- E. Badinter: el feminismo radical en revisión.

A mediados del siglo pasado, como es sabido, Simone de Beauvoir formuló la pregunta “¿qué es una mujer?”, y respondió que “no se nace mujer sino que se llega a serlo”, insistiendo en que ese “hacerse” carece de modelo. Sorprende que el feminismo radical cayera en la paradoja de adoptar en sus reivindicaciones el arquetipo del homo faber forjado por la Modernidad, lo que hizo que hubiera de enfrentarse a las contradicciones y problemas de una sociedad basada esencialmente en criterios de productividad y de eficiencia, profundamente desorientada acerca de lo que es importante en la vida y en la cual la competencia con el varón se hace notablemente difícil para las mujeres. 

De hecho, el discurso feminista se ha diversificado notablemente a partir de los años sesenta: En un primer momento, escribe Elisabeth Badinter, “la imagen de la mujer tradicional se esfumaba para dejar paso a otra, más viril, más fuerte, casi dueña de sí misma y hasta del universo… Después de milenios de una tiranía más o menos suave que la condenaba a tareas subalternas, la mujer se convertía en la heroína de una película en la que el hombre interpretaba una papel secundario.” (Badinter, E., 2004, 16).

Con anterioridad, en su libro XY, la identidad masculina, de 1992, denunciaba ya que “para asemejarse a los varones, las mujeres se han visto obligadas a negar su esencia femenina (sic) y a ser un pálido calco de sus amos. Perdiendo su identidad, viven en la peor de las alienaciones y procuran, sin saberlo, la última victoria al imperialismo masculino”. (Badinter, E., 1993, 186)

Badinter, discípula de Simone de Beauvoir, destacada activista y estudiosa del movimiento feminista, sorprendió aún más con su libro Por mal caminoeditado en 2003, en el que critica la dirección seguida desde los años ochenta por el movimiento feminista. Denuncia que "el feminismo radical" había dejado de defender el valor universal de la igualdad en la diferencia entre los sexos para lanzarse, enarbolando un victimismo a ultranza, a una lucha sin cuartel contra el sexo masculino y a favor de una discriminación positiva hacia las mujeres, por una parte, y por otra derivó hacia un individualismo anárquico -la "indiferenciación de las identidades", "el relativismo secular como principio político... que abre la vía a todas las excepciones"-, conducente al caos.

El feminismo radical, en su intento de acabar con el secular sometimiento de la mujer al varón, generó la denuncia y demonización del sexo masculino, como reconoce críticamente Badinter recordando posturas como las de A. Dworkin y C. MacKinnon, para quienes el hombre es de suyo “predador y violador” y “la violación es el paradigma de la heterosexualidad”. Badinter sostiene con firmeza que pensar que “sólo los hombres son celosos, maleducados y tiránicos es un absurdo que es urgente disipar… Hay que renunciar a una visión angélica de las mujeres que incluye la demonización de los hombres.” (Badinter, E., 2004, 96) 

Además de tratarse de una generalización a todas luces injusta, Badinter advierte de que se acaba reproduciendo el dualismo determinista contra el que se empezó luchando. El antagonismo dialéctico “opresores-oprimidas”, afirma, “acaba ofreciendo un retrato de una humanidad cortada en dos poco realista. Por una parte, las víctimas de la opresión masculina, y por la otra, los verdugos todopoderosos. Para luchar contra esta situación, las voces feministas, cada vez más numerosas, atacan la sexualidad humana como raíz del mal. Con ello, dibujan los contornos de una sexualidad femenina en contradicción con la evolución de las costumbres y recuperan la definición de una ‘naturaleza femenina’ que se creía olvidada.” (Ibíd., 97)

Badinter sostiene que la mejora de la condición de las mujeres solo es posible “mediante una conquista de la igualdad que no haga peligrar sus relaciones con los hombres.” Y recuerda la aseveración de Margaret Mead: “Cuando un sexo sufre, el otro sufre también” (Ibíd.,149-150). Haciendo uso de un sentido práctico encomiable, viene a concluir: “Aumentar el número de guarderías y ofrecer mejores cuidados a los niños a domicilio harán más por ésta [la igualdad de los sexos] que todos los discursos sobre la paridad. E igualmente el permiso por paternidad, que da a entender simbólicamente que la conciliación entre vida privada y pública no atañe sólo a la mujer.” (Ibíd., 176-7)

De hecho, sobre todo en la década de los ochenta, algunas destacadas impulsoras de la emancipación femenina, como Betty Friedan, Alexandra Bochetti, Susan Brownmiller, Carol Gilligan, Germaine Greer, Michèle Fitoussi, Cristiane Collange o Antonietta Macciochi, entre otras, ante el menosprecio de lo genuinamente femenino generado por el economicismo exacerbado y la pretensión del feminismo de competir en esa contienda cuyas reglas de juego establecieron los varones, empiezan a reclamar enérgicamente una valoración adecuada de la feminidad, de la maternidad, de la corresponsabilidad e, incluso, una sensata vuelta al hogar. 

Escribe así, por ejemplo, Cristiane Collange: “Quiero volver al hogar no necesariamente todo el tiempo. Quiero volver al hogar con mayor frecuencia, mucho más tiempo, con libertad. Quiero volver al hogar porque allí se sitúa mi sitio de amarre, mi centro de gravedad. El enchufe de amor donde cargo mis baterías de energía. No quiero pasar mi vida yendo y viniendo a otros sitios para buscar mi identidad. No acepto morir a lo largo de los años de aburrimiento doméstico ni de fatiga profesional. No creo ni en el trabajo liberador ni en el sacrificio femenino incondicional. Quiero todo a la vez. Estoy harta de ser una mujer cortada en dos”. (Collange, C., citada en Figueras, J., 2002, 36)

Es muy notable el caso de Betty Friedan, cuya obra La mística de la feminidad (1963) es uno de los textos básicos del feminismo. Friedan fundó y presidió el movimiento NOW, pero ya en 1981 escribe La segunda etapa, donde defiende abiertamente la colaboración con los hombres en la tarea de “comprender el lugar” de ambos sexos. Su rechazo no se dirigirá ya a la “mística femenina” de la vinculación al hogar, sino a la “mística feminista”, que define como una ideología que asignó la imitación del modelo masculino a las mujeres, soslayando su necesidad de intimidad, y reclamará también la dedicación a la familia como esencial para las mujeres. Siendo ya abuela de ocho nietos y basándose en su experiencia personal, escribe La fuente de la edad, en 1993, que abunda en los anteriores argumentos. (Cfr. Solé, G., 1995, 101-103) 

La feminista australiana Germaine Greer, en Sex and Destinity (1984), se posiciona contra la mentalidad antinatalista por ser contraria a las aspiraciones de muchas mujeres, a la vez que denuncia la presión ejercida para lograr una independencia sexual que no libera a la mujer sino que, al contrario, la subordina aún más al varón. Alessandra Bocchetti, por su parte, afirmará que “la maternidad enseña a las mujeres a no separar razón y corazón.” (Bocchetti, A., 1985, 70) 

Jean Bethde Elshtain, a partir de 1981, presentará un nuevo feminismo preocupado por la vida y por la atención a los hijos. En la obra Public Man, Private Woman, denuncia la propuesta del anterior feminismo de la incorporación de la mujer a la sociedad mercantil, reclamando que no se descuide el genuino mundo de la mujer, basado en la preocupación por los demás, que no es una alienación sino la base de una ética de responsabilidad social frente a la lucha por el poder en la que los perjudicados son siempre los más vulnerables. Una sociedad ha de proteger a los más débiles, lo cual no es menos valioso que la actividad productiva sino precisamente lo que la hace viable. Propone terminar con las disyuntivas excluyentes que trajo consigo la mentalidad moderna: servir o realizarse, público o privado, trabajo o familia. Recuerda que estas tareas de servicio no son privativas de la mujer sino que son también responsabilidad del varón. (Cfr. Elshtain, J.B., 1981) 

Una de las mejores conocedoras del movimiento feminista, Karen Offen, recrimina a este su individualismo, y propone recuperar la dimensión relacional de la vida, el valor de la diversidad y la complementariedad y la importancia de la dimensión social. (Cfr. Offen, K., 1991, 135)

 

2.- Gilligan y Noddings: La “ética del cuidado”.

Merece también una especial mención, por su repercusión posterior, la “Ética del cuidado”, defendida por Carol Gilligan frente a lo que llama la “Ética de la justicia”. Gilligan, profesora de Estudios de género(Gender Studies) en la universidad de Harvard, publicó In a Different Voice (1982) a propósito de las reflexiones de L. Kohlberg sobre el razonamiento moral. 

Kohlberg sostenía que los varones basan su razonamiento en la jerarquía universal de principios y normas, mientras que las mujeres contextualizan las situaciones y conductas, atienden a las relaciones personales, a los detalles de la situación… Ello las ubicaría en un rango inferior al de los varones en el proceso del desarrollo moral.

Pero para Gilligan, la “ética de la justicia”, propia de una sociedad occidental masculinizada, fue creada para resolver los conflictos mediante la fuerza y la lucha por el poder. Valora el respeto a los derechos formales, la “justicia” y la universalidad desatendiendo las particularidades. Prima en ella la legalidad sobre la legitimidad. Se basa en una “responsabilidad ante la ley”.

La ética del cuidado, por su parte, es más propia de las mujeres, según Gilligan, y juzga atendiendo a lo concreto, a la situación, a las circunstancias personales. Está basada en la “responsabilidad hacia los demás”. Los seres humanos dependemos unos de otros, y por ello lo importante no son “las formas” sino el fondo de las cuestiones. 

Gilligan había ayudado al propio Kohlberg en algunas de sus investigaciones, pero no puede aceptar que las mujeres sean menos maduras moralmente que los varones. Simplemente, afirma, hablan “con una voz diferente”, dan importancia a los vínculos, valoran el “cuidado” por encima del cumplimiento abstracto de las normas. 

La ética del cuidado sugiere una cierta predisposición de las mujeres a la gratuidad y la solidaridad, a lo humano concreto. Pone en jaque el contractualismo del “tanto me das, tanto te doy”. Frente a la lógica pragmática del interés y de una equidad matemática, más propia del varón, reclama la puesta en valor de una lógica más próxima al don, al servicio, que mira más bien a lo que necesita cada uno. 

Hay en las reflexiones de Carol Gilligan una crítica de fondo al racionalismo y a la voluntad de poder como claves para concebir y organizar la convivencia. Aunque algunos han intentando aproximar la propuesta de Gilligan al colectivismo y al estatalismo, es preciso advertir que la responsabilidad, la preocupación y el cuidado verdaderos son propios de las personas, no de las estructuras. Con palabras precisas y verdaderas afirmaba el papa Benedicto XVI: “El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido necesita: una entrañable atención personal.” (Deus caritas est, n. 28)

Tampoco parece aceptable una lectura de la ética del cuidado que lleve a suponer que el derecho a decidir sobre la vida y el destino de las personas atendidas (no nacidas, disminuidas, enfermas, etc.) queda reservado a las personas que las cuidan, dado que el verdadero “cuidado” solo puede estar basado en el reconocimiento de la dignidad de la persona necesitada de ayuda. 

De hecho, la ética del cuidado ha recibido por parte de la filósofa de la educación Nel Noddings un tratamiento más equilibrado, basado en el reconocimiento de la dignidad de todas las personas y de sus necesidades, así como en la tendencia natural a la ayuda hacia los semejantes y el compromiso con el entorno.

Debe garantizarse a todas las personas el acceso en equidad tanto al dar como al recibir cuidado. Si el cuidado es considerado como una práctica y un deber de una sola parte de la población -generalmente las mujeres- lo normal será que se prive a la otra parte -generalmente a los hombres- de la posibilidad de desarrollar las capacidades, virtudes y competencias que comprenden la ética del cuidado para unos y la ética de la justicia para otras. 

Es cierto que los varones tienen y tendrán mucho que aprender de la sensibilidad de las mujeres hacia lo humano en cuanto tal, de su privilegiada aptitud para intuir el valor y la circunstancia que configura lo concreto, pero no sería justo asignar una exclusiva “vocación al cuidado” a las mujeres. Los ejemplos de tantos varones dedicados a una admirable atención a los menesterosos a lo largo de los tiempos desmentiría tal pretensión.

Es también muy claro que todas estas reflexiones surgidas en el seno mismo del feminismo radical de los años ochenta aportan razones incuestionables acerca de que la escisión entre vida privada y vida pública es estructuralmente injusta además de ineficiente, como también lo es la presunta superioridad de una vida cifrada en la eficiencia, la productividad y una racionalidad instrumental respecto de aquella dimensión que valora por encima de todo a la persona. Muy al contrario, sin un adecuado fundamento en esta última, una sociedad de la eficiencia al margen de consideraciones morales objetivas camina, por utilizar los términos empleados por C.S. Lewis, hacia “la abolición de lo humano”. 

 

 

Tomado de Andrés JIMÉNEZ ABAD. “La mujer, ¿en busca de una identidad perdida?”. Revista de Pensamiento. FUE, Madrid. N. 34 ( 2021). Págs. 165-194.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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