Por Abilio de Gregorio
Son muchos los centros escolares que, ante el período de nuevas matriculaciones, hacen pública su oferta poniendo de relieve su culto a la excelencia educativa. Sin embargo, tal como están las actuales vigencias de pensamiento, exhibir la escarapela de la excelencia supone levantar en ciertos ambientes sospechas de elitismo, de competitividad, de insensibilidad social, de servilismo capitalista y otras lindezas.
Se hace uso inconsciente de ese resentimiento moral de la zorra de la fábula de Esopo ante las uvas: ”¡están verdes!”. Es este el mismo empeño deconstructor y el mismo mecanismo reduccionista que ya denunciaba A. Finkielkraut en “La derrota del pensamiento” al poner de relieve el imperio del relativismo que reduce la cultura a folklore.
Efectivamente, si entendemos la cultura como cultivo del espíritu, tal como la define la modernidad, habrá que aceptar que hay cultivos más elaborados que otros y habrá sujetos, individuos o colectividades, más cultivados que otros y habrá sujetos que, lejos de ocuparse del cultivo del espíritu, se han preocupado sólo de dar respuestas a las pulsiones más primarias y elementales de la naturaleza humana. Claro, la concepción clásica de cultura podría determinar la consideración de unas culturas como superiores a otras en función de las facultades humanas cultivadas en cada caso, y ello favorecer un colonialismo o imperialismo cultural. Para evitar el riesgo, lo más eficaz era acudir a la relativización del concepto. Cultura se definió entonces como el conjunto de todas las formas, o los patrones, explícitos o implícitos, a través de los cuales se expresa una determinada colectividad. Se termina asimilando el concepto de cultura al de costumbre o al de vigencia social en una determinada colectividad[1] y, en consecuencia, todas las culturas son igual de valiosas. Estaría, en consecuencia, en el mismo rango cualitativo cultural tirar la cabra desde el campanario con motivo de la fiesta del pueblo, que el concierto de Año nuevo de Viena. “Un par de botas equivale a Shakespeare”, como censura Finkielkraut.
Lejos queda este vaciamiento posmoderno de la vieja formulación del aquel ideal griego de educación como “areté” o excelencia, entendido como esfuerzo por abrazar lo específicamente humano en su totalidad, como soberanía del espíritu, la máxima excelencia denominada “kalokagatía” (lo perfectamente bello y bueno) en el pensamiento pedagógico de la Grecia clásica tal como nos lo describe en su ya clásico tratado “Paideia” W. Jaeger. Es precisamente esa soberanía del espíritu la marca diferencial de la “aristeia”, de los mejores, de la excelencia, vinculada en el pensamiento griego al cultivo de la virtud.
Resulta, por lo tanto, de un grosero reduccionismo definir la calidad y la excelencia de un centro educativo por la capacidad de responder a las demandas y a las expectativas de sus clientes, tal como se establece tanto en modelos de estimación de calidad ISO, como EFQM, como en el Malcom Baldrige, de aplaudida circulación en los últimos años por los establecimientos educativos con aspiraciones de reconocimiento de excelencia.
Cuando planteamos, pues, la excelencia como valor, por lo tanto como objetivo educativo, estamos haciendo referencia no sólo a la presencia de lo que es bueno, sino a la presencia de lo mejor; a la búsqueda y logro de la perfección. Hablamos, pues, de la calidad en grado o nivel superior, de la superior calidad o bondad que hace digno de aprecio y estimación a lo que caracterizamos como “excelente”.
Y, puesto que la educación es un proceso perfectivo, determinaríamos la excelencia educativa por el mayor “valor añadido” a la personalidad, el aumento de las competencias y capacidades de un sujeto para afrontar la tarea de llevar a término (perfeccionar) su condición radical de persona en toda su integridad.
Es así como la idea de excelencia remite a la idea de perfección, en el sentido raíz del “per-facio”, -llevar a término sin interrupción- y, por lo tanto, a la idea de acabado y de totalidad. La excelencia, pues, se opone al conformismo, a la “chapuza” de las cosas a medias y de cualquier manera, a la condescendiente actitud por la cual se busca adaptar el medio al educando en vez de dotarlo de instrumentos para que sea él quien se adapte al medio y lo transforme si es necesario.
Esa educación blanda y barata de mínimos, de bisutería y baratija, de simples indicios, de grosera espontaneidad en la expresión y en el trato puede ser la causa de la cultura de quiosco, del zapping intelectual, del pensamiento anémico y de las conductas amorfas que caracterizan a muchos de nuestros contemporáneos. Frente a ello se sitúa la pedagogía del “magis”[2] tan presente en el pensamiento ignaciano de los Ejercicios Espirituales: No es suficiente con lo bueno; es preciso empeñarse en lo mejor. Más de lo normal; más de lo acostumbrado. “¿Qué más puedo hacer para en todo amar y servir?”, podría ser también el lema de toda excelencia educativa.
Es la pedagogía de llegar siempre hasta el final, hasta la última gota de mis posibilidades, del trabajo bien hecho, del “no cansarse nunca de estar empezando siempre”, como decía Tomás Morales.
[1] .- Resulta estridente y no es fácil acostumbrarse a expresiones de uso frecuente en los medios de comunicación como “la cultura del botellón”, “cultura hiperconsumista”, “cultura del altruismo indoloro”, “cultura del pelotazo”, etc.
[2] .- Obsérvese la ironía: el “magis” está en la raíz semántica de “magíster”, maestro, mientras que en la raíz de “minister”, ministro, está la partícula adverbial “minus”.
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