miércoles, 28 de diciembre de 2011

VERDAD Y LIBERTAD: ORWELL LO VIO MUY BIEN

 El anuncio es viejo, el mensaje es muy actual

VERDAD Y LIBERTAD

¿Cuál es la mayor de las amenazas contra la libertad humana? En un intento de responder a esta cuestión, hemos de observar primero que si la plenitud de la libertad consiste en elegir el bien, suscitarlo, promoverlo, compartirlo..., lo primero, lo más determinante, es acertar con el verdadero bien. Es preciso distinguirlo de lo que lo enmascara, lo niega, lo finge o lo destruye. Y eso nos trae al viejo y decisivo problema de la relación entre la verdad y la libertad.

Georges Bernanos comparaba este asunto con ciertas formas de anemia profunda que terminaban por matar a los prisioneros de los campos de concentración nazis, meses después de liberados y a pesar de todos los cuidados. En su libro Libertad, ¿para qué?, el autor francés trae a colación aquel fenómeno para hablar de ciertas formas de “anemia espiritual”, como las llama, que aniquilan y asfixian la libertad en su misma raíz bajo la presión de sutiles y contundentes formas de totalitarismo. Para él la mayor amenaza contra la libertad no está en la opresión directa por parte del poder, sino en la indiferencia, en que no se llegue a estimar la libertad –con su coeficiente de riesgo y de esfuerzo- y se prefiera, por ejemplo, la comodidad, el lujo, el dinero o la tranquilidad.

El síntoma más generalizado de esta anemia espiritual es, apunta Bernanos, la indiferencia ante la verdad y la mentira. Y el instrumento que ha generalizado a su juicio esta indiferencia fundamental es, dice, la propaganda: el control de los medios de información, el poder inmenso de la persuasión publicitaria, el imperio absoluto de la opinión.     

Podemos ciertamente meditar en el enorme alcance de estos recursos mediáticos del poder económico o del político, manejados por intenciones sin rostro. Pero Bernanos apunta más bien a otra vertiente, más radical, del problema: la renuncia a los grandes compromisos, y en concreto al compromiso con la verdad.

Y es que antes y más en el fondo que en la libertad de expresión, es preciso reparar en otra libertad más real, la libertad misma de pensar, de pensar verdaderamente. La pasión por la verdad va unida a la pasión por la libertad. Una libertad que no se apoye en la verdad de las cosas y en la verdadera dignidad del ser humano se convierte en una libertad fingida, virtual, es decir engañosa y falsa. Ernesto Renan solía decir con sarcasmo que en el siglo XVIII había libertad de pensamiento, pero se pensó tan poco que resultó innecesaria.

Hoy en día puede comprobarse que la “megapublicidad” persuade, de hecho, de cuanto quiere,  y que cuanto propone es aceptado más o menos pasivamente de modo general. Es una manifestación clara del fenómeno social y moral de la masificación.

Pero la indiferencia ante la verdad que se da en el seno de este fenómeno, oculta un hondo cansancio, incluso -tomando una expresión del propio Bernanos- una especie de “asco por la facultad de juzgar”. Esta última no puede ejercerse sin cierto compromiso interior, porque quien juzga desde la verdad se compromete. Pero el hombre moderno, según sostiene el mismo autor, ya no se compromete porque no tiene nada que comprometer; es como un motor al que ciertamente no falta ninguna pieza, pero que no se alimenta porque no hay gasolina en el depósito. Y quien se inclina lo mismo a lo verdadero que a lo falso, concluye, está maduro para caer en cualquier tiranía.

Renunciar a una libertad arraigada responsablemente en la verdad, más que un sacrificio es una costumbre que simplifica la vida terriblemente. El mayor enemigo de la libertad es el que llevamos en nosotros mismos. Algo en el ser humano quiere la libertad, pero algo en él la rechaza o siente su ejercicio como algo difícil, demasiado cargado de responsabilidades, algo que la aborrece, que se cansa. Es más fácil ser esclavo que libre, y es más fácil también luchar por la libertad que vivir en ella, porque hay que apuntalarla en la verdad y darle un sentido, un para qué consistente. Y desde ese momento nos vemos vinculados, obligados, comprometidos. Por eso es más simple dejarse llevar.

No puede extrañar por eso que los asesinos de los regímenes totalitarios se reclutasen entre hombres así, hombres grises, simplificados. En casos análogos, es el Poder, o el partido, la moda o la mayoría, como el Gran Hermano de Orwell, quien decide las injusticias que deben indignar y las que deben dejar indiferente, lo que ha de tolerarse y lo que no. Este imperio de la opinión, en el que la verdad depende de quien la diga y del modo en que lo hace, crea un tipo de ciudadano perfectamente dúctil a toda forma de totalitarismo.

En 1984, George Orwell se plantea con fiereza la posibilidad de que la verdad fuera una decisión de los fuertes, del sistema. ¿Quién, por consiguiente, podría negar que dos y dos fueran cinco si así lo establecía un poder por encima del cual no hay nada? ¿Quién puede defender en ese caso a sus víctimas?:

“Se preguntó... si no estaría loco. Quizás un loco era sólo una “minoría de uno”. Hubo una época en que fue señal de locura creer que la tierra giraba en torno al sol: ahora era locura  creer que el pasado era inalterable... Pero la idea de ser un  loco no le afectaba mucho. Lo  que le horrorizaba era la posibilidad de estar equivocado.
            (...) Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y habría que creerlo. Era inevitable que llegara algún día al dos y dos son cinco. La lógica de su posición lo exigía. Su filosofía negaba no sólo la validez de la experiencia, sino que existiera la realidad externa. La mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino que pudieran tener razón. Porque, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son efectivamente cuatro? O que la fuerza de la gravedad existe. O que el pasado no puede ser alterado. ¿Y si el pasado y el mundo exterior sólo existen en nuestra mente y, siendo la mente controlable, también pueden controlarse el pasado y lo que llamamos la realidad?
            ¡No, no!, a Winston le volvía el valor (...) Había que defender lo evidente. El mundo sólido existe y sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua moja, los objetos faltos de apoyo caen en dirección al centro de la Tierra...
Con la sensación (...) de que anotaba un importante axioma, escribió:
La libertad es poder decir libremente que dos  y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados.”

 (G. ORWELL, 1984. Parte 1ª, VII)

La verdad es peligrosa para el poder absoluto y totalitario, para los enemigos de la libertad. La verdad descalifica el voluntarismo nihilista de los superhombres. Pero la libertad verdadera no es una simple liberación de ataduras, sino una resuelta voluntad de vivir para difundir el bien y la justicia. En el fondo, el relativista, el burgués o el pasota tal vez no sean mejores tipos que el superhombre.

“LA LIBERTAD ES PODER DECIR QUE DOS MÁS DOS SON CUATRO” 

            “ -Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha pasado? –exclamó Winston olvidando de nuevo el martirizador eléctrico-. Es un acto involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!
            O’Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.
            -Al contrario –dijo por fin-, eres tú el que no la ha controlado y por eso estás aquí. Te han traído porque te han faltado humildad y autodisciplina. No has querido realizar el acto de sumisión que es el precio de la cordura. Has preferido ser un loco, una minoría de uno solo. Convéncete, Winston; solamente el espíritu disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio. No en la mente individual, que puede cometer errores y que, en todo  caso, perece pronto. Sólo la mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Este es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo.
Después de una pausa de unos momentos, prosiguió:
-¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: “la libertad es poder decir que dos más dos son cuatro?”.
            -Sí –dijo Winston.
            O’Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar extendió los otros cuatro.
            -¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?
            -Cuatro.
            -¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco? Entonces, ¿cuántos hay?
-Cuatro.
La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco. A Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque apretaba los dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O’Brien lo contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y el dolor, aunque no desapareció del todo, se alivió bastante.
            -¿Cuántos dedos, Winston?
-Cuatro.
La aguja subió a sesenta.
            -¿Cuántos dedos, Winston?
            -¡¡Cuatro!! ¡¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!
            La aguja debía de marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo y pesado y los cuatro dedos ocupaban por completo su visión. Los dedos, ante sus ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y vibrantes, pero seguían siendo cuatro, sin duda alguna.
            -¿Cuántos dedos, Winston?
-¡¡Cuatro!! ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!
-No Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?
-¡¡Cuatro!! ¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero termina de una vez. Para este dolor (...)
Tardas mucho en aprender, Winston –dijo O’Brien con suavidad.
-No puedo evitarlo –balbuceó Winston-. ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los cierro? Dos y dos son cuatro.
-Algunas veces sí, Winston; pero otras son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil recobrar la razón.” 

(GEORGE ORWELL: 1984. Parte 3ª, II)


Mujer a punto de ser lapidada de acuerdo con la ley islámica

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