SABER MANDAR CON ENTEREZA (y III)
Calma, energía y entereza en el ejercicio de la autoridad al educar, venimos diciendo. La entereza implica serenidad, un dominio de las propias emociones para pensar y decidir con tranquilidad, sin perder el norte.
La firmeza puede exigir en ocasiones renunciar al placer de sentirse amado. El educador debe amar, indispensablemente; pero nunca mendigar el cariño de los niños o jóvenes. Hace falta entereza para soportar con serenidad posibles vacíos afectivos de parte del educando -porque a nadie le agrada demasiado que le corrijan, admitámoslo-, e incluso el rencor momentáneo que se suscita en ellos al corregirles o denegarles alguna cosa. Pero a la larga el niño terminará admirando la rectitud del educador que supo hacer lo que debía con abnegación, respeto y paciencia. Acabará reconociendo que este no buscaba ser alabado o incluso correspondido, sino el crecimiento y superación personal del educando; su bien, en definitiva.
Es necesario procurar ponerse en el lugar del hijo o alumno para intentar comprender cómo se siente y lo que de verdad necesita. “¿Cómo me hubiera sentado a mí si me dicen esto así?...” Ello nos ayudará a buscar una forma más “humana” y prudente en el trato, aunque no por ello, necesariamente, más “blanda”.
Seguro que algunas veces meteremos la pata, por exceso o por defecto. No dejemos de pedir perdón si hemos hecho daño al corregir o al ordenar (o al no hacerlo), y procuremos dejar claro el criterio e intentarlo de nuevo una y otra vez. No se pierde con ello autoridad; al contrario, quedará bien claro que no actuamos por quedar bien nosotros, o por imponernos, sino porque buscamos el bien, lo justo, lo más conveniente.
Importante: es verdad que el educador ha de cultivar determinadas actitudes y valores humanos para dar ejemplo. No puede decir una cosa o pedirla a los demás si luego él mismo no la hace vida propia. Pero no hay que esperar a “ser perfecto” para orientar y exigir educando. Primero, porque nunca llegaremos a la perfección, y si esperamos a ser excelentes en aquello que pedimos o exigimos a otros, acabaremos por no mandar nada debido a nuestros fallos o limitaciones. Pensaremos, por ejemplo, que no debemos pedir a nuestros hijos o alumnos que sean ordenados si nosotros no conseguimos serlo. Pero no se trata de ser perfectos, sino de no cansarse nunca de luchar por llegar a serlo, de no rendirse aspirando a mejorar en nuestros defectos y limitaciones (el desorden en este caso). Si ellos nos ven intentarlo una y otra vez, aunque nos cueste, entenderán que el orden es algo importante.
El educador sólo podrá esperar de los niños y los jóvenes lo que a diario se esfuerza por conquistar sobre sí mismo. No porque haya triunfado sobre sus defectos, sino porque no se cansa de luchar para vencerlos. Ese no rendirse es ya el mejor ejemplo. Se trata de una “lucha” consigo mismo, de intentar superarse. Es el arte de volver a empezar, de no cansarse nuca de estar empezando siempre, sin perder el buen humor y la paciencia.
Además, estas limitaciones propias, reconocidas pero combatidas, pueden ser un privilegiado medio para comprender y acompañar y a los hijos o alumnos en sus reticencias, dificultades o cansancios. Se trata de “luchar” junto a ellos. No tanto de ser “admirable” cuanto, sobre todo, de ser imitable.
(Publicado en el semanario La Verdad el 17 de noviembre de 2023)
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