lunes, 28 de octubre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (118)

LAS ARTES DEL BUEN MAESTRO (I)

 



No hay educación posible sin maestros verdaderos, personas dotadas de autoridad moral (“auctoritas”, capacidad de dar auge, de ayudar al crecimiento) que con su modo de vivir y de tratar enseñan a crecer en humanidad. Esa autoridad se expresa en un cierto prestigio que emana de la confianza que inspiran. Y esta, a su vez, brota de una disposición de servicio cualificado que se realiza a través a) de su saber y b) de su actitud.

En su interna tensión por sacar de sus educandos “su mejor yo”, el maestro ha de aspirar a una serie de metas personales hacia las que dirigir continuamente su trabajo. No son cualidades o requisitos previos ya logrados, condiciones sine qua non para dedicarse a la tarea de educar; son más bien aspiraciones a las que no deja de tender día a día, disposiciones o artes que se adquieren e incrementan a través del propio quehacer.

a) Empecemos por el ámbito del saber.

1.- Lo primero es saber a dónde hay que ir: tener una idea clara de lo que significa la educación de las personas; conocimiento fundado de la finalidad de su quehacer. Esto implica una visión profunda y verdadera del ser humano y de lo que le ayuda a mejorar y madurar como persona.

2.- Saber -gusto y dominio a la vez- acerca de su ámbito de conocimiento, vivirlo con entusiasmo para entusiasmar a través de él. Ello implica curiosidad intelectual, lleva a querer saber más y mejor, a la actualización permanente, a relacionar la materia o ámbito con los aconteceres de cada día, con otros saberes próximos, a suscitar preguntas y retos. Saber relacionar con el entorno esos saberes es hacer ver a los alumnos por qué es interesante conocerlos, qué repercusiones tienen a nuestro alrededor, en nuestra vida y en la de los demás; en definitiva, es hacer pertinentes esos saberes

A veces damos demasiadas respuestas a preguntas que no se han planteado previamente, respuestas que no son pertinentes; son respuestas impertinentes, irrelevantes y absurdas para los alumnos –un “rollo” o un “peñazo”, en terminología estudiantil–. 

3.- Saber cómo es el alumno, y a dónde puede llegar. Lo que conlleva un acercamiento personal a su situación, actitudes, posibilidades y limitaciones. Saber escuchar y percibir su disposición.

4.- Saber cómo y cuándo se puede y se debe intervenir. Prudencia y tacto para aprovechar ocasiones propicias, para esperar el momento más oportuno y solventar las situaciones imprevistas. Decía Montessori que el educador lo observa todo, pero corrige poco y a su debido tiempo.

5.- Conocer ciertas destrezas y habilidades pedagógicas: conocimiento de las características propias de la edad de los alumnos, algunas técnicas (dinámicas de grupo, de intermediación, etc.); pero teniendo en cuenta que “no existen enfermedades, sino enfermos” y, por lo tanto, que los conocimientos generales solo son válidos en la medida en que se encarnan en el caso particular. 

Solo entonces, cuando se dominan y aplican estos conocimientos y habilidades, tiene sentido la didáctica de la asignatura. Existe el peligro de sobrevalorar este aspecto, de priorizar los métodos según modas y tendencias, a veces de modo acrítico. No son los métodos los que hacen bueno al maestro, es el maestro quien hace buenos los métodos.

     (Publicado en el semanario La Verdad el 25 de octubre de 2024)

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