sábado, 21 de enero de 2012

EDUCACIÓN PARA UN TIEMPO DE CRISIS (y VI)

5. El maestro y el desaliento
        Llamamos aquí "maestro" al educador sin adjetivos, a quien se esfuerza por transmitir de su propia vida y experiencia para ayudar a otros a crecer en humanidad. De un modo un poco especial, pero no exclusivo, a los docentes. 
          Un verdadero maestro, o maestra, enseña a vivir con independencia del área de conocimiento que cultive. Nunca se plantea la antítesis entre "educar" e "instruir": educa siempre a través de lo que enseña, y con su modo de enseñar. 
        Pues bien, a menudo se tiene la impresión de que se espera del educador que resuelva casi todos los problemas del tejido social, supliendo carencias familiares, sociales y políticas. Paradójicamente, la valoración social de la profesión docente parece haber bajado de forma notable, habiendo perdido en buena medida su tradicional estimación. 
        La autoestima del maestro o la maestra no está ni mucho menos garantizada: no es de extrañar que las limitaciones y actitudes personales de los alumnos, la influencia de un entorno disolvente, una posible falta de entendimiento y colaboración entre los educadores, las propias limitaciones y contratiempos, la falta de correspondencia y de resultados palpables..., hagan caer en ocasiones a no pocos maestros, humanos al fin, en el desaliento.
            Estamos ante la piedra de toque de la vocación docente y del compromiso educativo. Saint-Exupéry, en su libro ya citado, El principito, narra una elocuente experiencia de desaliento cuando el pequeño protagonista tropieza con un jardín rebosante de rosas, tan bellas o más que la que en otro tiempo llenó su vida: “Me creía rico con una flor única y no poseo más que una rosa ordinaria... Realmente no soy un gran príncipe.” 
         Sin embargo, su amistoso encuentro con el zorro –ah, he aquí un 'maestro'...- le revela que haber dedicado su atención y su vida a una flor no ha sido en balde, y convierte a ésta en única e irrepetible. 
                Por eso, el principito se dirigirá luego a la multitud de las rosas diciendo: “-Sois bellas, pero estáis vacías. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que ella es la rosa a quien he regado. Puesto que ella es la rosa a quien puse bajo un globo... Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o alabarse, o aun, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa.”
            Buena parte del secreto de esta forma de ver las cosas reside en aprender a mirar con otros ojos, con los ojos del corazón. Viendo en cada alumno una persona única, importante, insustituible... iY a amar, por así decir, "con un amor más grande que nuestro amor", ya que al fin y al cabo somos instrumentos y portadores de un bien que es más grande que nosotros. Un maestro no "se enseña" a sí mismo; él, o ella, sólo es el instrumento, el medio a través del cual el saber se hace vida y motivación. 
         El secreto, en fin, está en aspirar a convertir la propia vida en un don: nuestra preparación, nuestra actitud, nuestro tiempo... “El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante... Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa.” (El principito, cap. XXI).


            
          El cansancio de la voluntad -en este orden de la vida y en todos en general- no se presenta porque surjan los obstáculos, sino porque éstos ocultan la meta a nuestra mirada, y porque nuestras mejores disposiciones tienen también su límite. Sí, somos limitados… El educador debe partir de la aceptación de que no lo puede todo. Pero también de la certeza de que lo poco que consiga habrá merecido siempre la pena.
          Entonces es preciso recordar y reavivar el sentido de lo que estamos haciendo, mantener viva la conciencia de lo que se persigue y el valor de lo que se hace, aunque a unos ojos ajenos les parezca irrelevante. Siempre nos queda el recurso a la fe en todo ese bien que quisimos sembrar y repartir, y aquel bien que otros nos hicieron generosamente.
Es también entonces cuando se aprecia el apoyo de esos compañeros que comparten las mismas inquietudes y experiencias de alegría y de cansancio, y que, en lugar de acumular sus lamentos a los nuestros, conteniendo tal vez su propia necesidad de consuelo, nos recuerdan la humilde pero gran maravilla: el tesoro que encierra nuestra misión de maestros. Nuestros compañeros profesores, esos que no se cansan, o si se cansan lo disimulan y siempre tienen una sonrisa de complicidad en los labios para nosotros, son uno de los mejores privilegios de los que uno puede disfrutar. Por la misma razón, hemos de ser conscientes de que otros esperan también que nosotros seamos el hombro en el que pueden desahogarse, la mano que les contagia firmeza y confianza, la sonrisa de complicidad que renueva la ilusión oscurecida.
            Porque el verdadero maestro que acumula años de esfuerzo y dedicación sabe por experiencia propia dónde reside el “ethos” de su profesión de educador: en que “todo lo que no se da, se pierde”. Y por eso, no nos es lícito encerrarnos en la queja, el victimismo o la amargura. 
          Porque, como alguien dijo, de la abundancia del corazón habla la boca. Porque, con el simple modo de estar delante de nuestros alumnos, les estamos diciendo: "el mundo es así".

Me permito un sincero y humilde homenaje a D. Santiago Arellano, 
todo un maestro... y amigo verdadero.

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