sábado, 1 de diciembre de 2012

LA SOCIABILIDAD, DIMENSIÓN DE LA NATURALEZA HUMANA


LA SOCIABILIDAD ES UNA DIMENSIÓN CONSTITUTIVA DE LA NATURALEZA HUMANA

   Se ha dicho que el hogar es un sitio al que siempre se puede volver. La experiencia de saberse en la propia casa, de contar con un refugio donde cesa el miedo y alguien espera, ofrece una sensación honda, una convicción cierta de que no se está solo en el mundo, de que se es importante para alguien, de que uno ciertamente existe.

            Cuando un ser humano se encuentra a la intemperie, no sólo en el sentido físico, sino aún más en el sentido afectivo y personal, tiende a buscar un cobijo, un lugar de abrigo, protección y seguridad. Añora o se procura un espacio físico o un ámbito de afecto personal donde pueda “estar”, donde pueda ver arropada la desnudez de su indefensión. El vestido, la vivienda o morada y la amistad, constituyen en este sentido una prolongación de la propia piel, un medio connatural destinado a mantener o avivar el calor de la propia corporalidad, o el de la propia identidad y conciencia de sí mismo, aún más necesario que el del cuerpo.



La vivienda, morada humana

            Martin Heidegger, entre otros, ha llamado la atención sobre el carácter protector de la vivienda humana: habitar una casa, vivir en la propia morada o ser acogido en la del amigo, significa “sentirse protegido sobre la tierra; su estancia en la tierra la siente el hombre seguro, amparada, protegida”.

Pero la casa no es una mera protección contra el frío o las inclemencias del entorno físico; de hecho, está presente lo mismo en los medios cálidos en que habita en hombre, resultando una manifestación específicamente humana. La protección, más que del espacio cubierto o acotado, nace de la compañía, de la creación de un ámbito de convivencia, de intimidad compartida: El hombre, observa J. Choza, construye casas porque necesita proyectar espacialmente su intimidad: mi casa es mi intimidad, un lugar íntimo, y cuando invito a un amigo a mi casa, le invito a estar íntimamente en mi compañía. En esto se diferencia precisamente la vivienda humana de la madriguera o el nido.

       La morada humana se muestra así como manifestación y expresión de la propia identidad, de la vida que se está dispuesto a compartir con personas especialmente cercanas a las que se le brinda una predilección: la de compartir estrechamente la propia vida.

La intimidad no excluye la relación interpersonal, sino que la reclama. De este modo el cuidar y decorar la casa, hacerla original y acogedora, tiene el mismo sentido que cuidar el propio aspecto exterior y cultivarse interiormente para brindar lo mejor y más logrado de uno mismo. La vivienda humana puede ser también un signo de ostentación personal, un modo de manifestar a los otros lo que se es o se aparenta ser.

La maternidad, vínculo radical

            Hasta qué punto es connatural la convivencia  para el ser humano lo manifiesta la primera y más radical experiencia en el inicio de la vida, el sentirse rodeado y acogido por la maternidad. La urdimbre afectiva (J. Rof Carballo) creada entre el recién nacido y su madre constituye la primera y más decisiva experiencia de acogida en la vida del ser humano, supone encontrarse siendo centro inequívoco de atención concreta y, en cuanto al mérito, gratuita. La falta de amparo maternal, del encuentro humano primigenio, constituye por ello la mayor de las miserias.

            La acogida y protección de la que el ser humano es objeto en el amanecer de su vida marca el inicio de su crecimiento, la afirmación incipiente de su personalidad. La indefensión del hijo es reparada por el afecto, el alimento, el calor y la atención de la madre. Esta radical relación que entrelaza sangre y afecto manifiesta, por una parte, la originaria receptividad y dependencia del ser humano y, a la vez, una aportación reparadora y plenificante que estriba en la donación de sí brindada por la madre a su hijo recién nacido.

            El hombre nace biológicamente prematuro, y el primer hecho diferencial humano es la familia –morada y maternidad-, un reducido ámbito de convivencia humana que sale al encuentro de la innata precariedad del hombre y busca el enriquecimiento humano de sus miembros mediante la distribución de tareas y el cuidado mutuo.




La sociabilidad no es opcional

La sociedad no es algo que sobrevenga al hombre de un modo externo y opcional, como algo conveniente pero de lo que pudiera prescindir. Lo social es una vertiente esencial de la persona fundada en su apertura constitutiva, necesitada de dar y de recibir. La radical inclinación a dar y recibir entablando relación con otros seres humanos es lo que define a la sociabilidad.

Se manifiesta así que vivir, para el ser humano, es convivir, compartir la vida teniendo que contar de alguna forma con otras personas. De ningún modo la vida social es fruto de un pacto social ajeno a la naturaleza constitutiva del ser humano.

Porque el ser humano es persona -alguien dotado de una identidad inequívoca, que se desarrolla como intimidad y se abre a una vida compartida- el desarrollo de su naturaleza es dialógico, cooperativo, social. No es de ningún modo un “mero hacerse” sin referencias. Y no todo en la vida social es igualmente digno. No es genuinamente humano vivir como me dé la gana y buscar sólo la satisfacción de mis deseos. Sólo es bueno lo que ayuda al ser humano al desarrollo de lo que constituye su naturaleza, su humanidad. Sólo es bueno lo que me hace mejor persona. El bien común está muy por encima del mero interés general. A.J.


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