lunes, 31 de diciembre de 2018


EL SECRETO DE CHESTERTON

"Hay algo que da esplendor a cuanto existe, 
y es la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina." (GKC)




Gilbert K. Chesterton es una de las figuras más tonificantes de la literatura contemporánea. Maestro de la paradoja, fino observador, optimista implacable, amante de las certezas y bondades que ofrece la vida, infatigable polemista de afilada y mordaz pluma, inquieto periodista, pensador profundo cuya sabiduría desborda a raudales a través de su genial sentido del humor y de un portentoso sentido común.  
Como ha escrito André Maurois: 
 “En un mundo al revés, donde los revolucionarios se sacrifican a sí mismos y a sus semejantes en el altar del Estado, donde los filósofos sacrifican la razón en nombre de sus obsesiones deterministas, la ortodoxia cristiana de Chesterton protege la risa, la curiosidad, el cuerpo, la alegría de los sentidos, la capacidad de pensar, la posibilidad de lo absolutamente nuevo, la rebelión de los pobres y la libertad de actuar.” 
Un escritor marxista, Santiago Alba, se ha declarado ferviente chestertoniano, lo cual le honra desde luego. Y confiesa que en gran medida ello se debe a que "Chesterton amaba las cosas. Las cosas,dice, son fortificaciones contra la indiferencia." Y así, por ejemplo, nuestro escritor desconfiaba de su gran antagonista contemporáneo, George Bernard Shaw  -al que respetaba y consideró como un gran amigo a pesar de todo-, no tanto por sus discrepancias políticas o filosóficas como por sus costumbres alimenticias, pues en su pretensión de pureza vital Shaw militaba contra quienes comían carne y bebían vino. Chesterton proclamaba, frente a estos "espirituales que se aman a sí mismos y no tienen humor para las cosas", que él se honraba en defender la institución de la chuleta, la cerveza y el buen vino.
      La afirmación chestertoniana de la cerveza y el rechazo de los abstemios militantes era en realidad parte de su sistema, incluía a la vez una economía, una estética, una antropología y una política, es decir, en el fondo, una teología. ¿Y cuál era esta teología? La teología de Chesterton tenía que ver con su "estupor agradecido" ante el amarillo de una flor: "Me pregunto yo qué encarnaciones o purgatorio prenatal debía de haber vivido para haber merecido la recompensa de contemplar un diente de león". Era un asombrado admirador del orden y la naturaleza de las cosas.




Su concepción de la vida tenía mucho que ver con el amor a la vida real, a la libertad que sostiene los vínculos y se afirma en ellos: "Nunca pude concebir una utopía que no me dejase la libertad que más estimo: la de obligarme." Y añadía con paradójica ironía: "Lo peor de la anarquía, no es que impide toda disciplina o fidelidad, sino que imposibilita todo capricho." La barrica de ron, de vino o de cerveza, así como el buen queso o el color de una flor del campo, son para Chesterton el centro de una telaraña fantástica de placeres normales y compromisos concretos. Forman parte de la bendición fundante de las cosas creadas, del gozo y la maravilla de lo que existe: "Hay algo que da esplendor a cuanto existe, y es la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina."
Y es que el secreto de Chesterton era la alegría (cristiana, por supuesto). La alegría de la existencia. Se trataba de un católico feliz de serlo en medio de un ambiente de ideas hostil, al cual, no obstante, amaba a la vez que lo combatía. 
Parece haber escrito para su tiempo, pero aún más para el nuestro. En sus alegatos brilla cada vez con más luz un talante profético. Convertido a la fe católica ya en plena madurez intelectual, tras un apasionante proceso de búsqueda, se preocupó de desenmascarar ese falso atractivo que el paganismo tiene para nuestros contemporáneos. Estaba convencido de que el cristianismo vivido con autenticidad vence de antemano a cualquier paganismo por la alegría.
Su respuesta es que la dicha humana, las alegrías más intensas y el disfrute más pleno de la belleza y los bienes de esta tierra sólo son posibles de verdad para quien mira confiado el horizonte de la eternidad. La alegría cristiana puede ser plena porque está respaldada por una fe en el porvenir que no es ciega, sino que encuentra en la razón una aliada.
Este era el “gigantesco secreto” de Chesterton: Detrás de nuestras vidas hay un abismo de luz, más espléndido e insondable que cualquier abismo de oscuridad; y es el abismo de la realidad, de la existencia, del hecho de que las cosas en verdad existen y son lo que son, y de que nosotros mismos somos milagrosamente reales. Es el hecho simple, fundamental y gozoso de ser... gracias al Creador. 
Y es que un Universo sin Creador sería como "una inmensa inundación de agua saliendo de ningún sitio". Chesterton advierte la enorme falta de lógica que supone "rechazar a un Dios que hace las cosas de la nada, y en cambio creer que de la nada han salido todas las cosas".

Como afirma Stephen Hawking, hay una pregunta radical quenunca podrá ser contestada por la ciencia: "¿Por qué el Universo se ha tomado la molestia de existir?". El Big bang, desde luego, no responde a esa cuestión. Chesterton, que mira el mundo desde la admiración permanente, expresará esa contingencia radical con palabras sencillas e insuperables: "Hasta que comprendamos que las cosas podrían no ser, no podremos comprender lo que significa que las cosas son". 
 Si tenemos derecho a investigar quién pintó las cuevas de Altamira y pulió las flechas de sílex, tenemos el mismo derecho a preguntarnos quién ha diseñado el Universo. Un diseño que, cualquiera que sea su significado, es bello, y debemos agradecerlo con humildad y modestia, tomando borgoña y buena cerveza, sin abusar.
Gilbert Keith Chesterton es una bocanada de aire fresco y de generosa alegría cristiana en un mundo invadido por las viruelas de la negrura. Enamorado de la dignidad humana, divertidamente peligroso para los intelectuales de su tiempo enfermos de relativismo, materialismo, agnosticismo..., de pesimismo en fin. 
Como otro Agustín, atravesó él mismo y superó las espesuras del agnosticismo materialista en su juventud: “Tuve un fuerte impulso interior para rebelarme contra aquello, para alejar de mí aquella pesadilla: incluso la mera existencia reducida a sus límites más primarios era lo suficientemente extraordinaria como para ser estimulante.” 
La vida y la obra de GKC son un argumento poco discutible de que para cualquier hombre la adhesión a Cristo no es una pérdida, sino el mayor enriquecimiento de su misma humanidad. Es comprensible que para Chesterton lo natural fuera ser católico.  A.J.



miércoles, 26 de diciembre de 2018


EL TEMPLO EN LA CIUDAD

Antonio Gaudí fue arquitecto, diseñador, creador... Fue, además y por encima de todo, un cristiano de fe entera -esto es un dato, no una opinión-, en especial tras su dedicación al templo expiatorio de la Sagrada Familia. A partir de ese momento su vida, su trabajo y su creatividad no se comprenden sin la fe. Sintió sobre sí, como una exigencia imperiosa y bella, la responsabilidad de despertar miradas de trascendencia que se elevaran desde la agitación de la ciudad, desde el corazón mismo de las cosas y acontecimientos que forman parte del escenario y del argumento de la vida diaria. 

Participó de una intuición sobresaliente: no habrá sociedad, verdadera comunidad estable de personas acordes en lo que aman (según la definición agustiniana), si en ella no hay Templo.
La nuestra es una época de medios magníficos, pero de metas confusas. Justamente el Templo es el ámbito al cual acudimos para recuperar la finalidad última y el sentido profundo de las cosas; esa finalidad que en un ámbito cultural postmoderno parece haberse perdido, y en el que todo parece ser sólo un objeto maleable por voluntades de poder en conflicto, un conjunto de medios más o menos útiles para determinados fines establecidos en función de una voluntad de poder que, en última instancia, pretende ocupar el lugar de Dios.
            Medios extraordinarios, pero carentes de sentido porque se ha perdido de vista el fin... Y es que cuando un medio pierde su referencia al fin, deja de ser medioy pierde su sentido. “Está ahí” y eso es todo, carece realmente de justificación; en rigor, no vale nada. “Los templos son puentes para llegar a la Gloria”, escribió Gaudí. Un puente es puente porque hace posible llegar a alguna parte.


Un agnóstico como Antoine de Saint-Exupéry, en su libro póstumo e inacabado Ciudadela, insiste con acento poético en esta idea: 
“No rehúso la escalera de las conquistas que permite al hombre subir más alto. Pero no confundo el medio con el fin, la escalera y el templo. Es urgenteque una escalera permita el acceso al templo, si no, éste permanecerá desierto. Pero solamente el templo esimportante. Es urgente que el hombre subsista y halle alrededor los medios para crecer. Pero esto sólo es la escalera que conduce al hombre. El alma que le construiré será basílica pues ella sola será importante (...) Y por esto os digo: Si construís el templo inútil, dado que no sirve para cocinar, ni para reposar, ni para la asamblea de los notables, ni para las reservas de agua, sino simplemente para el engrandecimiento del corazón del hombre...; si construís un templo donde el dolor de las úlceras se transforma en cántico y ofrenda, donde la amenaza de la muerte se transforma en puerto entrevisto con aguas por fin tranquilas, ¿creeríais haber malgastado vuestros esfuerzos?”.
El templo es el alma de la ciudad. Una ciudad sin templo es una ciudad muerta. Gaudí lo sabía. Sabía que desde el corazón de la ciudad es necesario elevar la acción del hombre y la mujer hacia un horizonte de sentido. Es esencial convertir las úlceras y las heridas en cántico y en ofrenda. Es preciso el templo, nave que nos hace mirar al otro lado del horizonte de la vida mortal.


La Sagrada Familia es una llamada, una ascensión, una mirada trascendente, integradora y lúcida acerca de las cosas y del propio ser humano, una mirada capaz de distinguir los meros valores de situación -lo urgente- de los verdaderos valores de sentido -lo verdaderamente importante-; que muestre que nuestros pasos por la ciudad son un camino hacia una meta más alta. 
La arquitectura, cuando es verdadera configuración de espacios habitables, cuando se corona en el templo como guía hacia lo alto indicando cuál es el sentido de nuestra vida; cuando la ciudad, a través del templo, se convierte en alabanza, ya laboriosa ya festiva, se convierte en creación. Y hace de las piedras y materiales, de las formas bellas y de la luz, expresión, palabra y huella de Quien los hizo existir.
Gaudí concibió las fachadas de su Templo como retablos que hablan al que pasa y vive en la ciudad del misterio del Dios encarnado y cercano: del Dios que nace hombre, que asume nuestra condición transeúnte; del Dios que padece y muere, para dar al sufrimiento y la muerte un sentido de entrega y redención; y del Dios que resucita triunfante, y con su gloria manifiesta que el triunfo definitivo es de Dios y para todos los hombres.
Muchos de nuestros compañeros, amigos o familiares seguramente no pisarán jamás un templo, pero pueden tener el templo de nuestra compañía. A nosotros nos toca, no solamente convertir en alabanza nuestro trabajo cotidiano, sino también sacar de él todo su coeficiente de humanidad, todo su potencial natural. Sólo de este modo saldrá a la luz su pleno sentido y sólo así podrá hacer más habitable el mundo. La piedra se convierte en alabanza cuando el escultor saber trabajarla, pero permanece muda a causa de su indolencia.

El Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago de Compostela, o el templo expiatorio de la Sagrada Familia de Barcelona, no solamente son obras de piedad: son obras de ciencia, de arquitectura, de ingeniería, de matemáticas, de sensibilidad ante la hermosura, son trabajo humano bien realizado. 
Sabiduría. Verdadera ciencia, hermosa y eficaz arquitectura: aquellos hombres que, por amor de Dios, cultivaron el dibujo, la ingeniería, la talla o la arquitectura, que convirtieron su tiempo y su sudor en deber cumplido, han dado a las piedras un significado que está más allá de lo evidente a simple vista. Han convertido la piedra y con ella toda la creación en alabanza y gozo. Como diría también Saint-Exupéry, han descubierto y expresan ese valor esencial presente en las cosas creadas y que es “invisible a los ojos”. (El principito, cap. XXI)     A.J.
  



















[1]SAINT-EXUPÉRY, A. Ciudadela.Barcelona, 1997, págs. 77-79.
[2]SAINT-EXUPÉRY, A. El principito, cap. XXI.