viernes, 23 de diciembre de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (50)

EDUCACIÓN Y SOCIABILIDAD HUMANA



La naturaleza humana, tal como se muestra en el niño desde su concepción y a diferencia de las demás especies animales, presenta una inicial y apremiante indigencia, un cúmulo de necesidades que es preciso satisfacer y una serie de capacidades extraordinarias que es necesario ayudar a cultivar. La educación es lo más esencial en este proceso de ayuda a la maduración de las personas.

El desarrollo de la personalidad encuentra su ámbito y motor necesario en la relación interpersonal. Pero su protagonismo ha de ir asumiéndolo según su capacidad el propio ser humano que se educa. Este no debe ser sustituido en el proceso de su formación salvo en los primeros años, por las razones indicadas.

Para todo ser humano vivir es convivir y la familia es el primer ámbito de socialización. La sociabilidad -la radical inclinación a dar y recibir entablando relación con otros seres humanos- es una vertiente esencial -aunque no la única- de la persona. El ser humano necesita comunicarse, poner su ser en común, dar y recibir, aportar y compartir. La interdependencia nos hace sentirnos responsables, y en el desarrollo de esta responsabilidad estriba el proceso de maduración.   

Mientras no esté en condiciones de ejercer con pleno conocimiento y responsabilidad el protagonismo de su vida, un niño o joven ha de ser auxiliado en el conocimiento del mundo y de sí mismo, y en la toma de decisiones, e incluso, como ya se ha dicho, ha de ser suplido temporalmente en los primeros años de su vida. 

Ser padre o madre no consiste sólo en engendrar, sino en educar, en capacitar al hijo para que llegue a valerse por sí mismo con vistas al bien mediante el desarrollo de sus potencialidades naturales y personales. Al dar la vida a sus hijos, los padres adquieren el deber de mantenerlos y ayudarlos a madurar. Por ello tienen también el derecho de guiarles en su trayectoria educativa mientras llegan a valerse por sí mismo de forma responsable. 

La auténtica socialización no implica una absorción de la persona y de sus responsabilidades por parte de la colectividad y del Estado, sino una intensificación de las relaciones personales, libremente asumidas, que debe conducir necesariamente a un mayor grado de personalización. Y personalizar es precisamente la tarea de la educación: introducir al ser humano en la realidad: ayudarle a acceder a lo real, por un lado, y a desarrollar la realidad que es él mismo, por otro, dentro de un sentido unitario, integrador y potenciador. Ayudarle a ser y a cultivar lo mejor de la persona que es.

A pesar de ciertas pretensiones totalitarias hoy en boga, el Estado no es ni la fuente de donde surge el ser humano ni la instancia última para definir su personalidad. Por consiguiente no tiene autoridad para determinar los elementos y fines que configuran su pleno desarrollo. 

La persona es más que un simple elemento de la sociedad y del Estado. Cada persona sigue siendo significativa, conserva un rostro identificable en los ámbitos de convivencia de los que forma parte. La masificación y el anonimato, la despersonalización, la dependencia permanente y la disolución de la responsabilidad personal en el entramado de las relaciones sociales y económicas no pueden ser la finalidad de la educación, por más que se empeñen ciertas leyes.


  (Publicado en el semanario LA VERDAD el 23 de diciembre de 2022)

domingo, 18 de diciembre de 2022

NATURALEZA, CULTURA Y TEORÍA 'QUEER'


Pretendemos con estas reflexiones mostrar la adecuada articulación entre naturaleza y cultura en relación con el planteamiento “trans” propio de la teoría o ideología “Queer”.  

 


1. La articulación entre naturaleza y cultura.

Evocando las expresiones de Simone de Beauvoir o del mismo Sartre, puede afirmarse que la mujer y el varón “nacen” y también “se hacen”, pero no se hacen desde la nada o desde el vacío, sino, precisamente, a partir de su naturaleza, de su modo constitutivo de ser. 

Nunca dejamos de ser humanos, ni siquiera cuando nuestro comportamiento no sea consecuente con nuestra dignidad. Hablamos de comportamientos inhumanos, precisamente, porque no están “a la altura” de nuestro ser. A veces nos comportamos “como borregos”, o “como cerdos”, o como unos “burros”… pero no lo somos, seguimos siendo humanos (y por eso no está bien comportarnos de forma “inhumana”…) 

La cultura es propiamente el cultivo de lo específicamente humano, de la naturaleza humana. La cultura debe desarrollarse desde la naturaleza, debe aceptar los condicionantes naturales. De lo contrario deja de ser propiamente cultura y se convierte en perversión, por ser antinatural.

La naturaleza humana (que incluye el cuerpo -y por lo tanto lo biológico- y el alma en unidad sustancial), es la estructura constitutiva que nos viene dada desde el inicio; pero no debe entenderse como un arquetipo determinista que establece pautas fijas de comportamiento a las personas, sino como el cauce de la excelencia posible que es capaz de lograr cada ser humano, hombre o mujer, cuando ejerce su libertad de acuerdo con el orden de perfeccionamiento que le es propio en cuanto humano. Para ello, por otra parte, es necesaria la ayuda de otros, ya que además el ser humano es sociable por naturaleza.

Nuestra naturaleza humana es un don originario y a la vez es también una tarea y un elenco de potencialidades. El ser humano se va “construyendo a sí mismo” a partir de su naturaleza, de su modo constitutivo de ser, no puede “crecer” realmente más que como ser humano. Por otra parte, su naturaleza, aunque le da unas pautas importantes (esenciales), deja un espacio libre a la autodeterminación, a la relación con los demás, a la educación, a las experiencias de la vida…, en suma, a la cultura.

Para el ser humano, lo natural en realidad es aquello que indica qué es “lo mejor” para su desarrollo como tal. Marca a cada hombre y mujer un criterio adecuado de crecimiento en humanidad. La naturaleza, bien entendida, es de índole teleológica: muestra así el orden propio de realización y perfeccionamiento de la persona en el ejercicio de su libertad, nos indica cuál es el fin y el camino que nos perfeccionan, que nos “humanizan”. De esta manera sirve de guía y referencia moral para nuestra libertad y para la actividad educativa: sacando lo mejor de lo que somos y venciendo lo que impide o dificulta dicho perfeccionamiento. Cuando se niega la naturaleza se confiere la primacía al deseo sobre la razón y la justicia se reduce a lo que es deseado, en vez de lo que es razonable.

La naturaleza humana es sexuada; incluye la constitución biológica corporal, obviamente, pero las diferencias sexuales alcanzan también muchos otros aspectos del organismo, como el funcionamiento endocrino, la organización de redes neurales y, como extensión, características psicológicas individuales, formando todas ellas también parte de la identidad, no sólo ontológica, sino también psicológica del individuo humano. En el ser humano, el cuerpo es algo más que un mero organismo, es la expresión de una realidad íntima, el espíritu. La naturaleza humana es a un tiempo biológico-corporal y espiritual o racional.

Iguales en naturaleza a pesar de su dimorfismo, el hombre y la mujer en cuanto personas son iguales también en dignidad, derechos y deberes fundamentales. 

La modalización sexual abarca a la persona, al varón y a la mujer, en su totalidad, también en su individualidad más íntima. No se trata solamente de ser padre o madre, como si el sexo se agotara en la función reproductora. Se trata de la manera de ser como persona. Masculinidad y feminidad no se distinguen tanto por una distribución entre ambos de cualidades o virtudes, sino por el modo peculiar que tiene cada uno de encarnarlas. Así la mujer tiene una actitud hacia la vida que se ha llamado el “genio femenino” porque se interesa por lo concreto, se compadece, siente más, se da cuenta de las cosas y necesidades ajenas. Y el hombre, por su parte, también tiene un “genio masculino” porque acepta los retos, es más arriesgado, se siente protector y responsable de los demás, asume tareas de gobierno y de organización. Por su parte, cada uno tiene en su singularidad personal la oportunidad de aportar al mundo una contribución genuina, matizada por su masculinidad o feminidad.

 


2. La ideología de género y la primacía de la autodeterminación.

El dimorfismo sexual de la especie humana es un hecho empírico evidente. Pero hombres y mujeres, en su dimorfismo sexual constitutivo, lo son por naturaleza y no por elección o asignación. La corporalidad orgánica del ser humano es la raíz de su sexualidad. Ambos comparten la misma esencia -pertenecen a la misma especie- y al mismo tiempo las diferencias sexuales son parte de la identidad de las personas humanas. 

Bajo la inadecuada acusación de “esencialismo”, la ideología de género, siguiendo la influencia del existencialismo de Sartre y Beauvoir como ya se observó, niega que exista en hombres y mujeres una naturaleza constitutiva, pretendiendo dejar todo a la autodeterminación. Se procura que la cultura -ámbito de la libre autodeterminación- ocupe el lugar de la naturaleza -entendida como algo cerrado y sujeto al determinismo-; pero en realidad no hay un antagonismo excluyente entre naturaleza humana y cultura si ambas se entienden bien, según se ha explicado más arriba. 

Suele atribuirse a Judith Butler, con su libro El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad (1990), el origen intelectual de la ideología de género (Gender-Queer). Pero quizás el hito fundamental de la fulgurante difusión mundial del “enfoque” de género y del activismo LGBTI haya sido la IV Conferencia Mundial de la Mujer (Beiging, 1995) organizada por la ONU.

Llevando a sus últimas consecuencias la idea de que “la mujer –y el hombre- no nace, se hace”, se propugna en esta ideología la exclusión de toda alteridad y diferenciación social asociada al sexo, la inexistencia de una naturaleza humana sexuada, así como la indiferenciación y el polimorfismo sexual humanos en el momento de nacer.

La diferenciación de identidades y funciones (el género, en particular la feminidad y la masculinidad) se sostiene que es artificial y fruto de una construcción social y cultural. La maternidad no debe ser motivo de diferenciación (desigualdad) entre hombres y mujeres. La verdadera igualdad estriba en que las mujeres -no ya “la mujer” pues se vendría con ello a insinuar una naturaleza femenina subyacente- no tengan que dar a luz, como ocurre en los hombres. Su ideal es la autarquía: que las mujeres no necesiten de los hombres.

La ideología de género considera de este modo que la sexualidad humana no es una característica determinada por la naturaleza de cada persona, sino que es un elemento maleable cuya raíz es la opción libre de cada sujeto y cuyo significado es fundamentalmente una convención social.

Las obvias diferencias anatómicas serian irrelevantes e incluso deberían ser suprimidas.  Según esto, ser hombre o mujer carece de un fundamento natural e incluso biológico, son papeles absolutamente intercambiables; feminidad y masculinidad serían construcciones sociales por parte de una cultura patriarcal y machista que es necesario destruir para lograr la verdadera igualdad social y la satisfacción de los deseos individuales, de manera que cada cual podría elegir configurarse sexualmente como desee. 

Más recientemente se ha insistido en la absoluta irrelevancia e indiferencia, no solo del sexo biológico, sino también del género (binario: masculino-femenino), sosteniendo una noción de identidad sexual “deconstruible” y “reconstruible” social e individualmente. Esto es lo nuclear de la denominada teoría queer  y el “transgénero”.

 La categoría “sexo” es sustituida fraudulentamente por la “identidad de género”, completamente fluida y ofrecida a la autodeterminación individual. El sexo no tendría existencia real, sino que sería un constructo, una construcción social y cultural. El feminismo de género/queer relativiza la noción de sexo de tal manera que ya no existirían dos sexos, sino más bien muchas ”identidades de género”. Cada cual podría “construirse sexualmente” como desee. A ello ayudarán el recurso a la cirugía, los tratamientos hormonales, la reproducción asistida, la ingeniería genética e incluso, en el futuro, la reproducción totalmente artificial y asexual. 

En rigor, tampoco sería imprescindible acudir a procedimientos técnicos. Bastaría el simple deseo para definir la propia “identidad de género”. Aquí la igualdad, disimulada bajo la expresión “igualdad de género”, se hace “in-diferencia”.

El igualitarismo “queer” parte de atribuir a toda clase de desigualdad el calificativo de ilegítima.  En su desarrollo niega la diferencia entre hombre y mujer, pero lleva esta negación hasta el extremo de difuminar lo propio de ambas identidades. En rigor, ser mujer y ser hombre ya no significa nada.

En el fondo, la teoría queer promete a los seres humanos dejar de ser criaturas -dotadas de una naturaleza recibida del Creador- para convertirse en creadores de sí mismos.

La Agenda 2030, en su artículo 5, recoge bajo el rótulo de “igualdad de genero” y “empoderamiento de las mujeres” estas pretensiones.

sábado, 17 de diciembre de 2022

NATURALEZA (HUMANA) Y CULTURA: ALGUNAS PRECISIONES BÁSICAS





 
INTRODUCCIÓN

El 22 de septiembre de 2011, el papa Benedicto XVI se dirigía al Parlamento Federal de Alemania, desarrollando el que para algunos comentaristas, como John L. Allen, era “el mejor discurso de su pontificado”.

En él, el pontífice tomaba pie en una extendida conciencia ecológica para recordar que también existe una naturaleza humana, que sirve de referente para la comprensión del ser humano y para el comportamiento ético. La complacencia inicial de los presentes se tornó al parecer en nerviosismo por parte de algunos al apreciar la lógica impecable de la argumentación. ¿Qué es lo que hay en la raíz del concepto de naturaleza humana? ¿Por que es tan importante reflexionar acerca de él en nuestro tiempo?

“La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que –me parece– se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.” 

La naturaleza está a disposición del ser humano, no como un montón de desechos esparcidos al azar, o como una ley implacable que anula la libertad del hombre, sino como un don en el que se aprecia una estructura intrínseca  que permite que el hombre descubra las orientaciones que se deben seguir para su propio perfeccionamiento humano y el del mundo.

Es conveniente esclarecer qué ha de entenderse con el concepto de naturaleza, en especial cuando nos referimos a la naturaleza humana, a la hora de comprender al ser humano, de fundamentar moralmente su comportamiento y de ofrecer pautas realistas para la acción educadora.

Vamos a dividir esta exposición en tres partes y una reflexión final. La primera parte será para exponer qué se entiende por naturaleza, la segunda para explicar qué es la cultura y en qué sentidos puede entenderse la palabra “cultura”. La tercera, para poner en relación “naturaleza” y “cultura”, especialmente en el caso del ser humano. Terminaremos con unas reflexiones a modo de consecuencias o de conclusiones, a la vista de todo lo anterior.

Pero esto sólo es el principio. El tema es fascinante y daría muchísimo más para pensar, conversar, incluso debatir, ya que es uno de los más importantes que se plantean en nuestro tiempo (aunque mucha gente no se ha parado a pensar en ello).



1. “NATURALEZA”

La palabra naturaleza proviene del latín “natura” (del verbo “nascor”, nacer), y se refiere al conjunto de las cosas que han “nacido”, que han sido engendradas o generadas. En griego, “natura” se dice “physis”, y de ahí palabras como “física”, “fisiología…”

En este sentido hablamos de la Naturaleza para referirnos al entorno universal del que nosotros formamos parte: el conjunto de las cosas, de los seres vivos, el mundo, la realidad que está a nuestro alrededor… Y así decimos, por ejemplo que la Naturaleza preside el ciclo de las estaciones, que ella ha dotado a los animales de sus capacidades e instintos, o que se presenta a nuestros ojos y ante nuestra vida como un escenario asombroso, magnífico, que tenemos que aprender a comprender y en el que tenemos que aprender a vivir…

Suele añadirse, con más o menos claridad, que la naturaleza contiene en su seno un “orden”, unas leyes “físicas” y biológicas, cuyo conocimiento es el objeto de las llamadas “ciencias naturales o de la naturaleza”, por ejemplo. La ley de la gravedad, entre otras muchas, que estudia la Física mecánica, estarían en este caso. Pero también están los procesos según los cuales los seres vivos crecen, se relacionan y reproducen, se desarrollan de forma saludable… La Química y la Biología pueden ser aventuras llenas de asombrosos descubrimientos. Dichas leyes son “fijas” y estables.

En sus orígenes, la Filosofía –que no se diferenciaba de la Ciencia- surgió entre los griegos como el estudio racional -lo más sistemático posible- de la Naturaleza, de la “physis”, del origen de todas las cosas, del orden (“kosmos”) que las preside…

Poco después, pensando que cada cosa tiene un modo de ser que lo caracteriza y lo define, y que la constituye desde el principio, se empezó a llamar “naturaleza” a ese “modo constitutivo de ser” propio de cada cosa, incluido el ser humano también. En este sentido, “naturaleza” es sinónimo de “esencia”, “especie” o “índole”. Es… lo que esa cosa es. Hablamos así de que, por ejemplo, es propio del fuego el quemar, del agua el mojar, del ojo el ver, del oído el oír, de las plantas y de los seres vivos un conjunto de procesos de nutrición, crecimiento, reproducción, pautas de comportamiento… Cada tipo de cosa (un perro, un árbol, una nube, un metal, el hombre…) tiene “su naturaleza”, su modo propio de ser.

Esta “naturaleza”, en cada tipo de cosa, incluye las propiedades y operaciones características que lo definen. Dichas propiedades y operaciones pueden ser variadísimas. Cuando un conjunto de seres coinciden en tener las mismas características en lo fundamental, reconocemos que poseen la misma naturaleza. Por ejemplo, los estados físicos: sólido, líquido, gaseoso… hay seres de naturaleza sólida, etc. Pero también puede referirse a los animales de la misma especie (perros, gatos, trigo, abeto, rosal, etc.) Se trata, obviamente, de un término que suele utilizarse en sentidos muy amplios.

En cierto modo, suele precisarse un poco este término para referirse al modo de ser que las cosas tienen “de suyo”, “desde su origen”, de manera innata, o incluso “genéticamente”. 



2. LA NATURALEZA HUMANA

En el caso del ser humano -que es algo especial porque su naturaleza es extraordinariamente abierta, rica y fecunda (luego diremos algo de por qué es así…)- su naturaleza constitutiva, su esencia, se ha definido así: El ser humano es el “animal racional”. La definición es de Aristóteles, filósofo y científico del s. IV a. Jc., uno de los más grandes de toda la historia. Esta es una definición muy escueta, pero si se profundiza en lo que quiere decir, tiene un significado muy profundo.

Todos los seres humanos, hombres y mujeres, a pesar de muchas diferencias secundarias o menos importantes, coincidimos en esto. Somos “animales racionales”.

Esto abarca lo biológico, lo físico y lo químico (somos “animales”, lo cual incluye también muchas cosas en común con las plantas en general, e incluso con los seres inertes, puramente físicos, pues también en nuestra naturaleza encontramos cualidades comunes con las piedras –nuestro cuerpo está formado por elementos químicos…-, los mamíferos –nos desplazamos, nos reproducimos vivíparamente, vemos, oímos, recordamos, tenemos apetitos y tendencias…-, los vegetales –respiramos, asimilamos elementos externos y los metabolizamos…-, etc.)

Pero nos diferenciamos de los demás seres, tanto vivos como inertes, por nuestra racionalidad: podemos pensar de manera inteligente, comprender, reflexionar (inteligencia), y podemos elegir, tomar decisiones de manera autónoma (libertad), somos responsables por lo tanto de lo que decidimos…, podemos apreciar la belleza y contribuir a ella, podemos actuar de manera deliberada para alcanzar objetivos y producir objetos…, nos organizamos en comunidades de iguales (sociabilidad)… Hay “algo” decisivo que rebasa lo biológico en el ser humano (es a lo que se ha llamado “espíritu”). Pero vayamos poco a poco.

A diferencia de otros seres, nuestra naturaleza humana (racional, aunque sin dejar de ser “animal”) nos abre mucho “espacio” para que individualmente concibamos (con inteligencia) y organicemos (con voluntad libre) nuestra vida. “Lo individual” es altamente significativo en la especie humana, mientras que en el resto de los seres vivos “domina (biológicamente) la especie” por así decir, la cual marca sus pautas de comportamiento a los individuos (cada especie tiene sus “instintos característicos”).

Los seres humanos no estamos tan ”atados” a nuestras necesidades biológicas, aunque las tengamos. Las leyes físicas, químicas o biológicas nos afectan en cuanto “animales”; pero -sin dejar de estar sujetos a las leyes físicas- en cuanto racionales podemos actuar con un margen asombroso de autonomía.

Las demás especies vivientes siguen un proceso de adaptación al medio, mientras que en el caso del ser humano ocurre algo sorprendente: puede transformar y de hecho ha transformado el medio -contando siempre con sus leyes constitutivas- para adaptarlo a sus necesidades y proyectos, dotándolo de significados nuevos.

Además, puede decirse que si conocemos el comportamiento y la naturaleza de un animal, conocemos básicamente la de todos sus congéneres de la misma especie. Pero esto no es así en el caso de los seres humanos. Quien conozca a un amigo tuyo, sólo con eso no puede tener idea suficiente de quién o cómo eres tú o las demás personas. Nuestra individualidad es altamente significativa.

En este sentido, también, se ve lo que queremos decir cuando decimos que el ser humano -cada hombre, cada mujer- no es simplemente “algo”, sino “alguien”, significativo y relevante como individuo, por sí mismo.

Nuestra naturaleza racional nos dota de una capacidad asombrosa para ejercer un protagonismo a la hora de “vivir” nuestra vida, la cual es mucho más que “biología”: Nuestra vida es también “biografía”, una historia personal única.



3. “CULTURA”

El término “cultura” procede del latín también: del verbo “coleo, colere”, cultivar. Y, efectivamente, significa el “cultivo”, la acción transformadora y de cuidado que el ser humano lleva a cabo, ya que en virtud de su naturaleza racional no sólo se somete y se adapta a las condiciones dominadas por el orden físico de su entorno, sino que interviene de manera activa, autónoma, creativa, llegando a configurar un “entorno humano”, a partir del natural, pero marcado por el sello original de la inventiva y la creación libre, inteligente, de la que está dotado. Es la diferencia que apreciamos entre un campo salvaje (este término proviene de selva) y un campo cultivado, roturado y ordenado por la acción humana.

¿Qué es, primariamente, pues, la cultura? Es la acción “cultivadora”, transformadora, que el ser humano realiza sobre el mundo y también sobre sí mismo. Esto último es muy interesante: también podemos -y necesitamos- cultivarnos a nosotros mismos (es el ámbito, por ejemplo, de la educación, de la ética, de la formación artística, etc.)

La cultura viene a ser entonces todo lo que los seres humanos han producido -lo ‘artificial’- para adaptarse y sobre todo para transformar su entorno físico (natural) y hacer su vida posible a la vez que más humana: la técnica, las leyes, la ciencia, la cocina, el dinero, la música, las instituciones sociales, los remedios médicos etc.

La cultura es el cultivo de lo humano en el propio hombre y en el mundo.

Suele precisarse más aún: se distingue entre la civilización y la culturapropiamente dicha. Aunque también pueden entenderse como sinónimos, civilización se refiere más a los aspectos técnicos y materiales de lo que los hombres han aportado al mundo -la industria, los inventos, las herramientas, etc.-, mientras que cultura se reserva más bien para los aspectos espirituales: arte, costumbres, educación, moral, tradiciones, pensamientos, creencias, valores… Pero esta distinción no nos afecta demasiado por ahora.



4. LO NATURAL Y LO CULTURAL EN EL SER HUMANO

Así entendido, lo cultural se “contrapone” a lo “natural” -a lo innato, a lo que al ser humano le viene dado de antemano-, para referirse a lo que el hombre ha producido “artificialmente” con sus manos, con su esfuerzo; lo que ha sido aportado y construido por él. 

Algunos, a partir de Aristóteles, hablan de que el ser humano ha ido configurando como una “segunda naturaleza”, refiriéndose con ello al entorno social y cultural en el que éste nace y vive, y a través del cual divisa, a veces un tanto distorsionado, el ámbito original del que procede. También se habla de una “segunda naturaleza” en el ámbito subjetivo, cuando un individuo, a partir de su constitución biogenética original, va configurando en sí mismo un carácter o una personalidad que es fruto de sus elecciones y decisiones, de los acontecimientos, aprendizajes y experiencias que protagoniza, que le van afectando a lo largo de su vida y que pasan a definir también en gran medida su comportamiento y su manera de pensar y de sentir.

Aquí surge un buen debate, al menos aparente, cuando se contrapone lo natural originario -lo dado, lo innato-, por un lado, y lo artificial o cultural –lo adquirido, lo aprendido- por otro. Así lo entendía, entre otros, Rousseau.

Pero la cosa no es tan simple, porque también puede decirse que en el modo constitutivo de ser del hombre, en su esencia o naturaleza, se da una apertura a lo cultural por la presencia de la racionalidad -de la inteligencia y de la voluntad o libertad, singularmente-, de manera que la cultura viene a ser, por así decir, la culminación y perfeccionamiento de la naturaleza humana.

Por ello no es ninguna contradicción afirmar que la naturaleza humana, por ser racional, es “cultural”: Como el ser humano no nace especializado biológicamente para adaptarse a un medio propio, ha de adaptar la naturaleza externa a sí mismo, a sus expectativas, necesidades y proyectos, transformándola. Y por medio de esta transformación puede “humanizar”, hacer habitable y perfeccionar el mundo, y a la vez cultivar su propia naturaleza, perfeccionándose y realizándose a sí mismo por medio de la educación, de la convivencia, del trabajo, del arte o de la virtud.

Además, según lo anterior, puede entenderse la naturaleza y lo natural como el ámbito de perfeccionamiento que corresponde a cada cosa -y al ser humano- según su modo de ser. Y, por lo mismo, “antinatural” sería lo que atenta contra su perfeccionamiento propio, lo que lo violenta o corrompe. Por ejemplo, es natural,para el ser humano, que haga uso de su razón cultivando el saber, y de su sensibilidad hacia la belleza admirando un paisaje o escuchando una hermosa canción o una sinfonía. Por el contrario, sería antinatural utilizar al ser humano como animal de carga u objeto de explotación económica (esclavitud). Lo mismo que sería antinatural para un vaso utilizarlo como martillo -como lo que no es-: se clavaría peor el clavo y seguramente acabaría por quebrarse el vaso.



5. CONCLUYENDO...

El ser humano se va “construyendo a sí mismo”, en cierto modo, a partir de su naturaleza, de su modo constitutivo de ser: tiene que contar con ella. No puede “crecer” como pájaro ni como encina. No es esa su naturaleza. Sólo puede crecer como ser humano, y tiene que hacerlo además, ya que su naturaleza, aunque le da unas pautas importantes, deja un espacio libre a la autodeterminación, a la relación con los demás, a la educación, a las experiencias de la vida...

Alguien ha dicho que el hombre y la mujer ‘no nacen, se hacen’… Pero el ser humano no puede hacerse a sí mismo de la nada. Entre otras cosas porque “de la nada, nada sale”. Aunque su naturaleza es libre y abierta, es la naturaleza de un ser humano, y tiene que contar con ella, apoyarse en ella, desarrollarla. La naturaleza humana es un don originario, pero es también una tarea y una caja de sorpresas. Marca a cada uno un criterio de crecimiento adecuado: el ser humano es “más plenamente humano” cuando -a partir de su naturaleza inacabada pero potencialmente cuajada de prodigios- desarrolla sus capacidades, cuando ejerce su libertad de manera constructiva, cuando es capaz de aportar al mundo su sello personal, su pensamiento y su sensibilidad, embelleciéndolo y perfeccionándolo, entrando en relación de amistad, de amor, de servicio y de colaboración con otros seres humanos...

Pero el éxito en esta aventura no está garantizado de antemano. Por eso para el ser humano vivir es siempre un riesgo, una aventura moral. Ya que por el uso que haga de su libertad es capaz de lo mejor y de lo peor. Es la cara y la cruz de su libertad.

Es responsabilidad de cada hombre, de cada mujer, hacer del ejercicio de su libertad una aportación de más y mejor humanidad -calidad humana- a los demás y a sí mismo: descubrir la verdad y comunicarla (conocimiento, ciencia, saber…), amar el bien y transmitirlo (servicio, amabilidad, convivencia, compromiso y ayuda voluntaria…), aportar belleza al mundo (arte, alegría, amor, generosidad…), aprender a dar y a recibir de los demás, caminar hacia metas de sentido, hacer tangible y ‘abrazable’ en lo posible una felicidad que sin embargo nos impulsa más allá de nosotros mismos… Vivir. Cultivar, cuidar, elevar al propio ser hacia lo mejor de sí. A.J.




sábado, 3 de diciembre de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (49)

EL PROYECTO EDUCATIVO DE CENTRO: 

¿EDUCAR, PARA QUÉ?



            La identidad de un centro educativo consiste en el modo en que entiende la tarea de educar, lo que implica a su vez una visión del ser humano y del sentido de la vida, ya que, por medio de la enseñanza, de la formación de la personalidad y de la convivencia, se busca ayudar al educando a avanzar en su proceso de maduración como persona. 

            Eso es lo que intenta reflejar el Proyecto Educativo de cada centro, en el que se busca dar respuesta a estas tres preguntas: ¿Quiénes somos?, ¿qué pretendemos?, ¿cómo nos organizamos? En gran medida, el Proyecto refleja el carácter y el ideario de un centro escolar, aquello que le da una cierta singularidad, tanto si el centro es de iniciativa social como estatal. Y este parece que debería ser el referente para la elección de dicho centro por parte de las familias, interesadas en principio por el tipo de educación que desean para sus hijos.

Pero es muy posible que, al ser considerado como una cuestión teórica por diversas razones -formulación de principios un tanto abstractos, opción prioritaria por lo práctico y por las múltiples demandas sociales, contexto social relativista o secularizado…- el Proyecto educativo se convierta en algo “sobreentendido”, y a fin de cuentas en una formalidad que no repercute demasiado en la vida diaria del centro escolar. 

Esto es negativo para el propio centro, puesto que si no tiene muy en cuenta y no concreta lo que constituye su identidad (su visión del ser humano, de la educación misma, su concepción del currículo, criterios para la selección y formación del profesorado, sus prioridades organizativas, la índole de sus proyectos, el papel de las familias…) se daría un cierto caminar a ciegas o girar como una veleta, a remolque de las modas y leyes del momento, de posibles posicionamientos de profesores y sindicatos, de las presiones de la administración educativa de turno…, sin que se garantice la lealtad hacia los principios que inspiran el ideario o los valores fundamentales para los que el centro ha sido creado.

Pero también para los padres es bueno saber qué tipo de colegio eligen para sus hijos y por qué. Está bien la proximidad al propio domicilio, o que la dotación de ordenadores, TIC y “aulas de futuro”, o el énfasis en los idiomas o las actividades extraescolares aporten cierto atractivo; pero quizás sea aún más importante qué tipo de personas se busca educar y cómo, cuál es la visión del ser humano y de la vida que orienta programaciones y actividades. Sobre todo si el colegio se dice católico, por ejemplo. Entre otras cosas, porque si las cosas se ponen difíciles -no sería la primera vez, ni la segunda…-, estaría bien saber qué tipo de enseñanza se pide desde el centro que defiendan las familias.

A la vista de la apuesta de muchos centros por la innovación, de la variedad de estructuras, planes y proyectos, de la complejidad de las programaciones y requisitos administrativos, de la febril requisitoria de formación permanente para el profesorado, de la prolija e indescifrable jerga pedagógica e ideológica -pobres docentes…-, de las numerosas oportunidades para que el alumno pase de curso sin la preparación adecuada, de la variedad y abundancia de actividades extraescolares…, más de un observador podría afirmar que nunca fuimos tan deprisa hacia ninguna parte.


 (Publicado en el semanario LA VERDAD el 2 de diciembre de 2022)

sábado, 26 de noviembre de 2022

LIBERTAD DE EDUCACIÓN, ES DECIR SUBSIDIARIEDAD

 



La persona humana es el principio, el sujeto y el fin de la vida social. La familia, en la que la persona es acogida y valorada como un ser único e irrepetible, es la primera escuela de crecimiento personal y de sociabilidad a través de los vínculos de afecto y responsabilidad que en ella se establecen. 

Pero a partir de un momento dado la introducción de la persona en la realidad supone una complejidad creciente que sobrepasa las posibilidades educativas de la familia; por ello, esta recurre a la ayuda de otras instituciones especializadas para prolongar a través de ellas esa tarea primordial. Y así -mucho antes de que existiesen los Estados-, la historia ofrece ejemplos de personas e instituciones dedicadas sistemáticamente a la transmisión de conocimientos, a la formación de la personalidad y a la orientación ante la vida, prolongando y completando la educación familiar. 

En nuestro ámbito cultural e histórico es indiscutible la creatividad educativa ejercida por la Iglesia católica en dicha colaboración: en la época de la Cristiandad aparecen escuelas de primeras letras y canto, escuelas monásticas, conventuales y catedralicias, universidades y estudios generales; en el arranque de la Modernidad, academias científicas, talleres artísticos, cofradías, escuelas de doctrina, colegios, instituciones religiosas dedicadas a la enseñanza, bibliotecas, oratorios festivos, escuelas profesionales, centros de acogida para niños sin hogar y sin instrucción... Y esto, mucho antes de que existiera algo llamado, por ejemplo, “Estado español”. 

Esta prioridad de naturaleza y de iniciativa histórica pone de manifiesto que la tarea de las instituciones colaboradoras de las familias en el ámbito educativo -tanto las de iniciativa social como las estatales- es la de garantizar, prolongar y ayudar a la tarea de las familias cuando estas lo requieren. “La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado” (Declaración Universal Derechos Humanos art. 16.3). Y por ello “los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos” (Id. art. 26.3).

La familia es, así pues, la institución más próxima y connatural a la persona, donde esta es máximamente significativa, el ámbito en el que el rostro y la singularidad de la persona no se desfiguran en el anonimato de la colectividad social. 

Por todo ello personas y familias tienen derecho a realizar con libertad sus funciones en el marco del bien común, a cumplir sus deberes y defender sus derechos. Sólo cuando no puedan o no consigan hacerlo, han de intervenir las instancias de nivel más alto para ayudarles a conseguirlo, pudiendo suplirles en caso de estricta necesidad. La función del Estado y de las instituciones escolares es meramente subsidiaria.

El principio de subsidiariedad establece que se ha de respetar y promover la capacidad de las comunidades pequeñas y de las mismas personas, tanto para desarrollar sus propias iniciativas como para ejercer sus responsabilidades específicas. Con él encuentran defensa la dignidad y la centralidad social de las personas. Este es el modo más adecuado de garantizar que el Estado sea para las personas y no las personas para el Estado o las demás estructuras. El caso de la educación es en este sentido un significativo termómetro de libertad.

    (Publicado en el semanario La Verdad el 25 de noviembre de 2022)

 

 

miércoles, 23 de noviembre de 2022

HACIA UNA ECOLOGÍA HUMANA, MÁS ALLÁ DEL ECOLOGISMO

CREACIÓN Y NATURALEZA



El medio ambiente no es un mero escenario o telón de fondo, más acá del cual transcurre nuestra vida. En realidad forma parte de nosotros mismos, nos constituye en cierto modo, porque de él se nutre y en él se apoya en buena parte nuestra existencia personal y comunitaria. Atentar contra el medio ambiente es atentar contra la morada de los hombres, contra el ser humano mismo, beneficiario de su riqueza y responsable de su cultivo.

La Ecología –expresión acuñada en 1868 por E. Haeckel para definir el estudio de la relación entre los organismos vivos y su medio natural– ha ampliado asombrosamente su campo como disciplina científica para dar cabida a la consideración de la actividad humana como factor decisivo en los cambios del medio ambiente. 

Más allá de la Biología, la Ecología se acerca al estudio de la “casa común” de la humanidad y a las relaciones de comunicación entre los distintos hombres. Se insiste de hecho en que la “Ecología biológica” ha sido asumida por el ámbito de la “Ecología social”. El ecologismo ha saltado al primer plano de la actualidad en las dos últimas décadas mediante la denuncia de un tipo de desarrollo que atenta contra la reserva de recursos y la habitabilidad del planeta.

Aunque el abanico de posturas es muy amplio y dispar, pueden distinguirse a grandes rasgos dos formas diferenciadas –y a veces opuestas– de ecologismo:

a)  Conservacionista también llamado naturalista o ambientalista. Nacido en Norteamérica a finales del XIX, se limita a trabajar en la protección de espacios y de especies naturales (sus esfuerzos se han plasmado en la creación de los Parques Naturales). Esta postura fomenta sobre todo el estudio y la investigación biológica, y la adopción de medidas más o menos puntuales, pero concretas, para la preservación del medio físico. 

b) Radical. Con tendencias sociopolíticas más activas y hasta “agresivas”, (una de sus expresiones son los “partidos verdes” y los movimientos y organizaciones antiglobalización) llevan sus propuestas hasta el enfrentamiento contra un sistema económico, el capitalista–tecnológico, al que acusan de deshumanizar el planeta y destruir sus recursos. Se ha centrado preferentemente en temas globales como el pacifismo antimilitarista y la desnuclearización, la defensa a ultranza de los animales y de la biodiversidad, llegando incluso a proponer –es la llamada deep Ecology (“ecología profunda”)-  la práctica desaparición de la especie humana, acusada de depredación. Aiken, uno de los portavoces de la deep Ecology ha llegado a escribir: “Una mortalidad humana masiva sería una buena cosa. Nuestro deber es provocarla. El deber de nuestra especie frente al medio ambiente es eliminar al 90 por 100 de nuestros efectivos”. 

     El planteamiento de fondo de estos movimientos “alternativos”, junto a otros de reciente proliferación –feminismo, nacionalismo, pacifismo...– se debate entre una crítica hacia supuestos y realizaciones de la modernidad, y una radicalización de elementos nihilistas implícitos en ella. En todo caso hay en él una aversión indudable hacia la civilización cristiana y sus valores.


Las amenazas al medio físico

Los motivos de alarma acerca del deterioro del medio natural pueden ser agrupados del modo siguiente:

a) Contaminación: Residuos tóxicos y radiactivos. Basuras no degradables, emisión de gases (CO...): calentamiento de la atmósfera (efecto invernadero), contaminación del aire, alteración de los niveles de ozono en la atmósfera, lluvias ácidas..., mareas negras, efectos venenosos de algunos pesticidas, indicios de cambios climáticos imprevisibles…

b)    Peligros relativos al armamentismo (armas químicas y biológicas, destrucciones masivas, riesgos de la energía nuclear, empobrecimiento de países, intereses económicos que retraen el desarrollo…

c)  Agotamiento de recursos naturales (fuentes de energía no renovables (petróleo, gas...), deforestación masiva (erosión de suelos, disminución de la fotosíntesis, desertización, extinción de especies ...)

d)    Riesgos de la Biotecnología (manipulaciones genéticas imprevisibles, mutaciones genéticas que originen pestes...)

e) Superpoblación indiscriminada. El problema real es la pobreza, la desigualdad de oportunidades para el desarrollo, sobre todo cultural, la urbanización desordenada, la explotación económica de unos países por otros... Falta de equilibrio y equidad entre, por una parte, la población existente y la futura -falta una conciencia de solidaridad entre las generaciones-, y, por otra, la producción, diversificación y distribución de alimentos, fuentes de energía y las oportunidades de desarrollo.



La natalidad: ¿una amenaza para el planeta?  

El aumento de la población no es en sí mismo un problema ecológico, más bien, en todo caso, un factor de complicación. Pero también es un factor de posibles soluciones. El planeta produce hoy suficientes alimentos para dar de comer a sus 8000 millones de habitantes. Ciertamente, unos 800 millones de hombres pasan hambre, pero nunca el mundo ha tenido tantas reservas de alimentos, de las cuales 2/3 se dan en los países industrializados. Sólo con las de 2007 –casi 1.900 millones de Tm de cereales– se podía alimentar durante dos años a los hambrientos del planeta. La principal causa del hambre no es la falta de producción sino su distribución no equitativa, y la especulación. 

P. Duvigneaud, por ejemplo, afirma que es una paradoja dejar nacer a los indios para que luego se ven expuestos a morir de hambre o en las inundaciones. Pero por la misma razón tampoco debería dejarse nacer a los anglosajones (es un decir) para no exponerlos a la neurosis, al sida, los accidentes de tráfico o los infartos por exceso de peso y alimentación. Se oye decir con frecuencia a los antinatalistas que es malo que nazcan otros. Los países del Norte se sienten orgullosos de predicar a los del Sur sobre la necesidad de limitar su crecimiento poblacional, pero la gente del Sur, de Bangladesh o de Nigeria, pueden decir: “un solo niño de los suyos, señores europeos o norteamericanos, genera más residuos destructores y más “gases invernadero” que ocho de mis niños. Mis siete niños me ayudan a producir alimentos, mientras que su único hijo está destruyendo la biosfera. Vuelva usted a hablarme cUando esté dispuesto a cambiar esto”.

Como ha indicado el geógrafo M. Ferrer Regales, “nos encontramos ante una contradicción. Si nacen menos niños, habrá menos adultos dentro de unos años y cada vez habrá más viejos. Caerá más carga social sobre la cada vez más reducida población activa, y no aumentará la producción por falta de demanda. En consecuencia, disminuirá la capacidad económica de un país o sociedad. Pero es justamente en nombre de esa capacidad económica, para aumentarla o sostenerla, como se predica y se aplica el control de la natalidad. Tiene que hacer, concluye, otras razones.” 


Las otras amenazas

“Lo ecológico”, sin embargo, no implica tan sólo un replanteamiento de las relaciones del hombre con el medio natural y físico, sino también con el propio “medio humano”, es decir, con las demás personas. A esto apunta la llamada “Ecología Social”. En su libro La traición de la opulencia, Jean-Paul Dupuy y J. Robert observan que el daño absoluto e incomprensible no es tanto la destrucción de tal o cual elemento del patrimonio natural, como la destrucción de los lazos que vinculan al hombre con su medio circundante y especialmente con los demás hombres, una destrucción “que deja al hombre replegado en sí mismo, alienado con respecto al mundo, interesado ya sólo en su propia vida”.

La cuestión es que tales relaciones no pueden ser reemplazadas por la producción de “bienes y servicios”. Ningún valor mercantil puede compensar la degradación del medio circundante y la trivialización de las relaciones entre los hombres. Julián Marías, por su parte, venía a preguntarse: “¿Cómo se entiende que interese tanto “limpiar” las aguas y la atmósfera, hacer desaparecer de ellas los cuerpos extraños y nocivos que en ellas deposita la industria, a la vez que se satura el organismo de drogas, cuyos efectos son incomparablemente más perniciosos que los del óxido de carbono ...?” 

Y no sólo el organismo humano se halla amenazado, según Marías; es más decisivo aún lo que afecta y daña a la propia “realidad psíquica”: el ruido, la prisa. “El ruido afecta al tímpano, pero más a la intimidad y a las formas de convivencia: a la conversación, al silencio entre personas, a esa operación esencial que se llama “callar”... ¿Qué sucede con la atención, la calma, la posibilidad de recogimiento, de reflexión, de lenta maduración de la personalidad? Denunciaba también el filósofo español el bombardeo de estímulos sexuales; su multiplicación, su martilleo constante sobre la percepción, fuera de ocasión y contexto, están produciendo un “embotamiento de la sensibilidad”. Y lo mismo cabría decir de las noticias, cuya selección injustificada y arbitraria, tan cercana a la falsedad, “altera la composición de nuestro mundo real”.

Se insiste a menudo en la artificialidad a la que hemos sometido nuestras vidas. Pero lo esencial de la presente crisis no es el hecho de que las relaciones interpersonales estén mediatizadas por objetos: siempre han de estarlo... Lo grave es que estas relaciones mismas se hayan convertido en ‘cosas’ y ello porque el hombre industrial, incapaz de asumirse, incapaz de anudar relaciones satisfactorias con sus prójimos y con su medio circundante, se remite a las instituciones para producir lo que ya no puede engendrar con su acción personal. La irrupción del sector terciario y la politización y estatalización de la vida y de la economía vienen así a ratificar la alienación del hombre en la sociedad economicista.

En suma, resulta claro que la conciencia de crisis del medio ambiente ha de dar paso a una profunda revisión de nuestros modos de vida, de la organización social de la vida humana en su conjunto y de los valores que fundamentan la recta conciencia moral de cada hombre: La degradación del medio natural y la degradación del medio social son dos manifestaciones de un mismo problema.




Un problema moral y cultural

Muchos empiezan a reconocer, en efecto, que la crisis ambiental, más que técnica o demográfica es moral, y que los problemas ecológicos no obedecen tanto a sistemas de producción, como a valores y a actitudes humanas. Tampoco parece satisfactorio pensar de manera un tanto simplista en la ‘bondad’ de unas naciones y en la ‘culpabilidad’ de otras. Los suecos, por ejemplo, no tienen culpa de ser suecos y los etíopes tampoco: seguramente unos y otros tienen necesidad de ser ayudados a mejorar moralmente, pero pensar que unas naciones son las buenas y otras las malas es ignorar que, más bien, la situación de explotador o explotado es una cuestión de oportunidad en la que se trasluce el egoísmo que late en cualquier hombre: así, la mayoría de los países exportadores de petróleo, y las ventajas de transformarse en un monopolio como es la OPEP, se han manifestado como unos explotadores con no más escrúpulos que aquellos a los que tanto criticaban. La verdadera raíz de nuestras dificultades sociales y ecológicas proviene de no reconocer límites al poder del hombre y creer que todos los problemas son solubles por medio de la ciencia y la técnica. 

La actitud depredadora sobre la naturaleza tiene su raíz en un modelo de racionalidad que concibe al hombre como dominador absoluto, armado de un arsenal científico que se define como una forma privilegiada de poder –“saber es poder” decía ya F. Bacon en el siglo XVII–. Es en el fondo un tajante pragmatismo, que no ve en el mundo más que el ámbito en el que se plasma y edifica la grandeza humana: el hombre vendría a ser superior porque posee un conocimiento eficaz; calcula las regularidades en el funcionamiento de los objetos de la naturaleza, puede predecirlas y manipularlas a voluntad.

El sentido de la vida estriba aquí en consumar la propia autosuficiencia mediante la transformación del mundo. Es el “prometeísmo” del “homo faber”, del hombre que está convencido de que sólo se debe a sí mismo y es sólo para sí mismo, que es su propio creador, ajeno a referencias religiosas o morales a las que hubiera de obedecer contra su voluntad. Las cosas –y a menudo también las personas, despojadas de su dignidad inviolable- dejan así de tener valor  y pasan a tener precio. Todo tiene a considerarse como una mercancía. El éxito, constituido en meta de la vida, se traduce como placer (hedonismo) o como poder (utilitarismo). La vida aparece como un mecanismo mediante el que lograr el disfrute; el mundo sólo sería un ámbito capaz de satisfacer ansias de dominio.

Pero el hombre, en palabras del expresidente checo Vaclav Havel, no es “un amo omnipotente del Universo, al que le esté permitido hacer con impunidad lo que se le ocurra o lo que le convenga en el momento. El mundo en que vivimos está hecho de un tejido inmensamente complejo y misterioso del que conocemos muy poco y que debemos tratar con suma humildad”.

El fondo del asunto es una generalizada desertización moral que renuncia a establecer una instancia ética objetiva para dirigir los programas técnico–científicos, estimular medidas políticas, y despertar la responsabilidad personal de cualquier ser humano consciente de que lo es. 


El otro extremo: el biocentrismo

Cabe también la tentación de caer en alguna forma de biocentrismo panteísta, o incluso de animismo, convirtiendo a La Tierra, la Naturaleza, o la Vida en auténticos sujetos éticos e incluso en divinidades (la Diosa-Madre Tierra, o Gea), ante los que la persona humana se desdibuja como sujeto para convertirse en “una cosa entre cosas”, en un mero episodio insignificante por sí mismo y en último extremo carente de verdadero valor frente a la totalidad del cosmos. Con esta sensibilidad ha conectado la espiritualidad llamada de la Nueva era (New Age). Este es el planteamiento de la Carta de la Tierra, propugnada por la ONU, y de la Agenda 2030.

El biocentrismo pretende oponerse al antropocentrismo pragmático, pero de hecho coincide con él al minimizar también el valor irrepetible de cada persona, anteponiendo los presuntos derechos de los animales, las especies o el planeta a los de seres humanos no nacidos o no útiles, o promoviendo medidas utilitaristas y manipuladoras de control demográfico, por ejemplo. Ambas posturas (biocentrismo y antropocentrismo) incurren en contradicciones muy patentes: los seres humanos serían depredadores y no tendrían derecho a imponerse sobre las demás especies, pero los débiles, por carecer de relevancia, pueden e incluso deben ser eliminados.

Frente a ello cabe decir que animales, plantas y entidades inertes carecen de una estructura constitutiva que  les capacite para disponer de sí mismos responsablemente. No tienen deberes y tampoco tienen derechos. Pero aunque no sean sujetos libres y responsables de la calidad y orientación de sus acciones, presentan sin embargo una relevancia moral. Las obligaciones que se tiene hacia ellos no dependen de que ostenten derechos, sino del reconocimiento de su valor y de su carácter de bienes necesarios para el género humano. 

Tampoco la Naturaleza, entendida como conjunto de los seres vivos y sus relaciones recíprocas, presenta subjetividad moral. La Naturaleza (o la Tierra) no puede ser en sí misma una referencia absoluta de moralidad. Muchos de sus procesos son ambivalentes; no pocos conllevan destrucción y amenazas. 

No por ello carece de significación y relevancia ética, debido a la esencial vinculación de dependencia que con ella guarda todo ser humano. La acción transformadora del hombre no debe ignorar ni despreciar a capricho los procesos y condiciones establecidas por la realidad ambiental y natural. 

Un humanismo ecológico auténtico, basado la centralidad ontológica de la persona, reconoce en la naturaleza un hogar común en el que los hombres deben y necesitan vivir en armonía mutua y con su entorno, sin divinizar la Naturaleza, pero también sin minimizarla. La medida moral de su intervención en el mundo viene dada por el grado de habitabilidad que esa intervención procura a todos y cada uno de los hombres. Y en última instancia se basa en la dignidad de las personas llamadas a habitar este mundo.  Es precisamente la dignidad y el valor sin excepción de cada ser humano, necesitado de hogar y de morada, lo que llena de trascendencia moral el trabajo, el conocimiento y la dominación del mundo por parte del ser humano, y lo que establece sus justos límites, necesitados, por lo demás, de prudente determinación.



Visión cristiana del problema ecológico

La concepción del hombre y del mundo a la luz de la revelación cristiana se inscribe en el marco de la Creación y la Redención. Fuentes del Magisterio importantes a este respecto, entre otras, son el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de Juan Pablo II en 1990, y el de Benedicto XVI en 2010. Importante es también lo que la encíclica Caritas in Veritate de dicho pontífice dice en los números 48 al 51; y por supuesto la Carta Magna del papa Francisco para una ecología integral: Laudato si. Sobre el cuidado de la casa común (2015).

Punto de partida esencial de la visión cristiana es la afirmación de la bondad originaria de las criaturas, inscritas en un contexto de orden y armonía cuya fuente es la sabiduría y el amor gratuito de un Dios personal y creador absoluto. “El mundo, escribe Benedicto XVI, no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad.”

De no menor  importancia es el dato del pecado, introducido en el mundo por el mal uso de la libertad humana, fruto de la soberbia y de la ambición de la criatura racional, y que atenta contra el orden de la creación, cuya bondad no obstante es restituida por nueva iniciativa de Dios, que entra en la historia humana apelando a la libertad del hombre, única criatura en la tierra a la que Dios ama por ella misma (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes).

La criatura humana, persona a imagen y semejanza de Dios, ocupa un lugar central en la creación, a la que domina, pero que debe cuidar y fomentar. El orden y la armonía de la creación han sido encomendados al hombre por Dios, como una ayuda para su propio perfeccionamiento y para lograr la comunión con Él, que constituye su Fin último.

Uno de los aspectos más preocupantes de la profunda crisis moral por la que el hombre atraviesa en la actual situación histórica es, a los ojos de la Iglesia, el deterioro ambiental, cuyo signo más profundo y grave es la falta de respeto a la vida por un deseo exacerbado de tener y de gozar, expresado en el consumo excesivo y abusivo, y por la explotación de la naturaleza creada.

Algunos aspectos de este deterioro son: a) La prioridad conferida a la producción y a los intereses económicos sobre el bien de las personas y de pueblos enteros, b) un falso concepto de progreso y de bienestar, que no eleva realmente la condición de todo ser humano y del hombre en su integridad, que agota los recursos del planeta y lo vuelve progresivamente inhabitable, y c) una temeridad de consecuencias imprevisibles: la manipulación arbitraria de los orígenes de la vida biológica.

La raíz es, en el fondo, un error antropológico, consistente en que la capacidad dominadora y creativa del hombre se pone por encima de su dependencia respecto de Dios y de sus deberes hacia las demás criaturas y hacia sí mismo, debido a un afán de autosuficiencia que pone al hombre en el lugar de Dios, como señor de la vida y de la muerte. En este aspecto insiste de manera muy valiente el Papa Francisco en su gran encíclica Laudato si, al referirse a lo que él llama el "paradigma tecnocrático".


La respuesta cristiana a la crisis moral que late tras las amenazas ecológicas se articula a partir de cuatro tesis fundamentales:

1ª) La centralidad de la persona humana en el orden de la creación.

2ª) La gratuidad como disposición básica entre los hombres y la naturaleza.

3ª) El respeto a la voluntad divina, manifestada en el orden del universo creado, y que implica la interdependencia de todas las criaturas.

4ª) El respeto de la naturaleza como herencia común, ofrecida a todos los hombres sin excepción, que implica la responsabilidad de cada hombre y mujer en el cuidado, la conservación y el perfeccionamiento del universo, así como la preocupación por favorecer la condición de las generaciones futuras.


Las condiciones que se requieren para la realización efectiva de estos postulados serían:

1ª) El establecimiento de relaciones pacíficas y solidarias entre los países desarrollados y los infradesarrollados, en el contexto de la causa universal de la paz y mediante compromisos y obligaciones internacionales.

2ª) Afrontar directamente las formas estructurales de pobreza existentes en la actualidad.

3ª) Revisión radical de mentalidades y estilos de vida: 

a) Actitud de conversión respecto del hedonismo, el consumismo, el armamentismo y el economicismo mercantilista, como fuentes directas de insolidaridad. 

b) Educación en la responsabilidad ecológica: devolviendo a la familia su relevancia moral y social; promoviendo el aprecio por el valor de la persona humana y de la vida de todo ser humano y, como consecuencia, la preocupación social y ambiental; el cultivo de valores morales en la vida cotidiana, mostrando su trascendencia: espíritu de sacrificio, austeridad, autodisciplina, generosidad, cuidado de las personas más débiles... 

c) Recuperar en la educación y en el tejido cultural la dimensión contemplativa ante el valor estético de la naturaleza creada.

4ª) Desandar algunos caminos equivocados: confusión de la preocupación ecológica con un vago sentimiento o una veleidad indefinida, o como una excusa para la eliminación de seres humanos o para políticas antinatalistas, eugenistas y eutanásicas, acabar con la ideologización de la ética ecológica (Agenda 2030, por ejemplo)…


Como ha afirmado Benedicto XVI: “El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa. La degradación de la naturaleza está estrechamente relacionada con la cultura que modela la convivencia humana, por lo que cuando se respeta la “ecología humana” en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia. No se puede pedir a los jóvenes que respeten el medio ambiente, si no se les ayuda en la familia y en la sociedad a respetarse a sí mismos: el libro de la naturaleza es único, tanto en lo que concierne al ambiente como a la ética personal, familiar y social. Los deberes respecto al ambiente se derivan de los deberes para con la persona, considerada en sí misma y en su relación con los demás.”



Conclusión


Decía Gandhi que la tierra puede alimentar la necesidad de todos los hombres, pero no su codicia. Y por eso la reflexión ética sobre la situación actual no puede ser eludida. Urge replantear los fines que persigue la actividad humana y las exigencias que han de satisfacerse para su adecuada consecución. Es preciso determinar con acierto lo que daña y lo que beneficia al hombre como tal. El entramado de relaciones que hace posible nuestra  vida, es también una parte de nuestra vida.

La sostenibilidad del planeta es ciertamente necesaria, pero su razón de ser  es garantizar el cuidado y el acceso a todos los bienes de la creación por parte de la generación presente y las futuras.

La economía, la ciencia y la técnica, entre otras instancias y capacidades del hombre, no son ámbitos completamente autónomos. Son instancias de la vida humana y han de orientarse a su servicio. Dicha orientación es, precisamente, la ética. Un humanismo ecológico no puede renunciar a la elevación integral de la condición humana, de todo el hombre y de todos los hombres, que es la mejor definición del verdadero desarrollo. 

Se hace preciso postular lo sencillo, reivindicar lo pequeño, optar por lo accesible a la responsabilidad de los individuos, defender y favorecer la vida humana en todas sus fases y condiciones, profundizar en los fundamentos y exigencias de la solidaridad con los hombres de la generación presente y los de las futuras, cuidar del patrimonio natural para conservarlo, mejorarlo y hacerlo cada vez más habitable y acogedor, respetando su sentido.

Tal manera de estar en el mundo implica edificar sobre lo valioso que nos ha sido legado por generaciones pasadas, cuidar de la generación presente y trabajar para las futuras. Pero es preciso superar el relativismo moral y el escepticismo acerca de los últimos fundamentos de la existencia. Mientras estos perduren seguiremos moviéndonos sobre la vertiente inclinada del nihilismo al que nos han conducido la pretensión economicista y el narcisismo de la Ilustración. Tras la desertización provocada del planeta se halla la desertización moral del hombre.

Al ser humano no le basta para vivir con aire puro, praderas verdes, ríos incontaminados y alimentos sanos. Es preciso un humanismo ecológico que determine las condiciones para que cada ser humano y todos los seres humanos desarrollen en plenitud su vida, viviendo en paz, acogiendo solidariamente y ayudando a los que carecen de recursos o energías para salir adelante, cuidando de la tierra y agradeciéndola. Que configure espacios de comunicación, libertad y armonía. Porque la naturaleza es para el ser humano un don y una tarea en los que necesita ser educado. “Valorar la creación como un don de Dios a la humanidad nos ayuda a comprender la vocación y el valor del hombre.” (Benedicto XVI)  

Andrés Jiménez Abad