martes, 19 de marzo de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (97)

ASUMIR RESPONSABILIDADES CONCRETAS (IV)

 


            Es preciso encomendar responsabilidades a los hijos o alumnos para que aprendan poco a poco a pensar, decidir y actuar por propia iniciativa, ponderando el contenido y el valor de lo que se hace y sus consecuencias, y preocupándose por resolver eficazmente los problemas y las necesidades de los demás. 

            Se trata de proponer tareas accesibles que lleven a saborear el éxito y la satisfacción por lo que se hace bien y por el cumplimiento de las obligaciones y deberes. Serán normalmente tareas domésticas concretas o encargos en el aula de los que tendrá que responder.

            En los primeros años se tratará de que los niños adquieran determinados hábitos y de que la costumbre facilite posteriormente -a partir de los 7 años más o menos- la toma de decisiones personales con cierta reflexión y voluntariedad. Así, a los niños pequeños conviene presentarles ocasiones para tomar algunas decisiones, proponiéndoles elecciones que supongan poco riesgo y ayudándoles con pautas que faciliten la elección. Al principio bastará proponer dos posibilidades, por ejemplo: “¿Qué prefieres llevar al parque: el balón o la bici? ¿Qué ponemos de postre: manzana o yogur?¿Qué jersey quieres ponerte, el rojo o el azul? ¿Qué te parece que le compremos a tu hermano: un juguete o un puzzle? ...” 

            Más adelante se pasará a presentarles tres o más alternativas y, cuando elijan, se les pedirá que indiquen el porqué de su decisión. Razonar las decisiones les ayudará a no obrar de un modo caprichoso o impulsivo. Es bueno que el educador les nombre temporalmente encargados de alguna tarea; que los padres pidan sugerencias a los hijos para resolver alguna situación cotidiana a su alcance y que vayan participando paulatinamente en otras decisiones familiares, mientras observan cómo los padres sopesan ventajas e inconvenientes, cómo valoran riesgos, criterios morales o de otro tipo...

El afecto y el ejemplo de padres y hermanos será el mejor estímulo, y los límites y normas que se marcan en el hogar son un buen libro de instrucciones. Es preciso no sustituirles en lo que puedan hacer por sí mismos, animarles a que piensen las cosas antes y después de hacerlas, pedirles cuentas de lo que han hecho, que se preocupen por los demás y que vayan tomando conciencia poco a poco de que el bien que ellos no hagan se quedará sin hacer.

Conviene explicar en lo posible la razón o el propósito de lo que se les encomienda y el modo en que tienen que hacerlo. También las consecuencias que se seguirán de hacer bien y de hacer mal lo que se les encomienda. La claridad en este punto es fundamental; es preciso conocer las reglas para saber lo que se tiene que hacer y cómo, y para comprender por qué se ha actuado bien o mal. 

Será bueno que desarrollen la iniciativa y la constancia por medio de algún tipo de hobby o afición que suponga actividad, y no lo es en absoluto el recurso habitual a la televisión, la tablet, el móvil… ya que esto conduce a la pasividad y a la superficialidad.

No nacemos responsables. Se aprende a ser responsable ejercitando la constancia, la paciencia, el esmero, la generosidad, la sensibilidad hacia las necesidades de otros y, en definitiva… asumiendo responsabilidades concretas. 

(Publicado en el semanario La Verdad el 15 de marzo de 2024)

martes, 12 de marzo de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (96)

EDUCANDO EN LA RESPONSABILIDAD (III)



 
            Aprender a tomar decisiones de forma paulatina ayudará al niño o niña a afrontar sus necesidades y a darse cuenta de las necesidades de los demás. Para ello, a partir de los dos años y medio, más o menos, conviene crear un ambiente en el que los niños puedan tomar algunas decisiones que les afecten: elegir juegos, ropa, qué libro quiere que se le lea, qué desea merendar, qué fruta quieren y otras pequeñas acciones de su vida cotidiana, etc. Una vez hecha la elección, la debe llevar hasta el final, acabando lo que empezó, y no se le deben permitir conductas caprichosas. 

Es preciso empezar tempranamente con tareas adecuadas aumentando paulatinamente la dificultad según avanzan en edad: al principio, seguir las rutinas establecidas (lavarse los dientes, asearse antes de sentarse a comer, recoger los juguetes al terminar los juegos, dejar las cosas en su sitio, ayudar a poner la mesa…); asegurarse de que cuidan bien sus cosas y procuran no perderlas; a medida que avanzan iremos encomendándole tareas concretas (recoger la mesa, encargarse de poner el lavavajillas, ayudar a sus hermanos pequeños a vestirse, hacerse la cama…), y más tarde pedirle que proponga iniciativas para la vida familiar (participar en la programación de las actividades para el fin de semana, ideas para el álbum de fotos familiar, etc.)

Las tareas escolares tienen valor, sobre todo, porque ayudan a ejercitar la responsabilidad y a crear rutinas de trabajo en casa. Los padres deben marcar un horario y apreciar si este es suficiente o no, si conviene hacer breves descansos, si el niño es puntual o se relaja en exceso, si se centra o se distrae con otras cosas… No conviene que sean los padres los que le “hagan los deberes”, y no deben facilitarle en exceso las soluciones, sino que deben animar a que pregunte al profesor y aprenda a resolverlos por sí mismo. Es conveniente ponerse de acuerdo con el profesor o profesora acerca del cumplimiento de las tareas desde el principio. 

Para que vaya madurando en estos aspectos no hay que evitarle esfuerzos; tiene que aprender a resolver los problemas para los que esté capacitado y a pedir ayuda cuando es realmente necesario, contando siempre con el apoyo emocional de sus padres y maestros, pero aprendiendo a ser protagonista. En general se trata de no dárselo todo hecho, de que aprenda a conseguir metas algo difíciles por medio de su esfuerzo. Es muy importante reconocer, valorar y felicitar por todos los avances que se observen en el proceso.

Conviene que aprenda tempranamente a valorar y cuidar el orden, a obedecer las normas; debemos fomentar y alentar el gusto por el trabajo bien hecho, propiciar el autocontrol para que se acostumbre a dominar caprichos y a sobrellevar con buen ánimo estados y situaciones de frustración. No hay que dejarle tomar decisiones movido por las ganas y desganas, pues ello conduce a que la pereza domine su carácter.

Si se equivoca o precipita al elegir o decidir, conviene que experimente las consecuencias de su elección, aplicando, si es el caso, una corrección adecuada. Ello le servirá para ser más reflexivo y valorar aspectos positivos y negativos de lo que vaya a elegir. En todo caso, padres y educadores tenemos que estar cerca para ayudarles a tomar sus decisiones y a reflexionar antes y después de realizarlas.

 

(Publicado en el semanario La Verdad el 8 de marzo de 2024. 

Agradezco especialmente a la profesora Mariví Moreno, 

maestra de Educación infantil, sus aportaciones.)

viernes, 8 de marzo de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (95)

ELOGIO DE LA RESPONSABILIDAD (II)


Es preciso -porque hoy se echa en falta muy a menudo- hacer un elogio de la responsabilidad como objetivo educativo. Nos hallamos frente a uno de los valores humanos o virtudes más importantes en la educación de la personalidad. Ser una persona responsable marca la diferencia entre una vida mediocre y una vida que mira a la excelencia. En ella prima el deseo de orientarse al bien y difundirlo -cayendo en la cuenta de que “el bien que yo no haga se queda sin hacer”-, el afán de dejar este mundo mejor de lo que lo hemos encontrado y de perfeccionar el propio carácter para poder aportar lo mejor de uno mismo a los demás.

La responsabilidad no surge espontáneamente. Por ello, uno de los objetivos principales que debemos plantearnos los padres y educadores es que nuestros hijos o alumnos vayan integrándose de manera responsable en los diversos ámbitos de la vida, empezando por el escolar y el familiar: que sean capaces de cumplir con sus obligaciones, de asumir compromisos, de ayudar a otras personas en sus dificultades, de aportar iniciativas para el bien común. 

Ser responsable no sólo es cumplir lo que se nos manda. Eso sería mera obediencia (que no es poco); ser responsable es algo más, es tomar la iniciativa, esmerarse, saber elegir y decidir por uno mismo con todas las consecuencias. Requiere pensar bien antes de hacer algo, no eludir compromisos, acometerlos de la mejor manera posible y ser conscientes de que nuestras elecciones y decisiones tienen consecuencias que repercuten en los demás, consecuencias que, por ello, tenemos que asumir.

Una persona responsable no se conforma con obedecer y cumplir las reglas, ni con satisfacer los “mínimos”. Frente a la ley del mínimo esfuerzo muestra aceptación activa, diligencia y esmero: toma lo que se le encomienda como tarea propia y busca la mejor solución posible; hace suya la voluntad o la necesidad de quien se la demanda. No suele poner excusas ni se queja habitualmente. Por su deseo de hacer las cosas bien y por su capacidad de iniciativa pone los fundamentos de una verdadera creatividad, la de quien, en lugar de poner pegas, las resuelve lo mejor posible. No rehúye tareas que repercuten en beneficio ajeno, haciéndose digno de la confianza de los demás porque lo que hace procura hacerlo bien -lo mejor posible-, con iniciativa y con esmero. 

Es esa persona que “tira del carro” cuando los demás le necesitan, porque toma el bien de los demás como si dependiera de ella. Y esto caracteriza de manera primordial a una persona madura y positiva. Todos alabamos y agradecemos en los demás una servicialidad que va de la mano de una competencia profesional o técnica.

Si queremos educar a nuestros hijos o a nuestros alumnos en la responsabilidad hemos de fomentar en ellos una capacidad de autoexigencia que los lleve a no pactar con la vulgaridad, con la negligencia, con la pereza y la superficialidad. Librarles de las dificultades o de los sinsabores, realizar las cosas que por su edad debieran llevar a cabo por sí solos, es una manera segura de hacerles débiles, indecisos y, en definitiva, de frenar su desarrollo personal. Encanijarles.

   
            (Publicado en el Semanario La Verdad el 1 de marzo de 2024)

lunes, 4 de marzo de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (94)

EDUCAR LA RESPONSABILIDAD EN LOS NIÑOS (I)



Hay una responsabilidad que es inherente al libre albedrío que posee toda persona, algo así como la otra cara de la moneda. Consiste en el dominio que tenemos sobre nuestras acciones voluntarias y sus consecuencias. Por eso podemos y debemos “responder” de ellas, porque esas acciones las hemos elegido nosotros pudiendo haber elegido otras, y respondemos de ellas como propias. Ello implica tener que hacerse cargo del contenido y de las consecuencias de tales decisiones tomadas libremente. Y así, la responsabilidad acerca de una acción buena es lo que llamamos mérito, mientras que si es acerca de algo malo, se llama culpa.

Somos responsables, para bien o para mal, de lo que elegimos y decidimos. Y si elegimos una acción, una tarea, un modo de tratar a una persona, etc., pero no nos queremos hacer cargo de las consecuencias que ello traiga consigo, no podemos decir que hemos elegido de verdad. Eso es lo que solemos llamar libertinaje. No somos libres de verdad -moralmente- si no somos dueños de nuestras acciones y decisiones y de sus consecuencias, y buscamos con ellas el bien. Es lo que diferencial al hombre libre del libertino.

Pero hablamos también de la responsabilidad en otro sentido, no del todo extraño al anterior. Por ejemplo, cuando decimos que una persona es una irresponsable por no atender al cumplimiento de sus obligaciones: un médico negligente, un profesional poco competente, un político que no ha pensado en la repercusión de sus decisiones, etc. Y lo mismo decimos de un niño o un joven que no cumple con sus deberes domésticos o escolares, que no cuida de sus hermanos más pequeños, que no mide las repercusiones de su modo de actuar (por ejemplo cuando juega con el fuego o con el gas, cuando no asume ningún tipo de tarea en el hogar, etc.) 

A una persona responsable, por el contrario, no dudamos en encomendarle ciertas tareas de importancia porque se ha hecho digna (es decir, merecedora)  de nuestra confianza. Estamos seguros de que tomará con el mayor interés y esmero lo que se le encomienda, que lo atenderá del mejor modo posible, etc. Este tipo de “responsabilidad” es un valor humano -una virtud, o más bien un conjunto de virtudes- que tiene gran importancia en educación, sobre todo en la formación integral de niños, jóvenes e incluso de adultos. Es uno de los ingredientes principales de la madurez del carácter, de una personalidad valiosa. En este sentido se ha llegado a definir la educación como una ayuda para que los niños y jóvenes sean personas en quienes se pueda confiar.

A menudo escuchamos a padres o madres: "quiero que mi hijo/a sea feliz", pero piensan que esto se logra evitándole cualquier dificultad, anticipándose a sus deseos, dándole todo o casi todo lo que pide o cediendo ante cualquier resistencia o contrariedad. Y así, toman las decisiones por él, excusan su conducta, hacen sus deberes escolares o cuidan en exceso sus necesidades personales. Les ahorran las consecuencias de sus errores y negligencias, y con ello ciertas frustraciones a corto plazo, pero les hacen más vulnerables y dependientes, les encaminan hacia frustraciones más difíciles de afrontar y para las que se verán sin fortaleza y confianza en sí mismos. Se les impide que lleguen a ser “personas responsables”.

      (Publicado en el semanario La Verdad el  23 de febrero de 2024)



miércoles, 28 de febrero de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (93)

     EL ARTE DE EDUCAR Y CORREGIR (y IV)



        La formación del carácter –y más en particular del criterio y de la voluntad- es indispensable para que el niño y el joven alcancen el dominio de sí mismos. Es precisamente en este marco donde conviene reflexionar sobre el papel e importancia de ciertas ayudas externas como el premio y el castigo, como venimos haciendo. La educación no es una ciencia exacta, es más bien un “arte”, un saber hacer que se aprende haciendo. Y uno de sus aspectos más difíciles es precisamente saber aplicar premios y castigos, sobre todo estos últimos.

            Ni unos ni otros deben aplicarse de forma indiscriminada, sin tener en cuenta la personalidad de cada niño o joven. Dicho lo cual -sobre todo en un mundo permisivo y cargado de emotivismo-, hay que aceptar como norma general ser claros en las normas y firmes en la aplicación de las correcciones o castigos. Si unas veces se castiga una acción y otras se tolera o incluso se aprueba sin razón, la valoración de la conducta no quedará clara, y el educador perderá autoridad, dejará de inspirar certeza; el niño pensará que actúa por su estado de humor y no según el valor de los principios o normas, llegará a incubar rencor y buscará “coger la vuelta”, vengarse o engañar a padres y educadores. 

          Hay que dejar claro que es su conducta inadecuada la que nos enfada y disgusta, pero que, como persona e hijo/a, le seguimos queriendo igual. Hay que desterrar las descalificaciones del tipo: "-¡Ya sabía que lo ibas a hacer mal" o "-¡Eres un inútil!"

Tenemos que intentar evitar los castigos colectivos (esto suele darse a veces en el ámbito escolar) porque generan resentimiento en quienes no han cometido directamente la falta. Y lo mismo puede pasar si esto acontece en el ámbito familiar, entre hermanos.

            Es importante que estemos atentos a las buenas conductas para reforzarlas y alabarlas con frecuencia. A veces, les reprendemos y nos olvidamos de reconocer las cosas bien hechas y la buena intención, motivo por el cual los educandos pierden ilusión y se produce el consiguiente descenso de su autoestima.

Por otra parte, es preciso rectificar si en alguna ocasión nos hemos equivocado al imponer un castigo, e incluso pedir perdón por ello. Conviene que el ejercicio de la autoridad no se base en una imposición a ultranza, sino en el deseo de ayudar de verdad al crecimiento moral del educando. 

A medida que vayan creciendo los hijos, habrán de ir disminuyendo los castigos y aumentado las orientaciones educativas, el diálogo y el intercambio de criterios y pareceres. 

        Pero hay un tipo de incentivo que no debe desaparecer nunca; antes bien debe convertirse en la más fecunda y útil forma de motivación: el ideal. Los ideales son bienes nobles y altas aspiraciones que impulsan a mejorar el mundo y a uno mismo. Son imprescindibles, porque el ser humano es un ser de proyectos que necesita ilusión para buscar el bien. Al principio los ideales y metas pueden ser propuestos por el educador; más tarde, cuando se va madurando, la persona hace suyos determinados valores e ideales, que vienen a ser una fuente de sentido y su motivación más noble. Proponer a los jóvenes un gran ideal es el mejor instrumento para formar en ellos una mirada amplia, generosa, valiente, perseverante. Se ha llegado a decir que si a un joven se le pide poco no da nada, pero si se le pide mucho da más de lo que se le pide. (Timon David)


       (Publicado en el semanario La Verdad el 16 de febrero de 2024)

lunes, 26 de febrero de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (92)

EL CASTIGO EDUCATIVO. PAUTAS (III)

 


El castigo educativo o corrección es conveniente y eficaz si se entiende como una consecuencia que sigue a una actitud inadecuada en el educando. Persigue hacerle entender que el comportamiento adecuado y consecuente es responsabilidad suya, y hemos de procurar siempre que sea una ayuda para favorecer su autocontrol.

El castigo busca corregir la conducta inadecuada. Nunca es suficiente por sí mismo para dar lugar al buen comportamiento, ya que este no debe ni puede ser consecuencia del temor sino del aprecio por el bien y del sentido del deber. Por ello, como ya se ha dicho, el castigo ha de ir precedido de unas normas y advertencias claras y asequibles, ha de ser coherente e ir acompañado de amor, de sentido común y de firmeza. Por lo demás, como principio educativo, es preferible acudir al elogio y reconocimiento del buen comportamiento que a la sanción y la represión del inadecuado. Pero a veces será necesario corregir; tan contraproducente es el rigorismo como el permisivismo.

Hemos advertido ya que nunca nuestra impaciencia o mal humor han de traducirse en un castigo. Este nunca debe ser provocado por nuestro enfado ya que sería recibido como una especie de venganza o desquite, como una reacción agresiva y no como una pauta educadora. 

El castigo o la corrección deben ser inmediatos si se quiere disuadir de una conducta, pero conviene evitar el apasionamiento por ambas partes, ya que se pierde objetividad y se puede caer en la desproporción. Por eso, a veces, si educador y educando están bajo la presión del enfado, conviene demorarlo un poco (“luego vienes a hablar conmigo sobre esto”) para pedir explicaciones, si es el caso, y explicar con calma el porqué de la sanción. Conviene que el infractor pueda explicarse con cierta calma y que esté en condiciones de valorar adecuadamente lo que hizo. 

La corrección ha de ser proporcionada a la gravedad de la falta, a la intención del niño, a las circunstancias y a los efectos que puedan seguirse. Los castigos no deben ser excesivos pero tampoco insignificantes, han de suponer un esfuerzo pero han de ser asequibles (se deben poder llevar a cabo). Y también han de mantenerse. Es importante que el educando sepa que “lo que se dice se hace”. Advertir de un castigo y luego no cumplirlo resta eficacia a la corrección y a la autoridad del educador. No tiene mucho sentido decir, por ejemplo: “si no apruebas, te quedas sin vacaciones”, si luego, por las incomodidades que el castigo vaya a suponer, no se cumple. De inmediato, y en el futuro, el recurso a la sanción dejará de ser eficaz. Conviene, por consiguiente, ser sobrios en las amenazas (o advertencias) y firmes en la aplicación.

Firmeza, así pues, en mantener la sanción, pero también, en determinadas situaciones, flexibilidad cuando se percibe un sincero y convincente cambio de conducta. A veces, si se aprecia un cambio en los propósitos o en la actitud (arrepentimiento, dolor por lo que hizo, sincero deseo de mejorar…), se puede atenuar o levantar el castigo, manifestando nuestro reconocimiento por el cambio de disposición. Esta flexibilidad cuando se constata la mejora de la conducta sancionada puede convertirse en incentivo positivo para consolidar tal mejora.

      (Publicado en el semanario La Verdad el 9 de febrero de 2024)

domingo, 11 de febrero de 2024

RAFAEL ALVIRA, MAESTRO Y AMIGO. IN MEMORIAM.

 


Ante la muerte de un maestro -de nuestro maestro- es obligado, a mi parecer, traer a nuestro recuerdo el conocido pasaje de la Ética a Nicómaco en el que Aristóteles reflexiona sobre la restitución que se debe a aquellos amigos de quienes se han recibido favores dirigidos a nuestra persona, cuando la amistad se funda en la virtud: “La compensación de los favores recibidos -dice el estagirita- debe hacerse libremente y medirse por la intención. Así parece que debe obrarse también con los que nos comunicaron el amor al saber (la “filosofía”); su valor, en efecto, no se mide con dinero, y no puede haber honor adecuado a ellos, pero quizá baste, como cuando se trata de los dioses y de los padres, tributarles el que nos es posible”. (Ética a Nicómaco, 1164 b)

El valor de la amistad y de aquellos dones que nos vienen de los padres y de la divinidad, es impagable, no tiene precio. Y lo mismo ha de decirse de “aquellos que nos comunicaron el amor al saber”… No podemos sino tributarles todo el honor, el reconocimiento, la dignidad y la gratitud que nos sea posible porque siempre estaremos en deuda hacia ellos. 

El propio Aristóteles distinguía entre la amistad en la que dos se aman el uno al otro -se ama lo que el otro es, a él mismo-, y aquella en la que se ama lo que el otro tiene, ya sea a causa del placer, ya sea por interés. (Ibíd, 1164 a)

El magisterio y la amistad se hallan en el mismo caso: la gratuidad, el don de uno mismo, de lo que sabe y de lo que es, fundan una relación que conlleva la búsqueda del bien del otro -“amar, decía también Aristóteles, es querer el bien del otro”-. El ser humano, la persona, crece y se consolida dándose, trascendiéndose. Con su vida y con su magisterio, Rafa -así le llamábamos sus muchos amigos- mostraba que el ser humano encuentra su mayor altura y expresión al darse a sí mismo a través de sus atenciones, de su trabajo bien hecho y de sus vínculos.

Rafael Alvira ha sido -y seguirá siendo- un generoso maestro de humanismo; ha sabido educar y suscitar calidad humana desde el respeto, la amistad y la confianza. Entendía la educación como el arte de suscitar en otros lo mejor de su propia humanidad. Su magisterio ha sido -y es- donación de sí mismo. En él hemos hallado siempre ejemplo y estímulo para dar también lo mejor de nosotros. 

En el don se expresa la persona, que se pone a sí misma en lo que da y que busca el bien de la persona a la que se ofrece el don. Así como en el contrato se tiende a reducir la deuda a cero, en el don se tiende a hacerla crecer infinitamente, porque se busca el bien del otro, y en esto no hay medida: se busca el mayor bien posible. 

La lógica del don inherente al magisterio tal y como Rafa lo entendía y practicaba se apoya en la confianza primordial en la persona del otro. En esto hay un componente de riesgo, porque esta lógica estriba en no exigir ni obligar al otro a que corresponda. Mientras en una relación de transacción se buscan seguridades de contraprestación que tienden a eliminar la deuda, como decíamos, la donación se nutre de la esperanza: cuando damos incondicionalmente, nos abrimos a que el otro también dé incondicionalmente, esto es, libremente, con aquello que únicamente él o ella puede aportar por ser quien es. Y así, el maestro, al ofrecer el don de su calidad humana, suscita que el discípulo dé libremente lo mejor de sí mismo. De este modo, cuando el discípulo corresponde al don incondicionado recibido del maestro, no se cancela ninguna deuda: acontece un encuentro, un diálogo de gratuidades que discurre en la amistad.

Maestro verdadero es quien sabe transmitir y suscitar en otros calidad humana con su vida. Se trata más bien de alguien que procura vivir lo que enseña y enseñar lo que vive; que enseña a vivir, más aún, que educa con su vida. Rafa Alvira era y será siempre de estos: maestro de vida que procura hacer bien el bien y que contagia su entusiasmo y su ilusión, convirtiéndose en referente que anima a crecer, a vivir creciendo siempre. Porque educar, decía, es suscitar la virtud en el ser humano para que crezca como persona.

Rafael Alvira ha escrito que “aún más que la ciencia, es esencial en el educador la capacidad de despertar en otros el gusto -y esto es un arte-; y para ello es preciso que atesore entusiasmo, interés y admiración por las cosas y por las personas”. El maestro es alguien que atesora “entusiasmo, interés y admiración por las cosas y por las personas”… Con esta afirmación Rafa estaba haciendo un retrato fiel de sí mismo; es posible que sin saberlo, pero sin duda eso era precisamente lo que pretendía ser. Con su amabilidad y con su magisterio hacía el vivir más gustoso y amable a cuantos tuvimos el privilegio de conocerle y aprender de él. A su lado se experimentaba y entendía esa verdad que era para él tan inspiradora: Bonum diffusivum sui.

Andrés Jiménez.