lunes, 30 de mayo de 2011

Educar en el dominio de uno mismo

             No es lo mismo necesitar que desear. Pero en un sociedad consumista no es fácil distinguir ambas cosas; y esto hace más difícil la tarea de educar el carácter y la personalidad, no sólo de niños y jóvenes, sino también de los adultos.
            La publicidad, entre otros medios de persuasión, tiende a borrar la frontera entre la necesidad auténtica y el simple deseo. Un deseo, un apetito, puede obedecer a motivos no siempre necesarios, ser fruto de una ‘necesidad’ artificialmente creada.
            Gracias a los resortes persuasivos de una publicidad dotada de espectaculares medios de seducción, es fácil asociar un producto –una bebida alcohólica o un perfume de tal marca, por ejemplo- con la satisfacción de un deseo -tener éxito o relaciones personales satisfactorias, tal vez-. Consecuentemente, dicho producto será percibido por el receptor, consciente o inconscientemente, como deseable, y por lo tanto como ‘bueno’.
            Pero lo que se presenta aquí como ‘bueno’ (apariencia) puede obedecer a una asociación inadecuada entre el producto y la satisfacción gozosa y profunda de una necesidad de gran calado e importancia: para establecer relaciones personales valiosas hace falta algo más que un estado de ánimo desinhibido o un desodorante (lo que no quiere decir, en este último caso, que la higiene personal carezca de importancia, por supuesto).
            Es muy fácil que se produzcan formas sutiles y a veces mostrencas de manipulación cuando existe la posibilidad de manejar los sentimientos y las reacciones emocionales de personas masificadas, carentes de lucidez y de fortaleza para pensar, decidir y actuar por sí mismas; acostumbradas a “hacer como todo el mundo” y en definitiva, a dejarse llevar por lo que apetece, por lo más cómodo, o por lo que se presenta como tentador.   

Para captar lo auténticamente valioso
            A este respecto conviene, en primer lugar, promover en los niños y jóvenes la reflexión pausada, serena y silenciosa, a menudo a partir de experiencias (personales o ajenas) de las que se pueda extraer una lección para la vida, con el fin de que aprendan a distinguir lo verdadero y lo aparente, lo importante y lo secundario, la satisfacción inmediata de los apetitos y el valor del autodominio.
            Pero a su vez, y en segundo lugar, es preciso adquirir fortaleza para decir “no” a algo que atrae sensiblemente pero que no es digno o realmente necesario. Sólo quien sabe que ese “no” es en realidad un “sí” a un gozo y a un bien mayores tiene fuerza para no dejarse persuadir.
            La captación eficaz de la diferencia que hay entre el ‘goce’ (externo, superficial, primario, que no llena de verdad) y el ‘gozo’ (íntimo, profundo, permanente, que es fuente de plenitud) no es teórica, sino que se extrae de la propia experiencia. De ahí la importancia de una temprana dedicación de niños y muchachos a tareas que supongan una entrega generosa y abnegada, fuente de satisfacciones personales profundas, y que se puedan percibir como algo realmente más gozoso que la mera satisfacción de los caprichos.

Pautas para la educación en el autodominio
            En un corazón pleno y radiante no hay necesidad de llenar o disimular carencias y vacíos afectivos. El corazón humano no se llena de verdad con placeres superficiales ni con bagatelas emocionales. Por lo mismo, no es bueno incentivar comportamientos por medio de la codicia o la envidia, sino impulsar a la superación de sí mismo y a la generosidad.
El dominio de uno mismo se manifiesta en la conducta a través de gestos, actitudes y hábitos de serenidad, equilibrio, elegancia, responsabilidad. Todo ello es fruto de una capacidad de abnegación y superación personal por la que una persona se comporta, no de modo caprichoso, imprevisible y voluble, sino de forma tal que inspira y suscita la confianza de los demás, que esperan -con cierto fundamento- que se ponga lo mejor de uno mismo en lo que se hace, y que se actúe del mejor modo posible.
            Pero esa capacidad de superación personal y de responsabilidad no se improvisa, ni se aprende sólo en los libros. Es fruto del ejercicio constante de pequeños actos de dominio personal, de vencimiento propio, de negarse a actuar movido por caprichos intrascendentes o por la propia comodidad. Un modo de actuar fundando en motivos de verdadero calado: la generosidad, el amor a la obra bien hecha, el deseo de superar dificultades y resolver problemas, de hacer la vida más agradable y digna para los demás, etc. William James decía que “no se puede esperar de una persona que se niegue a hacer algo ilícito si antes no ha sido capaz de negarse a sí mismo cosas lícitas”.
            La repetición, la insistencia y la constancia -no cansarse nunca de volver a empezar- consolidan los hábitos y los hacen cada vez más fáciles y gozosos. Es, en definitiva, el “entrenamiento de una voluntad” y el cultivo de una personalidad que aspiran a bienes de notable envergadura.
            Pero la mera repetición de hábitos, sin más, no difiere de una rutinaria costumbre a no ser que sea orientada por ideales valiosos, que merezcan la pena, por valores o metas significativas que impulsan a la superación personal.
            Pero la educación en valores (o virtudes), decía Tomás de Aquino que no se adquiere en solitario. La forma más eficaz de aprender a vivir es, afirmaba, por “connaturalidad”, es decir, conviviendo con personas que actúan habitualmente de forma virtuosa, viendo cómo viven y tomándolas como referente, buscando emularlas, aprendiendo de sus experiencias, motivándose al recibir su aprobación.
            Con lo cual venimos a parar a otra condición esencial de la educación del carácter: la presencia de educadores que enseñan lo que viven y que viven lo que enseñan. Dicho de otro modo, la condición más importante para la educación en la virtud es la comunicativa cercanía de maestros de vida. Sin olvidar tampoco a los buenos amigos.

"Oscuro objeto de deseo": ejemplo sencillo de manipulación
que empaña la dignidad de la persona, en este caso de la mujer

jueves, 26 de mayo de 2011

¿Educación para qué?



            En estas fechas parece que, al menos por parte de algunos sectores de nuestra sociedad, la educación está siendo objeto de reflexión, debate y un notable interés. Nunca es tarde si la dicha es buena, pero… ¿habrá dicha como conclusión de todo esto?

Nada ha apartado a la actual política educativa de la línea trazada desde el principio en 1985 (con la LODE y todo lo que la ha seguido y desarrollado, LOGSE y LOE incluidas): la educación es concebida como servicio público, es una atribución del Estado y el sujeto de la educación es la sociedad -no la familia ni la persona-, preocupada por orientar y dirigir la vida colectiva: “La educación es el medio más adecuado para garantizar el ejercicio de la ciudadanía democrática… un instrumento de mejora de la condición humana y de la vida colectiva” (LOE, preámbulo, párrafo 1º)

Mala educación y malos resultados

            Es muy posible que no todos se den cuenta de que en la educación se fragua el modelo de sociedad y el futuro de las generaciones presentes. Resulta un tópico, cierto. Pero parece que no son muchos los que se paran a considerar lo que esto significa.

Desde luego, los partidos de izquierda y ciertas ideologías radicales, normalmente autodenominadas progresistas, sí parecen tenerlo muy claro. Para otros sectores, tanto grupos de opinión y de pensamiento, como para una buena parte de la sociedad, quizás la mayoría, los asuntos educativos llaman la atención cuando los medios se hacen eco de algún asunto sobresaliente: casos de acoso y violencia escolar, resultados de una evaluación internacional de resultados académicos, ciertos problemas sociales que se espera superar cuando la educación los atienda…

Con esto último se percibe más bien que la educación tiene que asumir ciertos aspectos problemáticos de la sociedad y de la propia vida académica que, en el fondo, son consecuencias, resultados, fruto del tipo de educación que se viene dispensando, o del estado de salud moral de nuestra misma sociedad.

No parece que haya tanta preocupación por la raíz de la cuestión, por el tipo de educación desarrollado en nuestro país, sus finalidades y objetivos, por el modelo de persona y el sentido de la vida que están implícitos en él; por el perfil, la calidad moral y la preparación del profesorado, la asunción por parte de las familias de su responsabilidad educativa, los valores sociales hoy prioritarios y su pertinencia o no…

En el fondo, los malos resultados que colocan a España en el furgón de cola, son expresión de algo más serio: que estamos desarrollando en estos momentos una mala educación.

Más de lo mismo…, o peor

            No parece que el fondo de la cuestión se resuelva con un mayor hincapié en el aprendizaje de los idiomas extranjeros y de las nuevas tecnologías de la información y del conocimiento. Con ello, a lo mejor, conseguiremos que nuestros niños y jóvenes digan tonterías o banalidades en varios idiomas y en formato digital. O sea, más de lo mismo, o peor. Ni siquiera se trata de reivindicar la llamada “cultura del esfuerzo” (los idiomas también cuesta aprenderlos). Lo que hay que pensar despacio es algo más esencial.

Porque lo que no se tiene claro es qué diferencia al bien del mal, que es lo que hace humanos al hombre y a la mujer y por qué, qué relieve tienen la naturaleza humana y la dignidad de la persona como referente ético previo y superior a las disposiciones del legislador y a las estrategias de poder, qué diferencia al mero placer inmediato de una felicidad profunda y duradera, si el relativismo es o no la base de una buena democracia, o qué hace que sea preferible padecer una injusticia a cometerla. Por poner algunos ejemplos.

Hoy muchos gritan: ¡Indignaos!, como proclama un panfletillo de moda. Vale. Pero hace falta algo más. Einstein dijo ya hace décadas que la nuestra es una época de medios perfectos pero de metas confusas. Hay que reconocerlo, qué listo era.


lunes, 16 de mayo de 2011

SÓCRATES, MODELO DE CIUDADANÍA


DOS MODOS DE ENTENDER LA CIUDADANÍA: LOS SOFISTAS Y SÓCRATES
Hoy la convivencia recuerda mucho en algunos países de Occidente, aunque suene algo exagerado, a lo que ocurrió nada menos que hace 2.500 años en la ciudad de Atenas. Me refiero al enfrentamiento entre dos concepciones de la vida cívica, que son en realidad dos modos de entender al ser humano.
Una, basada en la lucha por el poder político y económico como llave para decidir los destinos de todos y como forma de obtener el éxito individual. Es la que encarnaban en la antigua Grecia ciertos famosos personajes a los que se conoce con el nombre de sofistas.
La otra, orientada a conseguir el bien común, como fruto de la orientación al bien por parte de todos y  cada uno de los ciudadanos, por encima de intereses particulares y ateniéndose a las exigencias de la justicia. Es la que representa el maestro fundador del pensamiento occidental, Sócrates.
Asombra comprobar que la descripción de ambas concepciones nos permite entender algunas de las claves de nuestro tiempo.
LOS SOFISTAS: EL PODER ES LA MEDIDAD DE LAS COSAS
La prosperidad comercial y la paz social que siguieron a la victoria sobre los persas (479 a. JC.), hicieron de Atenas, la polis (ciudad) más poderosa del momento, un hervidero de gentes, un paraíso de las artes y una acumulación de riquezas económicas. Pericles instauró la democracia como forma de gobierno, lo que facilitaba a todos los ciudadanos el intervenir en las deliberaciones pública y restaba influjo a los nobles. Éstos, dispuestos a triunfar en las discusiones y parlamentos, decidieron invertir en la educación de sus hijos para que éstos vinieran otra vez a ejercer el protagonismo político. ¿Pero quién podía formar a los jóvenes para hacerse con el éxito?
 Los sofistas eran los educadores de la juventud aristocrática ateniense. Una época como aquélla, en la que el éxito político de los ciudadanos, en especial de los más adinerados, era la preocupación fundamental, favoreció la llegada y el rápido auge de maestros de elocuencia, expertos en el arte de convencer por medio de la palabra y el discurso, llamados  a formar a los dirigentes de la vida pública. El historiador Werner Jaeger señala a los sofistas como los auténticos representantes del espíritu de aquel tiempo, “de una época que tiende en su totalidad al individualismo.”[1] ¿Quiénes eran los sofistas?
La enseñanza de los sofistas, reflejo fiel de la mentalidad dominante en este momento, da más importancia al interés y a la búsqueda del éxito social que a la preocupación por averiguar qué es bueno, verdadero y justo. La utilidad y la eficacia importan tanto que la virtud se reduce a la habilidad o destreza en el manejo de las técnicas que conducen al poder y a la riqueza. Virtuoso significará hábil. Y virtud cívica (politikè areté) se entenderá como sinónimo estricto de habilidad política.
La educación que imparten los sofistas apunta al cultivo de la pericia para desenvolverse ante un auditorio de acuerdo con lo que se espera o se desea conseguir de él. El escepticismo intelectual que profesan con más o menos variantes pone de manifiesto que no hay criterios objetivos en la naturaleza de las cosas (‘physis’) que puedan servir de indicación o pauta para la conducta de los hombres. No puede reconocerse en ese ámbito una norma trascendente o superior para la valoración de las acciones humanas: Nada es bueno ni malo de suyo. Como afirma Protágoras, “las cosas son según le parece a cada cual”. Se entroniza así el relativismo ético. Con él, la ley del más fuerte, del más sagaz e influyente, del más ágil, de los más numerosos, amenaza con convertirse en norma.
Por la misma razón tampoco existe un fundamento que justifique la existencia y el contenido de las leyes más allá o por encima de los acuerdos o pactos humanos. No es posible remontarse a una norma de justicia o legitimidad que trascienda lo legal establecido.
Ahora bien, frente a esta carencia de fundamentos objetivos para el saber, para la moral y para la vida social, se alza eficaz y magnífica la palabra. “Con la palabra,  proclama Gorgias de Leontino, se fundan las ciudades, se construyen los puertos, se impera al ejército y se gobierna al Estado.”
En cuanto a los dioses, dirá Protágoras nuevamente, no alcanzo a saber si existen o no. Numerosos son los obstáculos que impiden saberlo, tanto el carácter no manifiesto de la cuestión como la vida breve del hombre.”[2] A este respecto, Critias no duda en pronunciarse acerca del posible valor –valor de utilidad- de la existencia de los dioses con palabras que hubieran despertado la admiración de Voltaire o Diderot: “Hubo un tiempo, relata el sofista ateniense, en que la vida de los hombres era desordenada y salvaje, esclava de la fuerza, ya que no había ninguna recompensa para los buenos y ningún castigo para los malos. Y me parece, prosigue, que por ello los hombres establecieron leyes punitivas, a fin de que la justicia fuese soberana de todos por igual, y se dominase la fuerza... Y como las leyes impedían hacer en público actos de violencia pero se hacían a escondidas, entonces, según parece, un hombre prudente y sabio inventó para los humanos el temor a los dioses.”[3]
En cuanto al ser humano, la sentencia de Protágoras parece dejarse escuchar aún entre los foros y areópagos de todos los tiempos y latitudes: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, y de las que no son en cuanto que no son.”[4] Cada individuo, por consiguiente, determina el valor y la consistencia que las cosas o las acciones han de tener, en función del modo en que afectan a su vida.
Pero la radical pregunta que tantas veces le atajó el paso en su camino disolvente: “¿Y quién es la medida del hombre?”, apenas logró enmudecerla por un momento.[5] Porque Gorgias, aún más consecuente, viene a argumentar: -¿Y qué más da?... Aunque nada existiera con certeza, aun cuando nada explique que podamos conocer y comunicarnos[6], “la palabra es una gran dominadora, puesto que con un cuerpo imperceptible realiza obras verdaderamente divinas”[7], y esa palabra está a disposición del hombre capaz de hacer uso de ella.
En suma, puede concluirse que para Gorgias, aunque no conocemos nada más que apariencias, la retórica es el arte de descubrir y utilizar aquéllas que pueden sernos útiles en cada caso particular. En palabras de Jaeger, Gorgias “considera como prueba de la grandeza de su arte del hecho de elevar la fuerza de simple palabra a instancia decisiva en el más importante de todos los campos de la vida, en el de la política.[8] La retórica es el instrumento idóneo para hacerse con el poder, para mantenerlo y acrecentarlo.
La concepción sofística del hombre es la de un “ciudadano del mundo” (kosmopolités) que, desarraigado del entorno nutricio de su ciudad, se emancipa por su destreza y habilidad, por su sagacidad y por el grado de poder al que consigue encaramarse, de toda índole de leyes naturales, dioses, principios especulativos y costumbres ciudadanas. Dominador y autor de leyes (convenciones) y pactos, aparece como creador de valores, al ser medida de lo que es y de lo que no es por su voluntad y su elocuencia.
Llamado de este modo a dominar sobre sus semejantes, se apoya en la retórica para lograr el poder político; aparece así como un ser independiente, autosuficiente en la medida en que logra el poder, pero inerme y sin respaldo alguno cuando se ve a merced de más sagaces adversarios.
Estamos ante una visión antropocéntrica de la realidad, ya que nada en la naturaleza es ajeno o superior a los intereses del hombre, o al menos nada de lo ajeno a dichos intereses merece ser tenido en cuenta en el ámbito natural o en cualquier otro. Ni el ser en su globalidad ni el hombre mismo en cuanto tal –¿quién es el medidor del hombre?- tienen consistencia ontológica. Todo -lo natural, lo social, lo humano- se subordina al arbitrio de quienes de hecho están en condiciones de decidir sobre su valor en la práctica. Las cosas “son”, resultan ser o se valoran tal y como decida quien de hecho puede hacerlo: los hombres –cada cual para sí, y los poderosos para la colectividad- son la medida de las cosas. Lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, es determinado por el legislador. Sea lo que sea, lo que éste decida será lo que “está bien”. En suma, los que triunfan por su elocuencia y su sagacidad son los que imponen su manera de ver la vida. Los que fracasan en el empeño quedan de este modo marginados y a su merced.
Atenas se ha convertido en una palestra de ganadores. Lo malo es que ya no es un pueblo, al menos del modo como los griegos habían entendido la polis hasta ese momento, como un ámbito de convivencia que brinda criterios, valores, identidad y acogida a los ciudadanos.
Escepticismo, relativismo y nihilismo práctico son lacras profundamente impresas en la vida pública y privada de Atenas cuando Sócrates, un ciudadano más bien modesto que vive de su trabajo de alfarero, aparece en la vida pública. No predica, al parecer, doctrina alguna; pero su conversación y sobre todo sus preguntas, ponen en serios aprietos a personajes notables y a sofistas. Ni que decir tiene, su actividad despierta la curiosidad y el entusiasmo de un buen grupo de jóvenes amigos, entre los que se encuentra uno de apenas veinte años al que todos cariñosamente apodan Platón. Pero al mismo tiempo se granjea la animadversión de hombres poderosos que no cejarán hasta conseguir su muerte.

SÓCRATES: “AMIGO, OCUPÉMONOS DEL ALMA”
            Si para los sofistas la medida de todas las cosas, de su ser y su no ser, de su valor y su indigencia, es el hombre, no en cuanto tal sino en cuanto capaz de dominación, para Sócrates el verdadero valor de las cosas pasa igualmente a través del ser humano. Pero él no se hace cuestión de lo que el hombre ‘dice’, de lo que ‘hace’, ‘puede’ o ’tiene’, sino de ‘lo que es’ y, en consecuencia, de lo que ‘debe’ hacer. Y de ahí que haga suya, como inspiración permanente de su pensamiento, la máxima de Delfos: “Conócete a ti mismo”. No se considera a sí mismo sabio, sofista, sino filósofo, buscador de la verdad, amante apasionado de la sabiduría y también de su ciudad.
            Lo primero que llama la atención en la antropología de Sócrates es su interioridad. Así, podemos leer en la Apología escrita por Platón: “Toda mi preocupación se reduce a moverme por ahí, persuadiendo a jóvenes y viejos de que no se preocupen tanto ni en primer término por su cuerpo y por su fortuna como por la perfección de su alma”.[9] Lo radical en el ser humano  está en su interior, en lo que Sócrates llama su alma, ese núcleo íntimo que define la identidad de cada hombre o mujer y que es fuente de su actuación moral. No es que el cuerpo sea ajeno al hombre, sino que debe subordinarse en todo momento a lo que en el ser humano hay de más noble, el alma, que es inmortal y cercano a la divinidad.
            Cada hombre, buscando en su interior, en su alma, encontrará la pauta de su conducta moral, tanto para su vida privada como para la vida pública, y que es superior a él mismo y a sus deseos e intereses. Pues no hay en el hombre dos vidas o identidades. “La cultura en sentido socrático, afirma Jaeger, se convierte en la aspiración a una ordenación filosófica de la vida que se propone como meta cumplir el destino espiritual y moral del hombre.”[10] Por eso, la verdadera educación no consiste en adiestrar al hombre en el manejo de ciertas habilidades retóricas o sociales, sino en el cuidado del alma, es decir, en ponerla en condiciones de alcanzar el conocimiento de la verdad y del bien, y en el ejercicio de una vida conforme a la virtud. Para un hombre que vive así, el conocimiento de la verdad, es decir, la ciencia (episteme), vendría a ser un ámbito de saber no sujeto a los intereses, a las circunstancias o las variables opiniones, sino dotado de consistencia y objetividad, al alcance de cualquiera, poderoso o no, que busque el conocimiento de sí mismo y en éste, no el temeroso culto a las apariencias, sino el descubrimiento de un modo de ser que reclama fidelidad y que ofrece la norma que ha de seguirse en la vida.
            La reforma de la polis, abrigo espiritual del hombre griego, consiste para la mirada socrática en la restauración de un sentido moral interior en el que la verdad y la justicia son para todos por igual, por encima de opiniones e intereses; nunca realizable por la implantación violenta de un poder externo sino por el cultivo de la virtud en el alma de cada ciudadano.
            La filosofía, ese camino que busca saber acerca de la esencia y de las causas de las cosas, presenta en Sócrates una dimensión de ultimidad. Es el esfuerzo de la razón y del amor para trascender el estrecho ámbito de los intereses inmediatos, y para conocer los fundamentos y el sentido último de la vida. Ningún sofista podría afirmar como él ante sus jueces: “Atenienses, os respeto y os amo; pero obedeceré a Dios antes que a vosotros y, mientras yo viva no dejaré de filosofar, (...) diciendo a cada uno de vosotros cuando os encuentre: Amigo, ¿cómo no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito y honores, en despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no trabajar para hacer tu alma tan buena como pueda serlo?”[11]
            Frente a la usurpación realizada por una presunta forma de sabiduría, reducida por la retórica sofística a ser instrumento al servicio del interés y del poder a ultranza, Sócrates representa la búsqueda sistemática de la verdad como una forma de vivir, la filosofía; ésta se hace camino hacia el interior del ser humano y hacia su conciencia moral, abierta a la realidad misma de las cosas, de la que todos los hombres deben y pueden aprender.




[1] Werner JAEGER. Paideia: los ideales de la cultura griega. México, 1971, pág. 272.
[2] DIÓGENES LAERCIO, IX, 51. DIELS, B 4.
[3] DIELS, 88 B 25.
[4] DIELS, 80 B I.
[5] Platón responderá taxativamente a Protágoras: “La medida de todas las cosas es Dios.” (Leyes, 716 C). Esta es en definitiva, a nuestro juicio, la única batalla que desde sus principios conmueve al mundo.
[6] “Nada existe. Aunque existiera no puede conocerse. Aunque fuera conocido no puede comunicarse” (DIELS, 82 B 3. Cfr. SEXTO EMPÍRICO. Adv. Math. 7, 65 y ss).
[7] Elogio de Helena, 8, 14.
[8] WERNER JAEGER. Ob. cit., pág. 513. Para este autor, la retórica, en este contexto, no incluye tras su pantalla deslumbradora “ningún saber objetivo, una filosofía sólida ni una concepción firme de la vida; además, no la anima ningún ethos, sino que sus móviles son la codicia, la voluntad de éxito y la falta de escrúpulos” (Ibídem, pág. 512)
[9] PLATÓN. Apología de Sócrates, 171, 29 e.
[10] WERNER JAEGER, Ob. cit., pág. 450.
[11] PLATÓN. Ob. cit., 169, 29 d-e.




domingo, 15 de mayo de 2011

¿Y SI NOS ATREVEMOS A MIRAR MÁS LEJOS QUE LOS DEMÁS...? (Pintura de Rob Gonçalves)

ALGUNAS IDEAS SUELTAS SOBRE LA ‘UTOPÍA’ DE TOMÁS MORO

De optimo reipublicae statu deque nova insula Utopia (1516)

            Se trata de un libro escrito con el fin de criticar defectos de los gobiernos contrastándolos con el ejemplo de países fabulosos. Es el primero de varios títulos famosos (La ciudad del sol, de Campanella, es la más famosa de la época, después de Utopía).

            Utopía describe en efecto un Estado ideal y ejemplar, en el que la tolerancia religiosa y la comunidad de bienes eran el fundamento de la felicidad y la armonía social, frente a los egoísmos desatados y las luchas religiosas que por entonces ensangrentaban Europa.

            Está redactado en forma de relato novelesco, que pone en boca de Rafael Hithlodeo, un viejo marino que navegó con Américo Vespucio, pero es en realidad una clara alusión a la situación social, económica y política de Inglaterra por esa época. Así, por ejemplo, los terratenientes sustituían el cultivo de los cereales por el de pastos para mantener ovejas, cuya lana les proporcionaba mayores beneficios. Esto daba lugar a la expulsión de los campesinos, que tenía que dedicarse a mendigar o a robar. Moro sugiere una reforma completa del orden económico y social, tal vez no realista, pero que hace pensar en lo desafortunado de la fórmula presente.

            En el libro se aprecia una fabulosa creatividad que empieza por los nombres: Utopía: un lugar que no existe, tiene por capital Amauroto, ciudad que se desvanece. El río de Utopía (que es una traslación del Támesis) es el Anidro (río carente de agua). El príncipe se denomina Ademo (jefe que no tiene pueblo)…

            Bebe de fuentes platónicas, estoicas, tomistas y erasmistas, pero es resueltamente original, como si dijera: “¿necesariamente las cosas que ocurren tenían que ocurrir? ¿No se podrían plantear de otro modo más acorde con la naturaleza y el ansia de felicidad, de amor mutuo y de paz del ser humano?” Es obvio que tiene a la vista muchas de las tensiones sociales existentes y ejemplos funestos de conducta moral por parte de personajes públicos.

            Hay un claro optimismo antropológico: como si no se hubiera producido el pecado original. Estamos ante un ideal a perseguir, nunca plenamente realizable, pero ante el que nos podemos mirar como en un espejo. La recta razón e intención, las leyes de la naturaleza, la renuncia a las guerras, al egoísmo y la codicia… No estamos ante un programa social de obligada realización, sino ante unos principios alternativos, destinados a orientar la voluntad y la convivencia, y que sobre todo hacen pensar de otro modo acerca de la realidad presente. Es un espléndido ejemplo de inteligente ironía.

            Punto central de esta sociedad es la ausencia de propiedad privada. Oro y plata carecen de estimación y se emplean en fabricar orinales y otros utensilios más bien groseros. No existe el dinero. Las tierras son cultivadas por turnos, que cambian cada dos años. Nadie está ocioso. Todos tienen oficio y sólo trabajan seis horas al día, dedicando el resto de tiempo a sus aficiones y a la lectura, bajo la vigilancia de los sifograntes, magistrados o comisarios nombrados anualmente por las familias de Utopía, que vertebran la actividad de gobierno y la toma de las decisiones, ayudando al Consejo del príncipe. Estos magistrados ellos eligen al príncipe entre cuatro candidatos propuestos por los ciudadanos. El príncipe ocupa su cargo de forma vitalicia, pero llegado el caso, ante posibles muestras de tiranía, pueden asimismo deponerlo. Los asuntos importantes son discutidos en las familias, que trasladan sus propuestas a través de los sifograntes al Consejo.

            Todos en Utopía son creyentes en un único Dios, creador y providente, al que rinden culto del modo que consideran más conveniente. Su credo es sencillo: afirman la existencia de Dios y su providencia, la vida eterna, la inmortalidad del alma y premios y castigos en la otra vida.

            Moro no es ni un socialista ni un deísta: más bien representa el alma humana como natural y espontáneamente cristiana, y preparada para recibir el mensaje del Evangelio. Es un pensador de fina inteligencia que concibe una portentosa broma, con la cual nos hace pensar en serio acerca de la condición humana.



sábado, 14 de mayo de 2011

EL VOLUNTARIADO: AYUDAR PORQUE TÚ ME IMPORTAS (Y PORQUE ME DA LA GANA)

La vida no vale nada si yo me quedo sentado,
después que he visto y soñado que en todas partes me llaman.
Pablo Milanés

             Entregar tiempo es entregar vida. Esto es lo que define lo mejor de un fenómeno socialmente emergente, que manifiesta que en el corazón de muchas personas late un deseo de aportar algo de sí mismas y de comprometerse para hacer un mundo mejor. No quieren ser solidarios de manera ocasional, se trata de convertir la solidaridad en una forma diferente de vivir. Es el voluntariado.
            Ha habido épocas en las que el servicio generoso y gratuito a personas necesitadas se convirtió en un auténtico fenómeno social. Así ocurrió con el nacimiento en el siglo XIX de muchas órdenes religiosas que gratuitamente se dedicaron a la enseñanza y a la atención de las necesidades sanitarias y asistenciales básicas. A finales de ese mismo siglo surgieron también fundaciones y organizaciones privadas que se dedicaron a atender a los más necesitados: Cruz Roja es un ejemplo muy elocuente.
            Desde finales de los años 70 ha comenzado a hablarse voluntariado para referirse a una forma de actividad más o menos organizada, pero caracterizada sobre todo por la gratuidad, la libertad y la espontaneidad en la ayuda a personas necesitadas.

¿De dónde brota el ser ‘voluntario’?
¿Qué impulsa a un voluntario, hombre o mujer, a dedicar su vida a los demás? Ante todo, un ímpetu innato del corazón, que estimula a todo ser humano a ayudar a sus semejantes. El voluntario siente una alegría muy especial cuando logra dar gratuitamente algo de sí a los demás. Uno de los rasgos esenciales del voluntariado, y en cierto modo su piedra de toque, es que, más allá de los números y de las cifras, le importa el valor efectivo de las personas concretas, porque se ha comprendido que cada persona es importante: el verdadero protagonista en el voluntariado es la persona necesitada a la que se dirige.
            Está muy extendida la sensación de que el mundo se está haciendo cada vez menos habitable. Cuando un voluntario entra en contacto con la realidad del sufrimiento, con la injusticia o el dolor humano, necesariamente ha de posicionarse: “¿Cuál es mi actitud ante la realidad que me rodea? ¿La acepto sin más, como si yo no tuviera nada que aportar al transcurso de los acontecimientos, o tengo que implicarme, salir de mí mismo y ofrecerme a los demás?”. El voluntariado es ante todo un modo de ser que afecta a la globalidad de la persona.


El voluntariado y los valores humanos
            Un voluntario o voluntaria encarna un conjunto de valores humanos que expresan una opción básica por otras personas. El voluntariado, cuando está guiado por una disposición sincera de ayuda a personas concretas, siembra valores incesantemente
            Pero los valores humanos se comprenden y aprecian cuando se viven, y dejan de apreciarse  y  de comprenderse cuando dejan de vivirse.  Por eso se educan desde la práctica.
Se cuenta que en un teatro de la antigua Atenas se celebraba una representación teatral a la que habían sido invitados los embajadores espartanos. Cuando el teatro estaba lleno, entró un anciano y trató inútilmente de hallar sitio libre. Unos jóvenes atenienses que veían los esfuerzos del anciano por acomodarse comenzaron a reírse de él irrespetuosamente. Al ver esto, los embajadores de Esparta, acostumbrados a venerar a sus mayores, se levantaron y ofrecieron sus sitios al anciano. Todo el público del teatro, al presenciar la escena, aplaudió a los embajadores. “-Es curioso, dijo el anciano, los atenienses aplauden las virtudes, pero los espartanos las ejercitan...” La moraleja del cuento es que no basta con “aplaudir las virtudes” o con “sabérselas”: hay que practicarlas, llevarlas a la vida diaria.
Una obra puede ser técnicamente perfecta, pero gana en hondura humana cuando es fruto del amor, y enriquece tanto a quien la recibe como a quien la lleva a cabo. La relación entre una persona necesitada y las dedicadas al cuidado de su salud, al remedio de su ignorancia, o al acompañamiento de su soledad, por ejemplo, requiere una formación técnica suficiente, pero ante todo incorpora aspectos humanos indispensables.

Los valores propios del voluntariado
La acción voluntaria es fuente de valores éticos porque apunta a nobles ideales, busca la elevación de la condición humana en las personas a las que se ayuda y la promueve directamente a través de sus acciones. La acción voluntaria aporta un bien al mundo. El voluntario es una persona que procura cultivar lo mejor de sí mismo para ofrecerlo generosamente a otros. Nada más lejano de la “solidaridad light” de aquellos a los que “les da el punto” y deciden convertirse en voluntarios pero luego sólo aguantan 15 días. Y además se sienten tranquilizados.
      Entre los “valores del voluntariado” cabe destacar:

§         Sensibilidad para captar las necesidades concretas de las personas a las que se ayuda y sentirse apelado por ellas.

§         Libertad madura para ofrecer ayuda a otras personas de forma voluntaria y desinteresada.

§         Generosidad, dar con alegría, salir de uno mismo, alejarse por un momento de las propias necesidades, y dar, dar-se. Es una disponibilidad para la entrega y el servicio.

§         Solidaridad. Actitud básica y virtud por excelencia del voluntariado. Consiste en sentir y asumir como propias las necesidades de otras personas y trabajar por remediarlas como si fueran las propias.

§         Gratuidad, actitud de autodonación sin esperar nada a cambio, con la sola intención de hacer el bien a alguien que lo necesita, no por esperar agradecimiento o consideración alguna.

§         Compromiso y constancia, autoobligarse a ayudar con independencia de tener ganas o no. El compromiso puede ser limitado, pero ha de ser firme.

§         Búsqueda de la justicia, trabajar honestamente en la solución de problemas y situaciones concretas, empeñarse en mejorar el mundo.

§         Empatía, capacidad de comprensión, intentar ponerse en el lugar del otro para ver las cosas como él las ve. Asumir su punto de vista para comprender sus reacciones, para definir y ponderar sus necesidades, y para que se sienta querido y respetado.

§         Responsabilidad. Tomar las cosas como tareas propias y buscar la mejor solución. En lugar de poner pegas, resolverlas lo mejor posible.         

§         Autenticidad, coherencia entre lo que se piensa, se dice y se hace. Supone fidelidad a la propia escala de valores y deseo sincero de hacer el bien, integridad.

§         Respeto y amabilidad. Tratar al otro de acuerdo con su dignidad de persona y hacerle más llevadera y grata su situación con nuestra actitud. Más allá de la tolerancia, el respeto no se reduce a soportar al otro a pesar de lo que no agrada de él, sino reconocerle como un ser valioso y ponerse a su disposición.

§         Fortaleza, vencer el temor, el dolor y la desgana, mantener la serenidad y el autodominio en los momentos difíciles. En sus actividades, los voluntarios se exponen a situaciones dolorosas o injustas. En estas situaciones es importante mantener la fortaleza de espíritu, la ejemplaridad, mostrar energía y entereza, y transmitir aliento, coraje y esperanza.

§         Humildad. Nadie es imprescindible, y el servicio prestado no da derecho a sentirse superior o acreedor en modo alguno. Las personas a las que se ayuda también pueden enseñarnos mucho, tal vez lo esencial. Paciencia para aceptar las limitaciones propias y ajenas, los largos plazos, la falta de colaboración y de resultados tangibles.

Se puede humanizar el mundo
            Cuando un ser humano se halla a la intemperie, sobre todo en el sentido afectivo y personal, cuando se ve realmente solo, tiende a buscar cobijo, protección y seguridad. Esta carencia encuentra remedio en un ámbito de afecto personal donde se puede “estar” porque la cercanía tangible de alguien aviva el calor de la identidad y la conciencia de sí mismo; intensifica el sentido de la propia dignidad.
            Toda persona humana, aunque carezca de salud, de habilidades intelectuales o físicas o de bienes materiales, posee una dignidad irreductible que la hace directamente merecedora de solicitud. Este es el fundamento de la actividad médica, educativa u otras muchas orientadas a la ayuda y cuidado de personas damnificadas o menesterosas. Porque el sufrimiento no reduce la dignidad de la persona que sufre. Para quien entrega su vida y su tiempo generosamente como voluntario, una persona enferma, anciana o impedida, por ejemplo, no merece ser marginada o eliminada porque otros consideren que su vida es una carga y por eso carece de calidad. Antes bien, se hace acreedora de solicitud y de cuidado, porque no es una persona menos digna. Una de las más hermosas constantes en las experiencias de voluntariado es la de comprobar que las personas a las que se ayuda te aportan mucho más que lo que tú les das. En toda relación auténticamente personal se humanizan lo mismo el que da y el que recibe.
            El voluntariado responde a la necesidad de sentido y plenitud que es propia de la persona humana. En el umbral de una época nueva, la sensibilidad que emerge reclama una profunda mirada sobre el valor de cada persona y modos de convivencia donde cada uno pueda dar y recibir, donde el progreso de unos no sea un obstáculo para el desarrollo de los otros ni un pretexto para su exclusión.
            Una expresión de lo que esa mirada significa es precisamente la experiencia del voluntariado, llegar a personas concretas a través de una mirada y unas manos generosas y cercanas. Esas manos y esa mirada hacen concebir la esperanza de que el mundo pueda llegar a ser un día una morada a la medida del ser humano.