jueves, 24 de febrero de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (18)

SENSIBILIDAD Y ASOMBRO: VER CON EL CORAZÓN


 

La educación de los afectos consiste en asumir, potenciar y ordenar el conocimiento y la vivencia de toda su riqueza al servicio de una personalidad creativa, firme y magnánima. Aspiramos a promover en nuestra vida un modo de sentir y desear que sintonice con lo valioso. Se trata de “aprender a mirar”, de “saber gozar” y también, sin duda, de “saber sufrir”.

Hay en la vida afectiva un primer momento de receptividad: algo nos afecta, nos saca de la indiferencia, nos atrae o nos desagrada, nos alegra o nos hace temer o sufrir. Es lo que llamamos sensibilidad, una primera fuente de conocimiento y de valoración del mundo: personas, cosas y acontecimientos se muestran ante nosotros como atrayentes y bellos, como deseables; pero también como temibles, desagradables, dañinos…. La sensibilidad hace posible el asombro, la admiración, el deseo, la compasión, la percepción de la belleza, la ternura, la finura de conciencia... y también estados e impulsos de repulsa, como la aversión, el miedo o el sufrimiento. 

Educar la sensibilidad significa cultivar mediante experiencias adecuadas la percepción y el aprecio del valor de las cosas, pero distinguiendo además si, más allá del agrado y el desagrado, hay una realidad valiosa de suyo, algo que de verdad merece la pena. Apreciar la belleza -estética y moral- allí donde se encuentre y apenarse espontáneamente ante lo injusto, lo malo. Se trataría de aprender a mirar para aprender a vivir. 

Implica también aprender a ver en las realidades ordinarias y en los pequeños detalles indicios de lo eterno. Esta educación suele producirse por contagio: personas de referencia que han aprendido a mirar con finura, a ver con el corazón yendo más allá de las apariencias, ofrecen con su ejemplo claves y actitudes que despiertan en otros su sensibilidad. Es tarea esencial en la familia. Debemos a Machado, por ejemplo, el descubrimiento de la belleza de los paisajes de Soria, hasta entonces considerados como anodinos. Nos enseñó a mirarlos y amarlos, porque supo descubrir su “alma”.

Es fundamental aquí el cultivo del asombro: reconocer y hacer ver en la realidad algo sorprendente, que nos supera, que nos es dado de algún modo, que no hemos fabricado a capricho y que por lo tanto no debemos ni podemos manipular a nuestro antojo sin dramáticas consecuencias. El asombro nos hace humildes, genera algo tan esencial como el respeto. Hace contemplar la realidad con agradecimiento, delicadeza, sentido del misterio y admiración.

Sin esta mirada capaz de contemplar y de asombrarse todo se vuelve banal; al acontecimiento maravilloso se le llama “casualidad” o se ignora; se pierde la capacidad de agradecimiento, no es posible captar la belleza de lo real -incluyendo la belleza moral e interior de las personas- ni conocerse a uno mismo.

Como en casi todo comportamiento humano, la virtud, el acierto, es un equilibrio a veces difícil entre dos extremos perniciosos. Tan nocivos son la hipersensibilidad, la afectación y los escrúpulos que viven en la desproporción y la culpa, como la insensibilidad, la dureza de carácter, la trivialidad y el pragmatismo, que se alojan en el desprecio o la superficialidad. 

Dar presencia al mundo de la afectividad en la educación es ayudar a que la rigidez de la razón se flexibilice con la calidez de la afectividad, pero conseguir, al mismo tiempo, que la afectividad escuche a la razón y siga sus orientaciones para conocer el bien, la verdad y la belleza.

(Publicado en el semanario LA VERDAD el 18 de febrero de 2022)

sábado, 19 de febrero de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (17)

                    LA EDUCACIÓN DE LA AFECTIVIDAD



        

Nos hemos referido en artículos anteriores a la educación del corazón entendida como formación integral o educación personalizadora; y destacábamos en ella tres aspectos nucleares: la educación de la afectividad, de la voluntad o el carácter y la educación ética. Hemos reflexionado ya sobre la educación del carácter, y empezaremos a hacerlo ahora sobre la educación de los afectos. Aunque ya aludimos a ella anteriormente de pasada, conviene precisar ahora algo más.

La afectividad es una dimensión de nuestra naturaleza que es preciso tener muy en cuenta si queremos educar de manera equilibrada, integral, plenamente humana. Emociones, sentimientos, estados de ánimo, sensibilidad artística, compasión, deseos, ilusiones, miedos, impulsos, apetitos… son vivencias que surgen y actúan cuando percibimos algo que nos agrada o que nos disgusta, que nos atrae o nos amenaza, sacándonos de la indiferencia.

El poder de nuestras emociones es formidable. Gracias a su impulso se pueden alcanzar logros difíciles y afrontar adversidades que amenazan con ahogar nuestra resistencia e incluso nuestra vida. Por amor o por ira, por la fuerza de nuestras ilusiones o por el deseo de que se nos trate justamente, o incluso por desesperación, somos capaces de hacer y soportar lo que nuestra voluntad por sí sola no podría.

Pero las vivencias emocionales, las pasiones y los afectos poseen una espontaneidad, una fuerza y una fluctuación que a menudo los hacen difícilmente gobernables. Y al depender muy directamente de estímulos de agrado y desagrado pueden también ser susceptibles de manipulación externa. Decía Aristóteles, que la voluntad domina los apetitos hasta cierto punto, con imperio “político” y no “despótico”. No tenemos un poder absoluto sobre ellos porque poseen una dinámica propia, suelen resistir al mandato de la razón y solo cabe regularlos y dominarlos con esfuerzo, habilidad y paciencia, y no siempre. Si no se integran los sentimientos y los afectos de manera adecuada con la voluntad y con la inteligencia, el resultado es una vida llena de tensiones conscientes o inconscientes y en todo caso nada saludables.

Gregorio Luri decía recientemente, con clarividencia de maestro: “Dudo mucho de que las emociones puedan organizarse a sí mismas sin la ayuda de un principio no emocional. Más importante que hablar de emociones es saber qué tipo de personas aspiramos a ser.” 

La voluntad -instancia operativa racional- debe orientar la conducta, dirigiendo la agresividad y la apetencia de placer -que son las instancias operativas sensibles- y engendrando actitudes y hábitos enriquecedores para nuestra vida y la de los demás. Es el cauce de la autoposesión personal, del autodominio. Sólo quien se posee a sí mismo, por ser dueño de sus actos, puede darse a sí mismo, amar con autenticidad, hondura y constancia. 

Es preciso orientar racionalmente nuestras emociones para que sirvan al bien y a la verdad, a lo justo, a lo que es moralmente digno, que son aspectos que corresponde dilucidar y plantear a la inteligencia y la voluntad. Eso no es excluir las emociones. La afectividad necesita ser educada -no anulada- para que nos ayude a configurar nuestra personalidad de manera armónica y cabal. 

Pero para no caer en el voluntarismo y la insensibilidad -que, como ya dijimos en su momento, son deformaciones tan extremas como pueda serlo el emotivismo- es preciso dar su importancia al papel de los afectos y al cultivo de la sensibilidad.


         (Publicado en el semanario LA VERDAD el 11 de febrero de 2022)

miércoles, 9 de febrero de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (16)

METAS E IDEALES EN LA EDUCACIÓN

 


Hemos venido diciendo que la educación del carácter pivota en gran medida sobre la educación de la voluntad. Convendría resaltar a este respecto que el olvido de esta facultad en educación pasa por una generalizada dificultad a la hora de tomar decisiones y de proponerse metas valiosas como horizonte del desarrollo personal. 

En muchas personas, jóvenes y adultas, la voluntad no llega a desarrollarse porque no tienen capacidad de plantearse metas valiosas de cierta envergadura, lo cual va de la mano con una notable incapacidad para tomar decisiones. Una de las imágenes típicas de la persona sin voluntad es precisamente la del indeciso. Esta disfunción de la capacidad de elegir procede con frecuencia del rechazo al sacrificio que supone renunciar a algo para conseguir algo. 

Toda elección implica siempre renuncia. El indeciso, al pretender sustraerse a esa ley, termina bajo el imperio del deseo. Son esas personalidades acomplejadas definidas por Remo Bodei como "personalidades deseantes": buscan elecciones sin vínculos, relaciones sin lazos, "altruismos indoloros". Es el producto de un clima social en el que el simple deseo de algo da derecho a poseerlo sin demora e incapacita para asumir la responsabilidad y el riesgo que lleva consigo toda elección.

El adecuado desarrollo de la voluntad y del carácter dentro de una formación integral de la persona supone también la capacidad de ponerse metas valiosas, ideales. Decía Víktor Frankl: "Considero un concepto falso y peligroso para la higiene mental dar por supuesto que lo que el ser humano necesita ante todo es equilibrio o, como se denomina en biología, 'homeostasis', es decir, un estado sin tensiones, una forma de bienestar cómodo. Pero lo que el ser humano realmente necesita no es vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por una meta que le merezca la pena". 

Pretender la forja de voluntades fuertes sin metas que las atraigan, acometer un “cómo” arduo sin tener un “para qué” valioso, puede terminar en neurosis o soberbia, en puro narcisismo, en contorsionismo intrascendente. El cultivo de la voluntad no es el exhibicionismo estoico de quien se "machaca" en el gimnasio para modelar los músculos y presumir ante sí mismo y los demás. 

Por eso es central en la práctica educativa alumbrar en los educandos grandes ideales donde dirigir la mirada y apartarla de su yo en riesgo de ser  convertido en ídolo. El ideal -la excelencia bien entendida: dar lo mejor de uno mismo por el bien de los demás, por una causa valiosa, justa y noble- ilusiona, aviva la voluntad, proporciona sentido.

Hoy, en tiempos de posverdad y pragmatismo, vemos claramente que si no hay posibilidad de hacer juicios objetivos porque, se dice, no hay verdad ni certezas, todo es pura subjetividad, relativismo. Todo, pues, vale igual. Y, si todo vale igual, nada vale nada. Y si nada vale nada ¿para qué poner en movimiento la voluntad, comprometerse? He aquí uno de los rasgos de nuestra crisis cultural. El ocaso de los ideales trae consigo el olvido de la voluntad y viceversa. No nos engañemos ni engañemos a los jóvenes: no hay posibilidad de una voluntad libre sin la presencia de ideales nobles, trascendentes. Gabriel Marcel afirmaba que hay dos formas de ser inservible para el mundo: o volviéndose de espaldas, o sumergiéndose en él. 


(Publicado en el semanario LA VERDAD el 4 de febrero de 2022)

viernes, 4 de febrero de 2022

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (15)

    EL PAPEL DEL ESFUERZO EN EL PROCESO EDUCATIVO




Existe en la educación del carácter y la personalidad un aspecto que tiene mucho que ver con el logro del autodominio. Se trata del hábito del esfuerzo. Es un hecho de experiencia que ni todo lo que nos agrada es bueno ni lo bueno es siempre apetecible, pues a menudo  resulta costoso y es necesario pugnar frente a las dificultades. 

El esfuerzo -esa determinación de la voluntad con la que se afrontan situaciones costosas- puede no ser una virtud como tal, pero sí es un ingrediente de toda virtud genuina. La generosidad, el respeto, la paciencia, la resistencia a la frustración, la responsabilidad, el esmero en el trabajo, la constancia, la compasión… toda virtud, en fin, se adquiere por reiteración de actos a impulsos de una voluntad persistente.

Al principio supone autoexigencia, insistencia, afán de superación…, pero en cuanto el hábito empieza a consolidarse la actividad resulta más fácil, produce alegría y con ella un plus de motivación que es fuente de una experiencia educativa valiosísima: la satisfacción del deber cumplido, el gozo de superarse y de haber sido capaz de conseguir las metas planteadas, con la consiguiente autoconfianza. La alegría interior que sigue a la coronación exitosa de un esfuerzo es una fuente extraordinaria de motivación y nos hace conocer una forma de alegría muy superior al placer sensible inmediato.

Por este motivo no hay que evitar esfuerzos a los niños y jóvenes; tienen que aprender a resolver los problemas que son capaces de resolver, contando con el apoyo emocional de sus padres y maestros, pero aprendiendo a ser los protagonistas. En general se trata de no dárselo todo hecho, de que aprendan a conseguir metas algo difíciles por medio de su esfuerzo y responsabilidad. La prudencia ha de acompañar esta práctica de la exigencia. 

El comportamiento moral positivo implica escuchar la voz del deber, la cual orienta la voluntad hacia el bien pero suele ser austera, exigente y frustra algunos de nuestros deseos más primarios. A partir de los quince meses los niños necesitan saber que a menudo hay que hacer cosas poco agradables para conseguir una meta valiosa y más satisfactoria a la larga. Para ello es necesaria una adecuada disciplina: cuidar el orden, establecimiento de límites, fomentar el gusto por el trabajo bien hecho, propiciar el autocontrol aprendiendo a dominar caprichos y a sobrellevar con buen ánimo estados y situaciones de frustración. Importa mucho aquí valorar su esfuerzo tanto, al menos, como el resultado final.

Es muy importante enseñar a aplazar la recompensa, como confirma el famoso experimento en 1960 del Dr. Walter Mischel, de la Universidad de Stanford, conocido como Test del Malvavisco (The Marshmallov Test).

Pero no es cuestión tampoco de “obrar sólo por amor al deber”, como decía Kant (eso sería caer en el voluntarismo y el rigorismo, que son degeneraciones de la voluntad); sino en obrar por amor al bien y a las personas, para lo cual el deber, eso sí, es una gran ayuda. 

No hay que olvidar tampoco una evidencia pedagógica y moral: las consecuencias en nuestra naturaleza del pecado original. Preferimos lo fácil y lo cómodo a lo bueno y tendemos a anteponer nuestro egoísmo a la generosidad y a la justicia. Ello acentúa el valor educativo del esfuerzo, además, claro está, de hacer necesaria también la ayuda sobrenatural de la gracia.


(Publicado en el semanario LA VERDAD el 28 de enero de 2022)