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lunes, 21 de octubre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (117)

LA TAREA DOCENTE


Nuestros niños y jóvenes no serán mejores estudiantes, profesionales, padres de familia o «simplemente» personas por el mero hecho de que les transmitamos conocimientos, les entrenemos en competencias y les hablemos en abstracto de los valores. Los idiomas, las habilidades y los conocimientos sin duda son necesarios, pero la maduración personal no puede forjarse más que por cercanía con personas que sirven de referencia, ganan nuestra confianza y nos enseñan a vivir con su ejemplo.

Durante años he tenido ocasión de colaborar en cursos para la formación inicial del profesorado en Educación Secundaria. En ellos, al presentar mis objetivos, decía a los participantes que mi propósito principal era desengañarles de su intención de dedicarse a la docencia… a no ser que lo quisieran de verdad, es decir, que estuvieran dispuestos a vivir con pasión la tarea de enseñar y por lo tanto a pasarlo mal, llegado el caso. La cosa iba un poco en broma… pero también muy en serio. 

La trascendencia del oficio de educador, sobre todo si se dirige a niños y jóvenes, no es comparable a un medio como cualquier otro de ganarse el sueldo. En el sentido de nuestras reflexiones anteriores, se trata de una cuestión de “vocación” (ya sea innata o adquirida pero siempre cultivada), entraña compromiso y una gran responsabilidad. 

A veces la tarea educadora es ingrata, muchas veces no se ven resultados palpables de manera inmediata. Exigir (y exigirse), fomentar la excelencia humana suele ser costoso, porque nuestra naturaleza -la de los educandos lo mismo que la del educador- está inclinada a lo fácil, a lo agradable, a lo cómodo. Todos nos cansamos.

El trabajo de un educador, incluso si es ejemplar, no busca -ni suele recibir a menudo- un feedback inmediato. No vive del aplauso o la felicitación del alumno. Es más, los profesores que esperan una gratificación instantánea son más susceptibles de acabar quemados. A menudo el maestro tendrá que soportar la indiferencia aparente o incluso una desafección inmediata de sus alumnos, que solo con el paso del tiempo será vencida o reemplazada por actitudes más agradecidas. La experiencia nos ha sorprendido con antiguos alumnos que, años después, manifestaban gratitud y gozo al recordar aquellas clases, aunque en su día, el profesor no percibiera precisamente tal actitud…

La formación humana es fruto del contagio personal de actitudes y conocimientos, de criterios y virtudes a través de la relación directa con personas significativas, exigentes y pacientes al mismo tiempo, que son rostro visible del afán de verdad, de bien y de belleza, capaces de despertar el gusto por aprender, que atesoran entusiasmo por las cosas y sobre todo por las personas. Que se cansan, sí, pero vuelven a la carga porque saben que sirven a un bien mayor que ellos mismos. Toda verdadera educación, independientemente del área de conocimiento, se sustenta en la calidad humana de los maestros.

Todas estas reflexiones, nacidas de la experiencia, tienen el propósito de despertar la vocación a la docencia si acaso estuviera latente en alguno de nuestros lectores. Porque hoy más que nunca nuestros niños y jóvenes, nuestra sociedad en su conjunto, necesitan verdaderos maestros dispuestos a influir para bien en la personalidad de sus educandos desde la autenticidad de su vida y su trabajo, de su preparación y de su actitud. Pocas tareas hay tan hermosas.

         (Publicado en el semanario La Verdad el 18 de octubre de 2024)

lunes, 30 de septiembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (114)

EDUCADORES CON VOCACIÓN Y CON OFICIO (I)


 

Varias veces hemos recordado, recuperando una fecunda tradición clásica, que la acción educativa consiste en ayudar a introducirse en la realidad suscitando la virtud, la orientación de la persona al bien. Y que esta actividad es una de las más nobles y necesarias de la vida. 

Por eso, quien la realiza, un buen educador, un maestro auténtico, es una personalidad en cierto modo única, singular. El intento de encontrar un perfil común del profesorado suele ser una tarea difícil -ya se sabe, “cada maestrillo tiene su librillo”-, si bien se pueden apuntar algunas cualidades deseables, de las que hablaremos más adelante. 

Habría que tener en cuenta esto a la hora de proponer mejoras educativas que atienden sobre todo a las metodologías, y dar a estas el valor que realmente tienen: no despreciarlas ni sacralizarlas. Como suele decirse, las modas, también las pedagógicas, son lo primero en pasar de moda; y lo esencial es la calidad de los maestros. No son los métodos los que “hacen” bueno al maestro, es el maestro quien hace buenos los métodos.

Viene esto a cuento oportunamente, ya que se empieza a percibir hoy una “crisis de educadores”, de maestros en el sentido más noble de la palabra. 

No es maestro quien ostenta un título -muchos títulos no aseguran lo que dicen certificar-, sino quien acierta a orientar a otros en el proceso de su maduración personal. Y para esto suele decirse a menudo que “hace falta tener vocación”…

Se habla mucho, en efecto, de lo buenos que son aquellos profesionales a los que se les nota que “tienen vocación”: médicos, enfermeros o enfermeras, quienes atienden amablemente al público, investigadores, etc.; por supuesto, quienes optan por una consagración religiosa y la viven con autenticidad. Pero también, frecuentemente, quienes ejercen con entusiasmo la profesión de educador. En todos ellos se percibe un denominador común no fácil de definir pero que se nota siempre. 

La vocación se ha considerado como una especie de “llamada divina” a la que ciertas personas se ven de algún modo predestinadas. Esto, que parece más propio de la entrega religiosa, es menos perceptible en otros tipos de “profesiones”. Y sin embargo suele decirse que la primera condición de un buen profesor es que tenga vocación, es decir, que le apasione y goce con la tarea de enseñar y que se le note. Vale, y eso, ¿en qué se nota? Pues en que no se conforma con cumplir, sino que aspira a desempeñar su trabajo lo mejor posible. En el fondo hablamos de alguien que lo realiza por amor, es decir, no porque le puede reportar a cambio compensaciones económicas, sociales o afectivas, por ejemplo, sino de forma en cierto modo gratuita, porque goza realizándolo, y porque eso que hace, y a quien se lo dedica, le importan por sí mismos.

Un docente que soporta su tarea con mera resignación difícilmente puede entusiasmar ni suscitar el deseo de aprender y, por lo tanto, le será muy penoso enseñar. El buen profesor o profesora es aquel a quien le gusta su materia, le gusta enseñarla y le importan sus alumnos. 

Y esto, ¿es algo innato o adquirido? Tal vez obedezca a una inclinación temprana, pero también puede surgir de una actividad que se ha convertido en gozosa mediante la práctica y “el oficio”. 

    (Publicado en el semanario La Verdad el 27 de septiembre de 2024)