domingo, 24 de noviembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (122)

EL AMOR QUE EDUCA


Nuestra vida no se nos dio hecha. Cada uno de nosotros, al nacer, hubo de ser acogido, cuidado, atendido. La naturaleza humana, a diferencia de lo que ocurre en los demás animales, presenta un cúmulo de necesidades que es preciso satisfacer y de capacidades que es necesario ayudar a cultivar. 

La vida de cada ser humano es un don y a la vez una tarea en la que es imprescindible la ayuda de otros para subsistir y para aprender, para conocer el mundo y conocernos a nosotros mismos. Pero este desarrollo es un crecimiento paulatino cuyo protagonismo ha de ir asumiendo el propio ser humano. A esto es a lo que a grandes rasgos llamamos educación.

Aristóteles definía el amor como querer el bien para alguien. Si esto es así, ayudar a una persona a sacar lo mejor de sí misma es una forma concreta y efectiva de amor. No hablamos de una efusión del sentimiento sino de algo más profundo: de un compromiso para facilitar el crecimiento de otros en humanidad, acercándoles un legado (la cultura) que les ayude a situarse en la realidad de manera lúcida, y haciendo que este aprendizaje les faculte para que sean hombres y mujeres en quienes se pueda confiar. 

La educación pasa por el compromiso activo del educador para servir a otros y orientarlos al bien, a la verdad y a la belleza, enriqueciendo así su vida y el mundo alrededor. A quien sabe educar le llamamos maestro, maestra. La palabra “maestro” viene de “magis”, y “magister” es el que sabe más, el que tiene más experiencia en una actividad. Quien destaca y está en condiciones de dirigir y orientar. 

El maestro sabe acerca de lo que enseña y, si ello le entusiasma y le importan sus alumnos, encontrará el modo de contagiarlo. “Sólo podemos hacer a los educandos partícipes de lo que a nosotros mismos nos colma” (Spaemann). Pero además, al exponer lo que sabe, el maestro procura generar un clima afectivo en el cual el educando se sienta atendido, comprendido, aceptado y valorado. Y esto es amor del bueno.

El amor que educa excluye el mero “cumplimiento” de una obligación. El maestro no se conforma con los mínimos -la chapuza- sino que aspira a los máximos -la obra “maestra”-; atesora sabiduría, magnanimidad (tensión del ánimo hacia grandes cosas), generosidad, disponibilidad… La autoridad moral -ese prestigio que genera confianza- es esencial en el amor que educa. Gracias a ella el discípulo se ve animado a hacer algo que al principio no le apetecía o no quería hacer.

El amor que educa ve “dentro”, otea el futuro y es capaz de atisbar ese “mejor yo” que a menudo ni siquiera el discípulo ve en sí mismo, desalentado tal vez por sus fracasos.

El amor que educa es exigente, a veces dice no y corrige, porque busca hacer capaz de lo mejor al otro. Es exigente consigo mismo en primer lugar, para dar lo mejor y suscitarlo en el otro. Se sobrepone ante las dificultades, los fracasos, las desganas, el egoísmo y la vulgaridad. Se atreve con lo difícil porque sabe que no hay gozo más noble que el de la superación de las propias limitaciones para ofrecer a los demás lo mejor de sí, y además se alegra sinceramente cuando estos le superan.


(Publicado en el semanario La Verdad el 22 de noviembre de 2024)

lunes, 18 de noviembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (121)

SUPERAR EL DESALIENTO

 


No podemos considerar la figura y el papel esencial del educador, del docente en concreto, sin referirnos a un hecho que se da con relativa frecuencia, quizás hoy más que en otras épocas. Educar no es fácil, sin duda, y a veces las compensaciones no son inmediatas ni frecuentes. Antes bien, se tiene la impresión de que se espera del educador que resuelva casi todos los problemas del tejido social, supliendo carencias familiares, sociales y políticas. Paradójicamente, la valoración social de la profesión docente parece haber perdido en buena medida su tradicional estimación.

La autoestima tampoco está siempre garantizada. No es de extrañar que las limitaciones y actitudes personales de los alumnos, la influencia de un entorno disolvente, la dejadez de algunas familias, la posible falta de entendimiento y colaboración entre los propios educadores, las propias limitaciones y contratiempos, hagan caer en ocasiones a no pocos maestros, humanos al fin, en el desaliento.

Así, un estudio impulsado por el diario “Éxito Educativo”, la plataforma “Educar es Todo” y la Universidad a Distancia de Madrid reflejaba que la autopercepción de los docentes en relación con su salud mental no es buena. El trabajo, basado en las respuestas de más de 3.800 profesionales, refleja que el 28,4% se autopercibe en un estado emocional asociable a una depresión moderada o severa, cifra que se eleva hasta casi el 40% entre quienes cuentan con menos de 15 años de experiencia.


El principal obstáculo para el desempeño de su labor sería:

Ambiente, compañeros, 8%

El equipo directivo, 2%

Las nuevas tecnologí­as, 1%

Falta compromiso de estudiantes, 21%

Familias y su comportamiento, 18%

Cambios legislativos, 26%

Trabajo burocrático, 25%

 

Interesante: vemos que más del 50% de los encuestados asegura que los principales son de carácter burocrático y legislativo, lo que reclama simplificar los asfixiantes procedimientos administrativos. En cuanto a los factores que creen más influyentes entre los estudiantes, sitúan en primer lugar a las redes sociales (95%), las familias (90%), y los medios de comunicación (75%). Pero solo uno de cada diez cree que las familias poseen una capacidad de influencia educativa considerable. Es llamativo que el 60% de los docentes siente que su labor profesional no es valorada y carece de reconocimiento social. Debiera ser una prioridad de las autoridades educativas que esto cambie. Y también de las familias, muy significativamente.

Es un problema social, y no pequeño. ¿Cómo hemos de afrontarlo los propios docentes? Obviamente: hay que decirlo y bien alto. Pensemos también que el cansancio de la voluntad no se presenta solo porque surjan los obstáculos, sino porque éstos llegan a ocultar la meta a nuestra mirada. Entonces es preciso recordar y reavivar el sentido de lo que hacemos, mantener viva la conciencia del valor de la educación. 

Es fundamental también el apoyo de compañeros que comparten las mismas inquietudes y experiencias de alegría y de cansancio y que, en lugar de acumular sus lamentos a los nuestros, conteniendo tal vez su propia necesidad de consuelo, nos recuerdan la humilde pero gran maravilla, el tesoro que encierra nuestra vocación de maestros. 

A los creyentes nos queda sobre todo el recurso a la fe en Dios y en todo el bien que hemos querido sembrar. Hemos de aprender a amar con un Amor más grande que nuestro amor; somos cauce e instrumento en sus manos.


(Publicado en el semanario La Verdad el 15 de noviembre de 2024)

lunes, 11 de noviembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (120)

EL QUIJOTE Y LA FECUNDA CERCANÍA DEL MAESTRO



El Quijote se puede leer, entre otras maneras, como una parábola de la transformación de Sancho, un hombre zafio y de difícil convivencia, en una persona sensible cuya vida se va puliendo como si Don Quijote, en el papel de educador, le hubiera ido poco a poco infundiendo algo de su alma.

 

En el cap. XI de la Iª parte, Cervantes presenta la delicadeza cordial del caballero y junto a ella la basta grosería del escudero. Unos cabreros invitan a ambos a compartir su comida. Sentado a la rústica mesa, dice Don Quijote:

 

«—Por que veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería, y cuán cerca están los que en cualquier ministerio della se ejercitan de venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi lado y en compañía desta buena gente, te sientes, y que seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere, porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas igualan».

 

Difícilmente se descubrirá otro lugar donde Sancho muestre su natural zafio, cuando a las palabras afectuosas del caballero contesta sin rubor:

 

«—¡Gran merced! —dijo Sancho—; pero sé decir a vuestra merced que como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas como sentado a par de un emperador. Y aun, si va de decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo».

 

Sin embargo, en el cap. XII de la 2ª parte vemos ya a un Sancho distinto, capaz de apreciar la nobleza del caballero. Y ¿cuál es el secreto de tan maravillosa transformación? Él mismo confiesa a su señor:

 

«—Cada día, Sancho —dijo Don Quijote—, te vas haciendo menos simple y más discreto.

—Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuesa merced —respondió Sancho—; que las tierras que de suyo son estériles y secas, estercolándolas y cultivándolas vienen a dar buenos frutos; quiero decir que la conversación de vuesa merced ha sido el estiércol que sobre la estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que ha que le sirvo y comunico; y con esto espero dar frutos de mí que sean de bendición, tales que no desdigan ni deslicen de los senderos de la buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío».

 

Raramente se encontrará otro lugar en el que con más claridad y llaneza el sentido común habla de la acción educativa a través de la proximidad de un maestro de vida.  ¿A qué arte se ha debido esta notable transformación? No es otro que la presencia, el ejemplo y la comunicación con el “maestro” Don Quijote, estímulo constante que pacientemente ha obrado en la disposición de Sancho.


(Publicado en el semanario La Verdad el 8 de noviembre de 2024)

martes, 5 de noviembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (119)

    LAS ARTES DEL BUEN MAESTRO (II)


Un buen maestro o maestra ha de aspirar a ciertas metas personales hacia las que dirigir continuamente su trabajo; son disposiciones o artes relativas a su saber y sus actitudes que se adquieren y afianzan a través del propio quehacer. Ya hemos hablado del saber; nos referimos ahora a las actitudes. Entre las esenciales cabe destacar:

1.- Compromiso educativo, entrega personal. Educar no es un trabajo más, Consiste en ayudar a ser a unas personas, transmitirles vida y ayudarles a llenarla de sentido. Ello requiere vinculación personal, ejemplaridad, ofrecer la propia experiencia de vida como referente. 

2.- Capacidad de silencio. Reflexionar sobre el propio trabajo, su sentido y su desarrollo. Dedicar tiempo a pensar en cada uno de los alumnos.

3.- Condescendencia o empatía. Ponerse sinceramente en el lugar del otro para ver las cosas como él o ella las ve, juzgándolo desde su intención y situándose a su nivel; atender a su ritmo para razonar, animar y corregir. Aceptarle como persona antes que por sus resultados. Da más fuerza sentirse amado que sentirse fuerte.

4.- Comunicabilidad, apertura, amabilidad. Capacidad de percibir, de escuchar sin juzgar ni excusarse. Mostrarse sincero, accesible y receptivo. La amabilidad y la sonrisa suscitan confianza: Se atraen más moscas con un dedal de miel que con un barril de vinagre. 

5.- Capacidad de suscitar autonomía. No se trata de modelar al alumno a nuestra imagen y semejanza, sino de orientarle para que vaya bastándose a sí mismo paulatinamente, para que acepte la responsabilidad de sus actos y se determine a ejercitar su voluntad, a pensar y decidir por sí mismo, según su grado de madurez. Escribe Spaemann: “No se fíe el educador (padres, maestros) de las manifestaciones de ternura y de reconocimiento del educando. No son por sí mismos indicadores de logro educativo. Lo es que sean capaces de dirigirse al bien y a la verdad por sí solos.”

6.- Firmeza. Dominio de las propias reacciones y capacidad para encajar y superar las dificultades que sobrevienen. No se trata de frialdad, dureza o inflexibilidad, sino de calma, energía y entereza. Darse y amar sin mendigar el cariño de los alumnos.

7.- Paciencia (con los alumnos y consigo mismo): Saber esperar, no exigir la satisfacción inmediata de nuestros deseos y objetivos. No cansarse nunca de estar empezando siempre que sea necesario, aprendiendo a sacar lecciones y propósitos de mejora tras el fracaso, el cansancio o la contrariedad; dar (y darse) nuevas oportunidades. Se hace lo que se puede.

8.- Fe en el propio trabajo y (sobre todo) en Dios. Sólo si se cree que el propio trabajo -educar- merece la pena, aunque no siempre se vean los resultados, puede haber entusiasmo y motivación para contagiar deseos de mejora a los alumnos. 

En realidad somos instrumentos en manos de Dios, que quiere el bien de sus hijos. Él es el verdadero Maestro y nosotros somos colaboradores y portadores del amor del mejor de los maestros. El oficio de educador (padre o docente) es en el fondo una estupenda vocación cristiana.

Contagiemos y cuidemos las vocaciones a la educación, manifestemos su belleza y no las enjaulemos con apriorismos metodológicos, ideológicos o económicos. Como dice un aforismo oriental: “Si quieres escuchar el canto de los pájaros, no compres una jaula, planta un árbol”.

   (Publicado en el semanario La Verdad el 1 de noviembre de 2024)