sábado, 14 de mayo de 2011

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA


Suele decirse, no sin cinismo, que todo hombre tiene su precio…

El precio es una forma de valor establecida convencionalmente, que se concede a alguna cosa cuando se considera prescindible, puesto que se va a sustituir por dinero o por otra cosa distinta. Pero el ser humano es portador de una forma de valor más elevada, que llamamos dignidad. La dignidad es el valor eminente que se reconoce en algo -alguien- único, irrepetible, irreemplazable. Propiamente, la dignidad es el tipo de valor que corresponde a la persona.

El ser humano presenta una singularidad como individuo que rebasa el ser un mero ejemplar de su especie. Cada ser humano es alguien en sí mismo, dependiente y necesitado de otros, pero sujeto de su ser y de su obrar. Y así lo manifiestan su apertura al ser de las cosas (la inteligencia) y su capacidad de disponer de sí mismo por propia determinación para orientarse al bien (la libertad).

Su vida no es el simple desarrollo fisiológico de un organismo; tiene un contenido significativo por sí mismo, es el despliegue de una intimidad. Cada ser humano “se vive” a sí mismo como distinto del resto del mundo, como portador y sujeto de una existencia propia, de una historia personal única, irrepetible. Toda vida humana, además de “biológica”, es “biográfica”. El ser humano es un ser dotado de intimidad, de una profundidad interior que le hace “más grande por dentro que por fuera” (Chesterton). 

El ser humano es capaz de tomar postura ante la realidad y decidir por sí mismo el contenido y la orientación de su vida irrepetible. Y por eso es responsable de ella. Es alguien y no simplemente algo. Su ser no se agota en lo que hace, y por ello puede darse a sí mismo sin perderse ni alienarse. Es un ser cuya realización más plena discurre por el camino de la autodonación, por el amor.

Pues bien, este modo de existir por el que cada hombre y mujer son alguien y no simplemente algo, es justamente lo que se conoce con el nombre de persona. Este concepto es el de mayor calado que haya aportado el cristianismo a la cultura universal. Eso no quiere decir que el concepto de persona sea sólo un concepto teológico, sino que la razón ha podido descubrir con la mayor lucidez la singularidad y el valor de cada ser humano con la ayuda de la revelación cristiana.  Es verdad que, para la antropología cristiana, el fundamento más profundo de la persona humana está precisamente en ser imagen, semejanza e hijo o hija de Dios, y que sin ese fundamento la moral se relativiza.

Pero la razón humana, abierta a todo lo real, puede comprender que cada ser humano, cada ser personal, es único e irrepetible, abierto a la realidad y a los valores, capaz de dar y de darse a sí mismo, protagonista del curso y del acontecer de su "historia", de su vida. Un ser que reclama ser contemplado y tratado con respeto, y nunca como un mero medio al servicio de otra cosa.

Se observa sin embargo una gran contradicción en nuestra sociedad contemporánea, una especie de esquizofrenia: por una parte, la proclamación de los "derechos del hombre" y el repudio de los "delitos contra la humanidad"; y, por otra, la incapacidad de definir qué es el hombre y, en consecuencia, qué acciones han de considerarse humanas y cuáles no.

Peter Singer, pensador (¿?) hoy de moda, ha escrito sin sonrojo: “Ni todos los miembros de la especie ‘homo sapiens’ son personas ni todas las personas son miembros de la especie ‘homo sapiens’. Los bebés humanos no nacen con conciencia de sí mismos, ni son capaces de comprender que existen en el tiempo. No son personas.”

Esto significa, entre otras cosas, que cierta filosofía contemporánea ha reducido de forma exagerada y dramática la capacidad de comprensión racional que corresponde al espíritu humano. Que es incapaz de captar el ser de las cosas como tal. Que antepone una mirada ideológica y reduccionista del mundo, alentada por una voluntad de poder. El viejo sofista Protágoras lo dijo a su manera: “El hombre es la medida de todas las cosas, de lo que vale y de lo que no. Porque -decía también- las cosas son según le parecen a cada cual.”

Es necesario volver limpia la mirada reflexiva del ser humano, nuestra mirada. Es preciso y urgente abrir el arco de nuestra inteligencia y hacerla capaz de reconocer el ser de cada cosa y el valor extraordinario de cada persona. Algo de eso decía Antoine de Saint-Exupéry: “Lo esencial es invisible a los ojos. Sólo se ve bien con el corazón”.

Es imprescindible orientar nuestra racionalidad hacia el descubrimiento de la verdad de las cosas. Pero eso implica también una cierta dosis de humildad, para aceptar que las cosas son lo que son y no lo que a cada uno de nosotros nos interesa o nos apetece.  A.J.




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