Susanna Tamaro |
El tema de la educación ha saltado de nuevo a todas
las portadas a propósito de la publicación del Informe PISA 2012 y de la
perspectiva de un nuevo marco legal para el sistema educativo español.
Pero me temo que el horizonte de muchas de esas
reflexiones no pasa de la conexión necesaria –y lo es, no voy a discutirlo-
entre la formación que el sistema educativo ofrece y las demandas y expectativas
del sistema económico. Y aquí se prioriza el objetivo de orientar la educación
hacia las competencias que mejoren la empleabilidad, el emprendimiento, el
manejo de los idiomas y de las TIC… Es evidente que preocupa el futuro de
nuestros jóvenes, y a la vez el de nuestro país, con el problema del paro y la
creación de empleo como prioridad máxima.
Sin embargo, al igual que a este complejo mundo le
aqueja una preocupante crisis económica, no debemos olvidar que el origen de
ésta se encuentra en la generalización de estilos de vida y de decisiones
dominadas por la falta de escrúpulos éticos. Y también por el desconocimiento y
el desprecio de la dignidad de las personas, de todas y cada una de las
personas, sometidas en el ámbito legal y en la práctica al imperio de los más
fuertes y poderosos, y al relativismo intelectual y moral generalizados. La
corrupción no es privilegio exclusivo de los políticos; es cosa bastante repartida.
La educación no puede limitarse a ser un reflejo de
las carencias sociales y culturales del momento. Los educadores -padres,
madres, profesorado- pueden y deben hacer mucho. Los responsables de
desarrollar reglamentariamente las leyes de educación tienen en su mano
decisiones en las que debe estar presente, ante todo, la formación integral de
los niños y los jóvenes.
El problema no es que todos tengan acceso a las nuevas
tecnologías, que hablen varios idiomas, o que desarrollen eficazmente una mayor
ambición por enriquecerse. El mayor problema es que las grandes cuestiones de
la vida se pueden quedar fuera de la educación. Decía Séneca que si el marino
desconoce dónde está el norte, todos los vientos le son adversos. Y a esto
puede contribuir la actual fiebre utilitarista y el enésimo olvido o
postergación de las humanidades, de la formación ética y de la filosofía en los
currículos. Por la misma razón, también, lo que más debe preocuparnos es que los padres
puedan ofrecer tiempo y dedicación a sus hijos.
Hace sólo unos días escribía Susanna Tamaro un
artículo en el que hablaba de la dificultad de asumir la función paterna,
especialmente con relación a los hijos e hijas adolescentes. Pero lo que decía vale
para todos los responsables de la educación:
“La
generación que hoy se asoma a la pubertad (a menudo formada por hijos únicos de
padres separados que trabajan todo el día) es quizá la primera criada por
niñeras electrónicas: televisión, videojuegos, redes sociales...
(…) Hay soledad, demasiada soledad entre estos
adolescentes. Una soledad poblada de contactos y amigos virtuales, de
distracciones y solicitaciones sonoras. Han crecido en un desierto de valores
que los vuelve confusos y aburridos. Se diría que ninguno ha rozado jamás su
núcleo esencial, que ninguno se ha formulado preguntas fundamentales sobre el
significado de la vida: “¿Quién soy?”, “¿por qué estoy aquí?”, “¿qué está bien
y qué está mal?”.
Instar
a (los) adolescentes, a responder a estas preguntas es quizá el primer paso que
los adultos podemos dar para restablecer en ellos aquellas nociones de dignidad
e integridad que, al crecer, tendrán que conquistar si no quieren verse
expuestos a la humillación de una vida vivida ‘al tuntún’.”
Urge propiciar el acceso de los jóvenes al mundo
del trabajo y convertirles en agentes eficientes de la maquinaria productiva.
Pero lo importante es que no pierdan de vista el verdadero valor de las cosas…
y de las personas. Es necesario que nuestros jóvenes se conviertan en óptimos
trabajadores, pero es imprescindible que
nunca se olviden de para qué trabajan. Nuestros niños y jóvenes
necesitan sobre todo maestros de vida.
Valores y actitudes éticas
son la parte de la educación llamada a persistir siempre, incluso en una
sociedad pragmática como la nuestra. Es
cierto que la dura competencia por los primeros puestos, por las calificaciones
necesarias para acceder a determinados estudios, por triunfar en el trabajo o
los negocios, no va a desaparecer. Pero cuando un joven o una joven se
presenten a una entrevista para pedir un trabajo, serán las perennes virtudes
de responsabilidad, honradez, lealtad, constancia, laboriosidad, etc. las que
contarán. O cuando tengan que afrontar problemas familiares, cívicos o de
conciencia profesional, por ejemplo serán los criterios, hábitos y
disposiciones morales los que iluminarán sus decisiones.
Es posible que movidos por la urgencia del momento
económico, volvamos a olvidar la importancia de la educación integral. Nuevos conocimientos,
procedimientos, competencias, habilidades… se convertirán, si esto vuelve a
ocurrir, en un seductor espejismo en medio de un desierto de valores; en una
vida vivida “al tuntún”.