Jesús trabajando en el taller.
Escultura de Joan Matamala, según diseño de Antoni Gaudí.
Fachada del Nacimiento. Basílica de la Sagrada Familia.
El trabajo presenta un aspecto técnico, por aquellos bienes que produce. Pero también un aspecto subjetivo o moral: es la dignidad que el trabajo tiene precisamente por ser expresión de la persona humana, y a través de la cual se perfecciona, presta un servicio a los demás y contribuye al progreso y mejora de cuanto le rodea.
La encíclica Laborem exercens de S. Juan Pablo II, resaltaba la dimensión subjetiva del trabajo:
“El fundamento para determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona. Las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente no en su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva... El primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto.” (n. 6)
El trabajo, en efecto, en cuanto hacer humano, ostenta un doble valor, como apuntaba Juan Pablo II:el de los productos a los que da lugar, que es su valor objetivo, y el valor de aquello que la persona pone de sí misma, el valor moral, la dimensión subjetiva y trascendente del trabajo. La persona es siempre más que lo que hace, no se agota como tal en sus acciones, pero se expresa por ellas, y se eleva o decae moralmente por lo que en ellas pone de sí mismo. El trabajo se convierte así en efusión de la persona, en “creación” humana. Al asumir esta perspectiva, antepone la dimensión moral del trabajo a la dimensión técnica y económica.
De esta forma, la actividad en apariencia más insignificante puede tener el mayor valor si quien la realiza, convirtiéndola en amor que busca el bien de las personas, la transmuta en autodonación e incluso en redención. El hombre trabaja para cuidar de sí mismo y de los suyos, a los que se sabe vinculado con lazos de responsabilidad y de afecto. Cuando el trabajo se realiza honestamente, buscando el bien de otras personas, es una forma de amor auténtico y concreto.
Sin embargo, el trabajo deshumaniza cuando el hombre es reducido en él a la condición de cosa o de mero instrumento, bien por decisión ajena, bien por voluntad propia. Y también, correlativamente, cuando el trabajo se convierte en un fin último, en un ídolo, o en medio para satisfacer intereses egoístas.
La dignidad es el valor que reconocemos en alguien –en las personas- porque es único, irrepetible, e insustituible. La dignidad es la más alta forma de valor. Por eso decimos que un ser humano no es simplemente “algo” sino “alguien”. Una persona no tiene precio, tiene valor en sí misma, dignidad. Cuando a una persona se le pone un precio –y se la convierte en mercancía que se compra y se vende- estamos haciendo una injusticia; la estamos reduciendo a la condición de objeto, de cosa, más o menos útil, más o menos agradable según los intereses de otros o de las circunstancias.
Pero hay dos tipos fundamentales de dignidad:
1) La dignidad ontológica o intrínseca, la que poseen los seres humanos por el simple hecho de ser personas. Toda persona es digna; tiene dignidad personal, sea como sea, y haga lo que haga. Y por eso una persona sigue siendo digna cuando está enferma y no se puede valer por sí misma, o cuando tiene un accidente que le impide hacer algunas cosas... Todas las personas, sólo por ser personas, tienen la misma dignidad (ontológica). Es el tipo de dignidad del que veníamos hablando hasta ahora.
2) Hay sin embargo un segundo tipo de dignidad, que depende de lo que nos merecemos por nuestra conducta. Hablamos entonces de dignidad merecida o adquirida o, también, de dignidad moral. Es el valor que adquiere una persona como fruto de sus acciones morales, de sus actitudes y sus pensamientos. A esto se refiere Cervantes cuando hace decir a Don Quijote que “cada uno es hijo de sus obras” (contraponiendo la “hidalguía o nobleza moral”, que es la verdadera, frente a la “hidalguía o nobleza de sangre”).
Podemos, según esto, ser más o menos dignos moralmente. Una persona digna moralmente es aquella en la que las virtudes van definiendo su manera de ser y de actuar, su personalidad. Hablamos entonces de una persona honrada, justa, recta, buena, equilibrada, amable, prudente, leal, valiente... Una persona indigna moralmente es aquella en la que sus acciones indignas, sus vicios, van definiendo su personalidad. Y entonces hablamos de personas: deshonestas, injustas, malas, egoístas, retorcidas, cínicas, traidoras, vengativas, etc.
Obviamente, por su modo de realizar su trabajo, el ser humano puede aumentar o perder su dignidad moral. El trabajo está llamado a ser fuente de virtudes humanas (abnegación, servicialidad, responsabilidad, prudencia, solidaridad, paciencia, creatividad, justicia, etc.) Lo que lo hace más valioso es su hondo significado humano, ya que puede hacerse amor tangible. Mediante su trabajo el hombre “rescata de la muerte” lo que ama, lo llena de trascendencia y de sentido. “Mediante el trabajo trata el hombre de preservar lo que le parece digno de no morir.” (R. Buttiglione)
Esto incluye lo estrictamente moral (el servicio a los demás, el deseo de ayudar, cuidar y compadecer mediante el ejercicio de la profesión, etc.), pero incluye así mismo, la perfección y el esmero técnico -el trabajo bien hecho-, que forma parte de la virtud de la laboriosidad, que es una forma de justicia.
El trabajo no es negativo en sí mismo (la etimología de la palabra “trabajo”, derivada de “tripalium”, evoca un instrumento de tortura en el mundo romano) ni es un castigo divino. En la narración del Génesis el trabajo es anterior a la fatiga y el dolor, que son consecuencia del pecado y no del trabajo como tal. En el principio, antes de que el pecado se produjera, Dios había puesto al hombre en el Jardín –el mundo- para que lo trabajara (Gén. 2, 15), la tierra fue confiada al cuidado del hombre. El pecado humano es el que provocó que el trabajo conlleve fatiga, alienación y hostilidad, junto con la debilidad y el desorden sobrevenidos a la naturaleza humana. Desde ese momento el mundo y el trabajo dejaron de ser lugar de encuentro cotidiano y habitual con Dios, porque el hombre buscó en ellos su autosuficiencia.
Pero Dios “crea de nuevo todas las cosas” en el acontecimiento redentor; el Verbo asumió la condición humana y se hizo “hijo del carpintero”, mostrando así el valor redentor de las obligaciones cotidianas. Es significativo que la Encarnación pase por un modesto taller de artesano: “...¿No es acaso el carpintero?” (Mc. 6,3), se preguntaban sus paisanos. Jesús de Nazaret no sólo anunció la cercanía de Dios. La realizaba ya con su trabajo.
El trabajo que una persona bautizada desempeña en unión con Cristo -que también fue un “hombre del trabajo”, como recordaba san Juan Pablo II-, aplicando sus capacidades, asumiendo sus responsabilidades ordinarias y sirviendo a sus semejantes, es su modo concreto de crecer en humanidad, de redimir el mundo y de santificarse. Más aún, como afirma el Concilio Vaticano II, “el cristiano que falta a sus obligaciones temporales falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación.” (G. Spes 43)
Sí, un bautizado puede santificarse a través de su actividad laboral y profesional, de su trabajo, siendo un “buen trabajador”, que hace bien su trabajo, como una forma de servicio y de colaboración con Dios Creador y Redentor; y no sólo un trabajador “bueno”, que lo es porque, independientemente de su trabajo ordinario, desarrolla una vida de rezos y de piedad.