jueves, 19 de diciembre de 2024

UNA REFLEXIÓN CRISTIANA SOBRE EL TRABAJO HUMANO

Jesús trabajando en el taller. 

Escultura de Joan Matamala, según diseño de Antoni Gaudí.

Fachada del Nacimiento. Basílica de la Sagrada Familia.

 

El trabajo presenta un aspecto técnico, por aquellos bienes que produce. Pero también un aspecto subjetivo o moral: es la dignidad que el trabajo tiene precisamente por ser expresión de la persona humana, y a través de la cual se perfecciona, presta un servicio a los demás y contribuye al progreso y mejora de cuanto le rodea. 

La encíclica Laborem exercens de S. Juan Pablo II, resaltaba la dimensión subjetiva del trabajo: 

“El fundamento para determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona. Las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente no en su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva... El primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto.” (n. 6) 

El trabajo, en efecto, en cuanto hacer humano, ostenta un doble valor, como apuntaba Juan Pablo II:el de los productos a los que da lugar, que es su valor objetivo, y el valor de aquello que la persona pone de sí misma, el valor moral, la dimensión subjetiva y trascendente del trabajo. La persona es siempre más que lo que hace, no se agota como tal en sus acciones, pero se expresa por ellas, y se eleva o decae moralmente por lo que en ellas pone de sí mismo. El trabajo se convierte así en efusión de la persona, en “creación” humana. Al asumir esta perspectiva, antepone la dimensión moral del trabajo a la dimensión técnica y económica.

De esta forma, la actividad en apariencia más insignificante puede tener el mayor valor si quien la realiza, convirtiéndola en amor que busca el bien de las personas, la transmuta en autodonación e incluso en redención. El hombre trabaja para cuidar de sí mismo y de los suyos, a los que se sabe vinculado con lazos de responsabilidad y de afecto. Cuando el trabajo se realiza honestamente, buscando el bien de otras personas, es una forma de amor auténtico y concreto.

Sin embargo, el trabajo deshumaniza cuando el hombre es reducido en él a la condición de cosa o de mero instrumento, bien por decisión ajena, bien por voluntad propia. Y también, correlativamente, cuando el trabajo se convierte en un fin último, en un ídolo, o en medio para satisfacer intereses egoístas.

La dignidad es el valor que reconocemos en alguien –en las personas- porque es único, irrepetible, e insustituible. La dignidad es la más alta forma de valor. Por eso decimos que un ser humano no es simplemente “algo” sino “alguien”. Una persona no tiene precio, tiene valor en sí misma, dignidad. Cuando a una persona se le pone un precio –y se la convierte en mercancía que se compra y se vende- estamos haciendo una injusticia; la estamos reduciendo a la condición de objeto, de cosa, más o menos útil, más o menos agradable según los intereses de otros o de las circunstancias. 

Pero hay dos tipos fundamentales de dignidad: 

1) La dignidad ontológica o intrínseca, la que poseen los seres humanos por el simple hecho de ser personasToda persona es digna; tiene dignidad personal, sea como sea, y haga lo que haga. Y por eso una persona sigue siendo digna cuando está enferma y no se puede valer por sí misma, o cuando tiene un accidente que le impide hacer algunas cosas... Todas las personas, sólo por ser personas, tienen la misma dignidad (ontológica). Es el tipo de dignidad del que veníamos hablando hasta ahora.

2) Hay sin embargo un segundo tipo de dignidad, que depende de lo que nos merecemos por nuestra conducta. Hablamos entonces de dignidad merecida o adquirida o, también, de dignidad moral. Es el valor que adquiere una persona como fruto de sus acciones morales, de sus actitudes y sus pensamientos. A esto se refiere Cervantes cuando hace decir a Don Quijote que “cada uno es hijo de sus obras” (contraponiendo la “hidalguía o nobleza moral”, que es la verdadera, frente a la “hidalguía o nobleza de sangre”).

Podemos, según esto, ser más o menos dignos moralmente. Una persona digna moralmente es aquella en la que las virtudes van definiendo su manera de ser y de actuar, su personalidad. Hablamos entonces de una persona honrada, justa, recta, buena, equilibrada, amable, prudente, leal, valiente... Una persona indigna moralmente es aquella en la que sus acciones indignas, sus vicios, van definiendo su personalidad. Y entonces hablamos de personas: deshonestas, injustas, malas, egoístas, retorcidas, cínicas, traidoras, vengativas, etc. 

Obviamente, por su modo de realizar su trabajo, el ser humano puede aumentar o perder su dignidad moral. El trabajo está llamado a ser fuente de virtudes humanas (abnegación, servicialidad, responsabilidad, prudencia, solidaridad, paciencia, creatividad, justicia, etc.) Lo que lo hace más valioso es su hondo significado humano, ya que puede hacerse amor tangible. Mediante su trabajo el hombre “rescata de la muerte” lo que ama, lo llena de trascendencia y de sentido. “Mediante el trabajo trata el hombre de preservar lo que le parece digno de no morir.” (R. Buttiglione)

Esto incluye lo estrictamente moral (el servicio a los demás, el deseo de ayudar, cuidar y compadecer mediante el ejercicio de la profesión, etc.), pero incluye así mismo, la perfección y el esmero técnico -el trabajo bien hecho-, que forma parte de la virtud de la laboriosidad, que es una forma de justicia.

El trabajo no es negativo en sí mismo (la etimología de la palabra “trabajo”, derivada de “tripalium”, evoca un instrumento de tortura en el mundo romano) ni es un castigo divino. En la narración del Génesis el trabajo es anterior a la fatiga y el dolor, que son consecuencia del pecado y no del trabajo como tal. En el principio, antes de que el pecado se produjera, Dios había puesto al hombre en el Jardín –el mundo- para que lo trabajara (Gén. 2, 15), la tierra fue confiada al cuidado del hombre. El pecado humano es el que provocó que el trabajo conlleve fatiga, alienación y hostilidad, junto con la debilidad y el desorden sobrevenidos a la naturaleza humana. Desde ese momento el mundo y el trabajo dejaron de ser lugar de encuentro cotidiano y habitual con Dios, porque el hombre buscó en ellos su autosuficiencia.

Pero Dios “crea de nuevo todas las cosas” en el acontecimiento redentor; el Verbo asumió la condición humana y se hizo “hijo del carpintero”, mostrando así el valor redentor de las obligaciones cotidianas. Es significativo que la Encarnación pase por un modesto taller de artesano: “...¿No es acaso el carpintero?” (Mc. 6,3), se preguntaban sus paisanos. Jesús de Nazaret no sólo anunció la cercanía de Dios. La realizaba ya con su trabajo.

El trabajo que una persona bautizada desempeña en unión con Cristo -que también fue un “hombre del trabajo”, como recordaba san Juan Pablo II-, aplicando sus capacidades, asumiendo sus responsabilidades ordinarias y sirviendo a sus semejantes, es su modo concreto de crecer en humanidad, de redimir el mundo y de santificarse. Más aún, como afirma el Concilio Vaticano II, “el cristiano que falta a sus obligaciones temporales falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación.” (G. Spes 43) 

Sí, un bautizado puede santificarse a través de su actividad laboral y profesional, de su trabajo, siendo un “buen trabajador”, que hace bien su trabajo, como una forma de servicio y de colaboración con Dios Creador y Redentor; y no sólo un trabajador “bueno”, que lo es porque, independientemente de su trabajo ordinario, desarrolla una vida de rezos y de piedad. 

sábado, 7 de diciembre de 2024

¿HACIA UN DESBARAJUSTE EDUCATIVO? ESCRITO DESDE LA TRINCHERA DEL AULA

QUO FUGIS, EDUCATIO?

 

LUIS E. ÍÑIGO

Historiador e inspector de Educación.

 

EL DEBATE. 7 / 12 / 2024

(Extracto)

 

Damià Bardera, es un profesor de secundaria catalán que acaba de publicar un libro en el que denuncia la cruda realidad de la educación en Cataluña y el malestar de su profesorado. El título de la obra constituye ya toda una proclama: Incompetències bàsiques: Crònica d'un desgavell educatiu (Incompetencias básicas: Crónica de un desbarajuste educativo). El titular de la entrevista que le ha realizado El Mon, es elocuente: «La escuela, como institución —dice el profesor—, ha abdicado de enseñar».

Se me objetará que nunca como ahora han proclamado las leyes educativas tan alto y tan claro ese objetivo. Y quien así lo afirme tendrá razón. Pero la cuestión no es lo que dicen las leyes educativas, sino lo que se hace en las escuelas. Y nunca como en nuestros días ha habido tanta distancia entre lo que se dice y lo que se hace.

Afirma el profesor Bardera que debería exigirse más a los aspirantes a ejercer la profesión docente, pues al igual que nadie se indigna de que a los futuros médicos se les pidan notas altas para entrar en la Facultad de Medicina, porque la población quiere ser operada debidamente cuando lo necesita, tampoco deberíamos hacerlo cuando de lo que se trata es de enseñar debidamente. Y es cierto. En los últimos años la enseñanza pública apenas selecciona a sus docentes; primero, porque el nivel de los egresados de las facultades y escuelas de magisterio ha caído en picado, lo que obliga a los tribunales que juzgan las pruebas de acceso a ser menos selectivos si no quieren dejar las plazas sin cubrir, y segundo, porque es tan alto el número de docentes que se necesita que incluso los que obtienen un cero en las pruebas de la oposición acaban trabajando, antes o después, como interinos.

Asevera también que la práctica política de las últimas décadas, desde que la educación básica obligatoria se extendió a los 16 años y los profesores de secundaria tienen a todos los alumnos en sus aulas, ha apostado por el autoengaño. La expresión es mía, no suya, pero creo que no puede llamarse de otra manera a exigir cada vez menos a quienes aspiran a recibir el título de Graduado en ESO, maquillando unas cifras cuya única meta parece ser no que los alumnos aprendan más, sino que las tasas de fracaso escolar y de abandono escolar temprano se acerquen a los objetivos europeos que nos hemos comprometido a alcanzar. Ocultamos así los problemas, no los resolvemos, y los problemas que no se resuelven tienden, con el tiempo, a agravarse.

Y denuncia también el profesor Bardera algo muy importante: el exceso de burocracia. Nada más cierto. La mejora del sistema educativo, si es que se produce alguna vez, entendida como enseñar más y mejor a la mayor cantidad posible de alumnos, permitiendo que cada uno de ellos aprenda todo lo que le permiten su capacidad y su esfuerzo, no va a llegar nunca de la mano del papeleo. Y nunca ha sido tan burocrático nuestro currículo como en la actualidad. ¿Cuándo entenderán nuestros políticos, y sus pedagogos de cabecera, que la educación no va a mejorar porque se obligue a los docentes a planificar al detalle cuanto enseñan, registrar con minuciosidad de entomólogo lo que los alumnos hacen y aplicar para su evaluación centenares de criterios que hasta el menos avispado de los padres sabe que no hay tiempo material para valorar de forma adecuada? Lo que funciona en la cabeza de un experto [Interrumpo, perdón: ¿"experto" o "teórico", más bien?] casi nunca funciona en un aula real, con un par de docenas de niños de una diversidad creciente y cada vez más compleja. El maestro debe dedicar su tiempo a sus alumnos, no a sus papeles, y menos aún a los papeles de otros que hallan su razón de ser precisamente en la existencia de esos papeles de utilidad más que dudosa. (…)




 

martes, 3 de diciembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (123)

EL VERDADERO AMOR ES EXIGENTE


 

Es un hecho cargado de razones que solo educa el que ama; y que amar es mucho más que sentimiento: es querer el bien para alguien. Pero esto supone a menudo exigir y exigirse.

Así lo expresa bellamente el poeta Pedro Salinas:


“Perdóname por ir así buscándote 

tan torpemente, dentro de ti. 

Perdóname el dolor, alguna vez. 

Es que quiero sacar 

de ti tu mejor tú. 

Ese que no te viste y que yo veo 

nadador de tu fondo, preciosísimo. 

Y cogerlo y tenerlo yo en alto 

como tiene el árbol la luz última 

que le ha encontrado al sol.”

 

No por azar el poema puede interpretarse como referido al amor y a la educación. En ambos casos se busca potenciar, hacer crecer lo mejor del otro: “tu mejor tú”. Y en ambos, también, esa búsqueda activa puede conllevar “el dolor, alguna vez”. Por un lado, porque a amar y a educar se aprende; la búsqueda en el interior del otro a veces es torpe porque implica un conocimiento profundo que solo se alcanza en el poco a poco, quizás equivocándose y corrigiendo la mirada y el juicio de valor, pidiendo perdón –“perdóname”, empieza diciendo el poeta-, aprendiendo a apreciar mejor las intenciones, los condicionamientos, los matices y la hondura que conforman el sentir, las palabras y las acciones de la otra persona.

Por otro lado, porque la auténtica búsqueda del bien puede significar corregir, decir ‘no’ y reprender. La mirada amorosa advierte a veces que algo debe corregirse y mejorarse, precisamente porque se busca el bien del otro. Y entonces será necesario exigirle que no se conforme con la mediocridad o la comodidad, que luche, que aspire a lo mejor de sí –“sacar de ti tu mejor tú”–, que cumpla sus compromisos y obligaciones, que no pacte con sus ganas y desganas, que ponga atención y esmero en lo que hace, que vuelva a empezar tras el error o el fracaso, que luche por superarse y sacar y dar lo mejor de sus capacidades…

El verdadero amor es clarividente y, lo mismo en el buen amante que en el buen educador, no se queda en la superficie ni en la utilidad inmediata, sino que busca lo esencial, eso que es ”invisible a los ojos” y solo ve bien el corazón –“nadador de tu fondo, preciosísimo”-… porque solo se conoce a fondo lo que se ama. Y es que amar significa atender, comprender, aceptar, valorar…, lo cual requiere tiempo, respeto, mesura, paciencia, humildad, limpieza de intención… y firmeza. 

La firmeza es la virtud por la que se dominan las reacciones, se guarda el equilibrio y se superan las dificultades que sobrevienen. Implica calma, ánimo sereno, autodominio, saber mandar y mantener lo mandado…

Pero la exigencia en el educar ha de tener siempre un porqué y, sobre todo, debe ser siempre amorosa. No se trata de exigir por exigir. Una exigencia sin amor es insoportable, lo mismo que el amor sin exigencia -la permisividad- es rechazable porque no educa. Exigencia y afecto han de ir juntos; más aún, han de ser las dos caras de la misma moneda. Y “la moneda” es querer, por encima de todo, el bien del educando: Porque te amo te exijo, busco “tu mejor tú”, y no espero menos de ti. 

 (Publicado en el semanario La Verdad el 29 de noviembre de 2024)