domingo, 19 de junio de 2011

TOTALITARISMO: LA PERSONA NO CUENTA

             

             El Estado moderno está fundado de forma esencial sobre el poder. Al ostentar el poder social supremo, está en condiciones de imponer el orden en la convivencia. Pero el poder no es de ningún modo un fin en sí mismo, aunque la concepción moderna del Estado y de la vida política lo haya entendido y practicado así en una generalidad de casos. Hay bienes superiores al Estado y a la política, que entran en el contenido del bien común de la sociedad y que se constituyen en fin para el Estado y sus poderes.

            Si el Estado no actúa en función de un fin superior a él –el bien común de la sociedad civil y de las personas que lo integran-, del que recibe su adecuado sentido y proporción, corre el riesgo de erigirse en su propia medida, absolutizándose. El resultado de esta situación, que se conoce con el nombre de totalitarismo, es que la sociedad civil es absorbida en su vitalidad por la sociedad política, con evidente peligro para la libertad de los ciudadanos, a los que tiene que servir. En palabras de A. de Tocqueville:

“Se diría que los príncipes modernos no se conforman únicamente con dirigir al pueblo, sino que se consideran responsables de las acciones y del destino individual de sus súbditos; que han emprendido la tarea de conducir y aconsejar a cada uno en los actos de su vida y, si llegara el caso, querrían hacerle feliz a pesar suyo; de hecho, sorprende muy a menudo lo insensibles que pueden ser muchos hombres a la disminución de su dignidad como personas, con tal de disfrutar de sus comodidades.”

Una creación literaria, impresionante y casi profética, de este tipo de sociedad se encuentra en la conocida obra de A. Huxley Un mundo feliz.    

            La legitimidad del Estado y de los órganos que lo encarnan depende esencialmente de la búsqueda deliberada del bien general y del servicio efectivo a éste.

           El totalitarismo, como absorción de las instituciones, centros de iniciativa y derechos de individuos y grupos sociales por parte del Estado, no implica necesariamente el ejercicio de la coacción física. Puede darse una violencia real, más sutil y por ello más eficaz, mediante el control de la opinión pública y de otras formas de intervención en la vida social que desplazan las iniciativas de personas y grupos.


Escher


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