El día 17 de noviembre ha sido elegido por la UNESCO como
el Día Mundial de la Filosofía. Es probable que a más de uno, si se le pregunta
por un filósofo de actualidad, le venga a la cabeza eso tan repetido del
“partido a partido”, y cite el nombre del Cholo Simeone. Y ciertamente, esta
“filosofía” de uno de los entrenadores de moda se puede extender más allá de la
competición deportiva y elevarse a categoría de comportamiento universal: Vivir
el momento presente con los pies en el suelo, con esfuerzo y con constancia, con honestidad y
con modestia no deja de ser un gran consejo.
El ser humano o, si se quiere, todo hijo de vecino, hace
muchas cosas a lo largo de su vida: trabaja, va al supermercado, forma una
familia, participa en política o no, se enamora, pinta, escucha música, toma
decisiones… Pues bien,
muchos, cuando reflexionan racionalmente sobre estas actividades, se encuentran
haciendo filosofía sin saberlo.
Recuerdo
la pasión con la que un alumno me preguntaba hace poco por el reciente éxodo de
refugiados que llegan a Europa en estos años recientes. Y que al ofrecerle
algunas razones de tipo económico y político añadió:
-No,
no. Eso es trivial. Lo que me pregunto es por qué el ser humano es capaz de
algo así.
Está bien que la educación al uso cifre su nivel de
calidad en la incorporación de los idiomas o de las TIC, por ejemplo. No
estaría de más que también incluyera la capacidad de plantearse los grandes y
los cotidianos asuntos de la vida y que se reflexionara acerca de su alcance y
su sentido. No basta con encogerse de hombros o con repetir tópicos titulares
de prensa, ni siquiera hacerlo en varios idiomas y en formato digital.
Escribía José Antonio Marina en cierta ocasión que filosofar
es vivir de manera consciente, reflexiva y responsable. Por ello, añadía, necesitamos
luchar contra la estúpida idea de que la filosofía no sirve para nada. Y
concluía que esa supuesta inutilidad era un elogio envenenado que pretendía
enaltecer nuestra actividad poniéndola a salvo de un torpe utilitarismo. Pienso
lo mismo.
Pero, ¿para qué estudiarla, entonces? Creo de veras que
es un deber moral reivindicar la utilidad de la filosofía, su interés personal
y social. Es el gran contraveneno contra elementos tóxicos diversos como el
fanatismo, el dogmatismo, la superstición y la simpleza, entre otros.
Desarrolla a su vez importantes antitoxinas mentales: la capacidad crítica, la
autonomía, la visión de conjunto, la capacidad de hacerse preguntas
inteligentes, la valentía de atreverse a buscar soluciones a esas preguntas.
A
lo largo del tiempo he tenido que replantearme el contenido y el sentido de
esta dedicación. Algunas veces, a la hora de programar y justificar los
objetivos y la metodología de las asignaturas que me tocaba impartir. Otras de
forma algo más inesperada e incluso abrupta. Recuerdo por ejemplo una ocasión
en la que me encontraba explicando en clase la importancia de plantearse el
proyecto de vida personal, y el sentido mismo de la propia vida. De pronto, al
fondo de la clase, se alzó una mano:
–Y
esto, ¿entra en el examen?
A
pesar del desconcierto inicial, tuve reflejos para contestar:
–Claro.
Por supuesto.
A
lo que el muchacho reaccionó incorporándose en la silla y disponiéndose a tomar
apuntes. Afortunadamente…
Es evidente que plantearse el sentido de la propia vida,
o de la vida humana en general, no es cosa que se resuelva contestando a una
prueba de examen al uso. Más allá de la “salida de emergencia” relatada,
Sócrates sugería algo muy juicioso cuando afirmaba que una vida sin examen, sin
reflexión, no merecía la pena ser vivida.
Me viene a la memoria una de mis primeras experiencias
como docente. Acababa de aterrizar en mi primer destino, en una capital del
norte de España. A los dos meses, por el mes de noviembre, me tocó conversar
con una alumna, de 16 años, y le intentaba convencer de que luchara contra su
adicción a una droga dura, a lo cual repuso:
-¿Y para qué voy a dejarlo, si nadie me ha enseñado nunca
nada mejor?
Es verdad que la única respuesta posible no es la que tal
vez pueda buscarse en los libros de filosofía. Pero también lo es que quien
desee comprender y ayudar a un joven que mastica su desencanto se encuentra
haciendo filosofía sin saberlo. No sería bueno que nuestra sociedad les dejara
sin la capacidad de hacerse grandes preguntas y de buscar y hallar las
respuestas. A. J.