domingo, 15 de septiembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (112)

HACEN FALTA MAESTROS

 


Lo más esencial en la tarea educativa, sobre todo en tiempos de crisis, es la presencia y la dedicación del maestro -hombre o mujer-. Del maestro de vida, con o sin títulos -estos a menudo, en los últimos tiempos, nos dan gato por liebre-. Esta es la mayor urgencia del presente en nuestra educación: hacen falta maestros. Uno de ellos, Santiago Arellano, solía parafrasear a los latinos y definía al verdadero maestro como “vir bonus docendi peritus”: una persona honesta que sabe enseñar. 

La primera condición que se pide aquí al maestro es la de ser una persona buena, honesta, alguien cuya vida y criterios se orientan al bien de manera habitual, que busca y ama la verdad y enseña a vivir de acuerdo con ella, que sabe captar la belleza y contagia su contemplación. Vive lo que enseña y enseña lo que vive, y por eso comunica con la mirada, con el gesto, con el trato habitual, tanto si habla de las cosas más extraordinarias como de las más cotidianas y en apariencia insignificantes. Diestro en enseñar porque transparenta entusiasmo y contagia generosamente el amor al bien, a la verdad y a la belleza, porque sabe ganarse la confianza y suscita el asombro, porque acierta, en palabras de Aristóteles, a hacer deseable lo valioso.

Alguna vez hemos evocado una reflexión de Hannah Arendt: en el momento mismo en que un maestro se sitúa delante de sus alumnos -sin necesidad de decir nada todavía- les está diciendo: “el mundo es así”. Y al mismo tiempo cabe añadir que, por el modo en que les trata, les está diciendo también: “así eres tú”. Y es que en la educación el amor precede al conocimiento; ese amor que busca el bien y lo hace atractivo, y que a la vez suscita el deseo de saber, de superarse. “Quiero sacar de ti tu mejor tú”, decía el poeta Salinas.

Tan importantes como la transmisión de los conocimientos -sin duda indispensables-, son los criterios y los referentes de conducta que aporta el maestro, pues desde ellos aprenderá el alumno a comprender, juzgar y actuar. Son las “claves de sentido” que cada profesor aporta en su área respectiva de conocimiento y también el clima de confianza, respeto y estímulo que suscita con su actitud de educador. 

La primera cualidad que ha de adquirir el maestro es la autoridad moral, aquella calidad humana que le hace digno de confianza, que le convierte en “autor” (“augere”, hacer crecer, dar auge), es decir en promotor, impulsor e inspirador del aprendizaje del alumno: “Te miraba y te hacía sentir única”, en palabras de la profesora Maica González Torres. La autoridad, bien entendida, ofrece seguridad al discípulo para desarrollar su autonomía, su responsabilidad, su deseo de aprender, su amor a la verdad, su capacidad de bien. Su libertad.

El maestro auténtico enciende en sus discípulos la pasión por la verdad, el bien y la belleza; les enseña cómo se recorre el camino, pero sabe retirarse a tiempo para no lastrar la marcha. Podría decir: “habré tenido éxito en vuestra educación el día que compruebe que, habiendo madurado, no os acordáis de mí, porque vuestra vida es de tal manera vuestra que camináis solos por un camino recto mirando adelante y no atrás”.


(Publicado en el semanario La Verdad el 13 de septiembre de 2024)

lunes, 9 de septiembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (111)

PEDAGOGÍA VISIBLE Y EDUCACIÓN INVISIBLE



       La persona humana es un ser digno pero inacabado, y la educación consiste en introducir en la realidadal ser humano para que crezca hacia su plenitud. Afirmaba Hesíodo (s. VII a. Jc.) que “la educación ayuda al hombre a ser lo que es capaz de ser”. Entendida, así pues, como una ayuda dirigida a la formación y el perfeccionamiento del ser humano, la educación es un arte, un saber hacer de índole esencialmente moral.

        La pedagogía, por su parte, es un saber, una reflexión científica acerca de la educación: su contenido, su finalidad, sus medios y recursos. Se basa por un lado en una antropología que expresa qué es el ser humano y su desarrollo perfectivo, y por otro en la experiencia y el saber extraído de la investigación acerca del quehacer educativo.

       Víctor García Hoz, gran pedagogo y maestro, distinguía entre una “pedagogía visible” y una “educación invisible”, necesarias y complementarias entre sí: “La pedagogía visible nos da indicaciones precisas, aunque parciales, que hacen referencia a aquellos elementos de la vida humana que le dan consistencia, como el esqueleto da consistencia al organismo y le permite mantenerse en pie, o como las venas y arterias son los caminos claros que ha de seguir la sangre en su movimiento circulatorio. La educación invisible es como la desconocida trama de los distintos elementos que se manifiestan en algo tan importante pero tan difícil de situarlos en un espacio determinado como la salud, la vitalidad, el brío ante las dificultades.”

El fin de la educación es contribuir a la formación de una personalidad madura, es decir equilibrada y fecunda; y esta personalización, como decía otro gran maestro y pedagogo, Abilio de Gregorio, tiene lugar mediante el encuentro con los valores de sentido y con su cultivo. Se trata, como decía Platón, de “enseñar a mirar” para que el ser humano aprenda a conocer el bien y a orientar hacia él su vida;  ayudarle a crecer en libertad, en capacidad de autodeterminación, ayudarle a configurar su carácter mediante la virtud. 

El fin de la pedagogía es aportar luz y criterio al quehacer educativo. Pero no desde los axiomas impolutos de un saber meramente teórico, sino desde la práctica de una educación que ha de vérselas con una naturaleza humana herida por el pecado original y asediada por una multitud de solicitaciones que amenazan con disgregarla y desorientarla.

            El pedagogo se mueve preferentemente en el ámbito de las estrategias y de los medios; el maestro en el ámbito de los fines y de la vida. Por eso, se ha dicho, el pedagogo tiene seguidores, el maestro discípulos. 

A Don Bosco, por ejemplo, en una época de fervor por la pedagogía sistemática (Pestalozzi, Froebel, etc.), le preguntaron acerca del método empleado con sus jóvenes para evaluar la consistencia de su obra. Él respondía que no entendía de sistemas: simplemente amaba a aquellos muchachos y los quería acercar a Dios. Pero sabía muy bien lo que hacía, cómo y por qué; fue el creador del método preventivo dirigido a un alumnado carente de oportunidades al que buscaba conducir hacia la auténtica dignidad humana. 

            Difícilmente tendremos los buenos pedagogos que hoy necesitamos si antes no han sido auténticos maestros.


        (Publicado en el semanario La Verdad el 6 de septiembre de 2024)