EDUCADORES CON VOCACIÓN Y CON OFICIO (I)
Varias veces hemos recordado, recuperando una fecunda tradición clásica, que la acción educativa consiste en ayudar a introducirse en la realidad suscitando la virtud, la orientación de la persona al bien. Y que esta actividad es una de las más nobles y necesarias de la vida.
Por eso, quien la realiza, un buen educador, un maestro auténtico, es una personalidad en cierto modo única, singular. El intento de encontrar un perfil común del profesorado suele ser una tarea difícil -ya se sabe, “cada maestrillo tiene su librillo”-, si bien se pueden apuntar algunas cualidades deseables, de las que hablaremos más adelante.
Habría que tener en cuenta esto a la hora de proponer mejoras educativas que atienden sobre todo a las metodologías, y dar a estas el valor que realmente tienen: no despreciarlas ni sacralizarlas. Como suele decirse, las modas, también las pedagógicas, son lo primero en pasar de moda; y lo esencial es la calidad de los maestros. No son los métodos los que “hacen” bueno al maestro, es el maestro quien hace buenos los métodos.
Viene esto a cuento oportunamente, ya que se empieza a percibir hoy una “crisis de educadores”, de maestros en el sentido más noble de la palabra.
No es maestro quien ostenta un título -muchos títulos no aseguran lo que dicen certificar-, sino quien acierta a orientar a otros en el proceso de su maduración personal. Y para esto suele decirse a menudo que “hace falta tener vocación”…
Se habla mucho, en efecto, de lo buenos que son aquellos profesionales a los que se les nota que “tienen vocación”: médicos, enfermeros o enfermeras, quienes atienden amablemente al público, investigadores, etc.; por supuesto, quienes optan por una consagración religiosa y la viven con autenticidad. Pero también, frecuentemente, quienes ejercen con entusiasmo la profesión de educador. En todos ellos se percibe un denominador común no fácil de definir pero que se nota siempre.
La vocación se ha considerado como una especie de “llamada divina” a la que ciertas personas se ven de algún modo predestinadas. Esto, que parece más propio de la entrega religiosa, es menos perceptible en otros tipos de “profesiones”. Y sin embargo suele decirse que la primera condición de un buen profesor es que tenga vocación, es decir, que le apasione y goce con la tarea de enseñar y que se le note. Vale, y eso, ¿en qué se nota? Pues en que no se conforma con cumplir, sino que aspira a desempeñar su trabajo lo mejor posible. En el fondo hablamos de alguien que lo realiza por amor, es decir, no porque le puede reportar a cambio compensaciones económicas, sociales o afectivas, por ejemplo, sino de forma en cierto modo gratuita, porque goza realizándolo, y porque eso que hace, y a quien se lo dedica, le importan por sí mismos.
Un docente que soporta su tarea con mera resignación difícilmente puede entusiasmar ni suscitar el deseo de aprender y, por lo tanto, le será muy penoso enseñar. El buen profesor o profesora es aquel a quien le gusta su materia, le gusta enseñarla y le importan sus alumnos.
Y esto, ¿es algo innato o adquirido? Tal vez obedezca a una inclinación temprana, pero también puede surgir de una actividad que se ha convertido en gozosa mediante la práctica y “el oficio”.
(Publicado en el semanario La Verdad el 27 de septiembre de 2024)
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