CREACIÓN Y NATURALEZA
El medio ambiente no es un mero escenario o telón de fondo, más acá del cual transcurre nuestra vida. En realidad forma parte de nosotros mismos, nos constituye en cierto modo, porque de él se nutre y en él se apoya en buena parte nuestra existencia personal y comunitaria. Atentar contra el medio ambiente es atentar contra la morada de los hombres, contra el ser humano mismo, beneficiario de su riqueza y responsable de su cultivo.
La Ecología –expresión acuñada en 1868 por E. Haeckel para definir el estudio de la relación entre los organismos vivos y su medio natural– ha ampliado asombrosamente su campo como disciplina científica para dar cabida a la consideración de la actividad humana como factor decisivo en los cambios del medio ambiente.
Más allá de la Biología, la Ecología se acerca al estudio de la “casa común” de la humanidad y a las relaciones de comunicación entre los distintos hombres. Se insiste de hecho en que la “Ecología biológica” ha sido asumida por el ámbito de la “Ecología social”. El ecologismo ha saltado al primer plano de la actualidad en las dos últimas décadas mediante la denuncia de un tipo de desarrollo que atenta contra la reserva de recursos y la habitabilidad del planeta.
Aunque el abanico de posturas es muy amplio y dispar, pueden distinguirse a grandes rasgos dos formas diferenciadas –y a veces opuestas– de ecologismo:
a) Conservacionista también llamado naturalista o ambientalista. Nacido en Norteamérica a finales del XIX, se limita a trabajar en la protección de espacios y de especies naturales (sus esfuerzos se han plasmado en la creación de los Parques Naturales). Esta postura fomenta sobre todo el estudio y la investigación biológica, y la adopción de medidas más o menos puntuales, pero concretas, para la preservación del medio físico.
b) Radical. Con tendencias sociopolíticas más activas y hasta “agresivas”, (una de sus expresiones son los “partidos verdes” y los movimientos y organizaciones antiglobalización) llevan sus propuestas hasta el enfrentamiento contra un sistema económico, el capitalista–tecnológico, al que acusan de deshumanizar el planeta y destruir sus recursos. Se ha centrado preferentemente en temas globales como el pacifismo antimilitarista y la desnuclearización, la defensa a ultranza de los animales y de la biodiversidad, llegando incluso a proponer –es la llamada deep Ecology (“ecología profunda”)- la práctica desaparición de la especie humana, acusada de depredación. Aiken, uno de los portavoces de la deep Ecology ha llegado a escribir: “Una mortalidad humana masiva sería una buena cosa. Nuestro deber es provocarla. El deber de nuestra especie frente al medio ambiente es eliminar al 90 por 100 de nuestros efectivos”.
El planteamiento de fondo de estos movimientos “alternativos”, junto a otros de reciente proliferación –feminismo, nacionalismo, pacifismo...– se debate entre una crítica hacia supuestos y realizaciones de la modernidad, y una radicalización de elementos nihilistas implícitos en ella. En todo caso hay en él una aversión indudable hacia la civilización cristiana y sus valores.
Las amenazas al medio físico
Los motivos de alarma acerca del deterioro del medio natural pueden ser agrupados del modo siguiente:
a) Contaminación: Residuos tóxicos y radiactivos. Basuras no degradables, emisión de gases (CO2 ...): calentamiento de la atmósfera (efecto invernadero), contaminación del aire, alteración de los niveles de ozono en la atmósfera, lluvias ácidas..., mareas negras, efectos venenosos de algunos pesticidas, indicios de cambios climáticos imprevisibles…
b) Peligros relativos al armamentismo (armas químicas y biológicas, destrucciones masivas, riesgos de la energía nuclear, empobrecimiento de países, intereses económicos que retraen el desarrollo…
c) Agotamiento de recursos naturales (fuentes de energía no renovables (petróleo, gas...), deforestación masiva (erosión de suelos, disminución de la fotosíntesis, desertización, extinción de especies ...)
d) Riesgos de la Biotecnología (manipulaciones genéticas imprevisibles, mutaciones genéticas que originen pestes...)
e) Superpoblación indiscriminada. El problema real es la pobreza, la desigualdad de oportunidades para el desarrollo, sobre todo cultural, la urbanización desordenada, la explotación económica de unos países por otros... Falta de equilibrio y equidad entre, por una parte, la población existente y la futura -falta una conciencia de solidaridad entre las generaciones-, y, por otra, la producción, diversificación y distribución de alimentos, fuentes de energía y las oportunidades de desarrollo.
La natalidad: ¿una amenaza para el planeta?
El aumento de la población no es en sí mismo un problema ecológico, más bien, en todo caso, un factor de complicación. Pero también es un factor de posibles soluciones. El planeta produce hoy suficientes alimentos para dar de comer a sus 8000 millones de habitantes. Ciertamente, unos 800 millones de hombres pasan hambre, pero nunca el mundo ha tenido tantas reservas de alimentos, de las cuales 2/3 se dan en los países industrializados. Sólo con las de 2007 –casi 1.900 millones de Tm de cereales– se podía alimentar durante dos años a los hambrientos del planeta. La principal causa del hambre no es la falta de producción sino su distribución no equitativa, y la especulación.
P. Duvigneaud, por ejemplo, afirma que es una paradoja dejar nacer a los indios para que luego se ven expuestos a morir de hambre o en las inundaciones. Pero por la misma razón tampoco debería dejarse nacer a los anglosajones (es un decir) para no exponerlos a la neurosis, al sida, los accidentes de tráfico o los infartos por exceso de peso y alimentación. Se oye decir con frecuencia a los antinatalistas que es malo que nazcan otros. Los países del Norte se sienten orgullosos de predicar a los del Sur sobre la necesidad de limitar su crecimiento poblacional, pero la gente del Sur, de Bangladesh o de Nigeria, pueden decir: “un solo niño de los suyos, señores europeos o norteamericanos, genera más residuos destructores y más “gases invernadero” que ocho de mis niños. Mis siete niños me ayudan a producir alimentos, mientras que su único hijo está destruyendo la biosfera. Vuelva usted a hablarme cUando esté dispuesto a cambiar esto”.
Como ha indicado el geógrafo M. Ferrer Regales, “nos encontramos ante una contradicción. Si nacen menos niños, habrá menos adultos dentro de unos años y cada vez habrá más viejos. Caerá más carga social sobre la cada vez más reducida población activa, y no aumentará la producción por falta de demanda. En consecuencia, disminuirá la capacidad económica de un país o sociedad. Pero es justamente en nombre de esa capacidad económica, para aumentarla o sostenerla, como se predica y se aplica el control de la natalidad. Tiene que hacer, concluye, otras razones.”
Las otras amenazas
“Lo ecológico”, sin embargo, no implica tan sólo un replanteamiento de las relaciones del hombre con el medio natural y físico, sino también con el propio “medio humano”, es decir, con las demás personas. A esto apunta la llamada “Ecología Social”. En su libro La traición de la opulencia, Jean-Paul Dupuy y J. Robert observan que el daño absoluto e incomprensible no es tanto la destrucción de tal o cual elemento del patrimonio natural, como la destrucción de los lazos que vinculan al hombre con su medio circundante y especialmente con los demás hombres, una destrucción “que deja al hombre replegado en sí mismo, alienado con respecto al mundo, interesado ya sólo en su propia vida”.
La cuestión es que tales relaciones no pueden ser reemplazadas por la producción de “bienes y servicios”. Ningún valor mercantil puede compensar la degradación del medio circundante y la trivialización de las relaciones entre los hombres. Julián Marías, por su parte, venía a preguntarse: “¿Cómo se entiende que interese tanto “limpiar” las aguas y la atmósfera, hacer desaparecer de ellas los cuerpos extraños y nocivos que en ellas deposita la industria, a la vez que se satura el organismo de drogas, cuyos efectos son incomparablemente más perniciosos que los del óxido de carbono ...?”
Y no sólo el organismo humano se halla amenazado, según Marías; es más decisivo aún lo que afecta y daña a la propia “realidad psíquica”: el ruido, la prisa. “El ruido afecta al tímpano, pero más a la intimidad y a las formas de convivencia: a la conversación, al silencio entre personas, a esa operación esencial que se llama “callar”... ¿Qué sucede con la atención, la calma, la posibilidad de recogimiento, de reflexión, de lenta maduración de la personalidad? Denunciaba también el filósofo español el bombardeo de estímulos sexuales; su multiplicación, su martilleo constante sobre la percepción, fuera de ocasión y contexto, están produciendo un “embotamiento de la sensibilidad”. Y lo mismo cabría decir de las noticias, cuya selección injustificada y arbitraria, tan cercana a la falsedad, “altera la composición de nuestro mundo real”.
Se insiste a menudo en la artificialidad a la que hemos sometido nuestras vidas. Pero lo esencial de la presente crisis no es el hecho de que las relaciones interpersonales estén mediatizadas por objetos: siempre han de estarlo... Lo grave es que estas relaciones mismas se hayan convertido en ‘cosas’ y ello porque el hombre industrial, incapaz de asumirse, incapaz de anudar relaciones satisfactorias con sus prójimos y con su medio circundante, se remite a las instituciones para producir lo que ya no puede engendrar con su acción personal. La irrupción del sector terciario y la politización y estatalización de la vida y de la economía vienen así a ratificar la alienación del hombre en la sociedad economicista.
En suma, resulta claro que la conciencia de crisis del medio ambiente ha de dar paso a una profunda revisión de nuestros modos de vida, de la organización social de la vida humana en su conjunto y de los valores que fundamentan la recta conciencia moral de cada hombre: La degradación del medio natural y la degradación del medio social son dos manifestaciones de un mismo problema.
Un problema moral y cultural
Muchos empiezan a reconocer, en efecto, que la crisis ambiental, más que técnica o demográfica es moral, y que los problemas ecológicos no obedecen tanto a sistemas de producción, como a valores y a actitudes humanas. Tampoco parece satisfactorio pensar de manera un tanto simplista en la ‘bondad’ de unas naciones y en la ‘culpabilidad’ de otras. Los suecos, por ejemplo, no tienen culpa de ser suecos y los etíopes tampoco: seguramente unos y otros tienen necesidad de ser ayudados a mejorar moralmente, pero pensar que unas naciones son las buenas y otras las malas es ignorar que, más bien, la situación de explotador o explotado es una cuestión de oportunidad en la que se trasluce el egoísmo que late en cualquier hombre: así, la mayoría de los países exportadores de petróleo, y las ventajas de transformarse en un monopolio como es la OPEP, se han manifestado como unos explotadores con no más escrúpulos que aquellos a los que tanto criticaban. La verdadera raíz de nuestras dificultades sociales y ecológicas proviene de no reconocer límites al poder del hombre y creer que todos los problemas son solubles por medio de la ciencia y la técnica.
La actitud depredadora sobre la naturaleza tiene su raíz en un modelo de racionalidad que concibe al hombre como dominador absoluto, armado de un arsenal científico que se define como una forma privilegiada de poder –“saber es poder” decía ya F. Bacon en el siglo XVII–. Es en el fondo un tajante pragmatismo, que no ve en el mundo más que el ámbito en el que se plasma y edifica la grandeza humana: el hombre vendría a ser superior porque posee un conocimiento eficaz; calcula las regularidades en el funcionamiento de los objetos de la naturaleza, puede predecirlas y manipularlas a voluntad.
El sentido de la vida estriba aquí en consumar la propia autosuficiencia mediante la transformación del mundo. Es el “prometeísmo” del “homo faber”, del hombre que está convencido de que sólo se debe a sí mismo y es sólo para sí mismo, que es su propio creador, ajeno a referencias religiosas o morales a las que hubiera de obedecer contra su voluntad. Las cosas –y a menudo también las personas, despojadas de su dignidad inviolable- dejan así de tener valor y pasan a tener precio. Todo tiene a considerarse como una mercancía. El éxito, constituido en meta de la vida, se traduce como placer (hedonismo) o como poder (utilitarismo). La vida aparece como un mecanismo mediante el que lograr el disfrute; el mundo sólo sería un ámbito capaz de satisfacer ansias de dominio.
Pero el hombre, en palabras del expresidente checo Vaclav Havel, no es “un amo omnipotente del Universo, al que le esté permitido hacer con impunidad lo que se le ocurra o lo que le convenga en el momento. El mundo en que vivimos está hecho de un tejido inmensamente complejo y misterioso del que conocemos muy poco y que debemos tratar con suma humildad”.
El fondo del asunto es una generalizada desertización moral que renuncia a establecer una instancia ética objetiva para dirigir los programas técnico–científicos, estimular medidas políticas, y despertar la responsabilidad personal de cualquier ser humano consciente de que lo es.
El otro extremo: el biocentrismo
Cabe también la tentación de caer en alguna forma de biocentrismo panteísta, o incluso de animismo, convirtiendo a La Tierra, la Naturaleza, o la Vida en auténticos sujetos éticos e incluso en divinidades (la Diosa-Madre Tierra, o Gea), ante los que la persona humana se desdibuja como sujeto para convertirse en “una cosa entre cosas”, en un mero episodio insignificante por sí mismo y en último extremo carente de verdadero valor frente a la totalidad del cosmos. Con esta sensibilidad ha conectado la espiritualidad llamada de la Nueva era (New Age). Este es el planteamiento de la Carta de la Tierra, propugnada por la ONU, y de la Agenda 2030.
El biocentrismo pretende oponerse al antropocentrismo pragmático, pero de hecho coincide con él al minimizar también el valor irrepetible de cada persona, anteponiendo los presuntos derechos de los animales, las especies o el planeta a los de seres humanos no nacidos o no útiles, o promoviendo medidas utilitaristas y manipuladoras de control demográfico, por ejemplo. Ambas posturas (biocentrismo y antropocentrismo) incurren en contradicciones muy patentes: los seres humanos serían depredadores y no tendrían derecho a imponerse sobre las demás especies, pero los débiles, por carecer de relevancia, pueden e incluso deben ser eliminados.
Frente a ello cabe decir que animales, plantas y entidades inertes carecen de una estructura constitutiva que les capacite para disponer de sí mismos responsablemente. No tienen deberes y tampoco tienen derechos. Pero aunque no sean sujetos libres y responsables de la calidad y orientación de sus acciones, presentan sin embargo una relevancia moral. Las obligaciones que se tiene hacia ellos no dependen de que ostenten derechos, sino del reconocimiento de su valor y de su carácter de bienes necesarios para el género humano.
Tampoco la Naturaleza, entendida como conjunto de los seres vivos y sus relaciones recíprocas, presenta subjetividad moral. La Naturaleza (o la Tierra) no puede ser en sí misma una referencia absoluta de moralidad. Muchos de sus procesos son ambivalentes; no pocos conllevan destrucción y amenazas.
No por ello carece de significación y relevancia ética, debido a la esencial vinculación de dependencia que con ella guarda todo ser humano. La acción transformadora del hombre no debe ignorar ni despreciar a capricho los procesos y condiciones establecidas por la realidad ambiental y natural.
Un humanismo ecológico auténtico, basado la centralidad ontológica de la persona, reconoce en la naturaleza un hogar común en el que los hombres deben y necesitan vivir en armonía mutua y con su entorno, sin divinizar la Naturaleza, pero también sin minimizarla. La medida moral de su intervención en el mundo viene dada por el grado de habitabilidad que esa intervención procura a todos y cada uno de los hombres. Y en última instancia se basa en la dignidad de las personas llamadas a habitar este mundo. Es precisamente la dignidad y el valor sin excepción de cada ser humano, necesitado de hogar y de morada, lo que llena de trascendencia moral el trabajo, el conocimiento y la dominación del mundo por parte del ser humano, y lo que establece sus justos límites, necesitados, por lo demás, de prudente determinación.
Visión cristiana del problema ecológico
La concepción del hombre y del mundo a la luz de la revelación cristiana se inscribe en el marco de la Creación y la Redención. Fuentes del Magisterio importantes a este respecto, entre otras, son el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de Juan Pablo II en 1990, y el de Benedicto XVI en 2010. Importante es también lo que la encíclica Caritas in Veritate de dicho pontífice dice en los números 48 al 51; y por supuesto la Carta Magna del papa Francisco para una ecología integral: Laudato si. Sobre el cuidado de la casa común (2015).
Punto de partida esencial de la visión cristiana es la afirmación de la bondad originaria de las criaturas, inscritas en un contexto de orden y armonía cuya fuente es la sabiduría y el amor gratuito de un Dios personal y creador absoluto. “El mundo, escribe Benedicto XVI, no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad.”
De no menor importancia es el dato del pecado, introducido en el mundo por el mal uso de la libertad humana, fruto de la soberbia y de la ambición de la criatura racional, y que atenta contra el orden de la creación, cuya bondad no obstante es restituida por nueva iniciativa de Dios, que entra en la historia humana apelando a la libertad del hombre, única criatura en la tierra a la que Dios ama por ella misma (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes).
La criatura humana, persona a imagen y semejanza de Dios, ocupa un lugar central en la creación, a la que domina, pero que debe cuidar y fomentar. El orden y la armonía de la creación han sido encomendados al hombre por Dios, como una ayuda para su propio perfeccionamiento y para lograr la comunión con Él, que constituye su Fin último.
Uno de los aspectos más preocupantes de la profunda crisis moral por la que el hombre atraviesa en la actual situación histórica es, a los ojos de la Iglesia, el deterioro ambiental, cuyo signo más profundo y grave es la falta de respeto a la vida por un deseo exacerbado de tener y de gozar, expresado en el consumo excesivo y abusivo, y por la explotación de la naturaleza creada.
Algunos aspectos de este deterioro son: a) La prioridad conferida a la producción y a los intereses económicos sobre el bien de las personas y de pueblos enteros, b) un falso concepto de progreso y de bienestar, que no eleva realmente la condición de todo ser humano y del hombre en su integridad, que agota los recursos del planeta y lo vuelve progresivamente inhabitable, y c) una temeridad de consecuencias imprevisibles: la manipulación arbitraria de los orígenes de la vida biológica.
La raíz es, en el fondo, un error antropológico, consistente en que la capacidad dominadora y creativa del hombre se pone por encima de su dependencia respecto de Dios y de sus deberes hacia las demás criaturas y hacia sí mismo, debido a un afán de autosuficiencia que pone al hombre en el lugar de Dios, como señor de la vida y de la muerte. En este aspecto insiste de manera muy valiente el Papa Francisco en su gran encíclica Laudato si, al referirse a lo que él llama el "paradigma tecnocrático".
La respuesta cristiana a la crisis moral que late tras las amenazas ecológicas se articula a partir de cuatro tesis fundamentales:
1ª) La centralidad de la persona humana en el orden de la creación.
2ª) La gratuidad como disposición básica entre los hombres y la naturaleza.
3ª) El respeto a la voluntad divina, manifestada en el orden del universo creado, y que implica la interdependencia de todas las criaturas.
4ª) El respeto de la naturaleza como herencia común, ofrecida a todos los hombres sin excepción, que implica la responsabilidad de cada hombre y mujer en el cuidado, la conservación y el perfeccionamiento del universo, así como la preocupación por favorecer la condición de las generaciones futuras.
Las condiciones que se requieren para la realización efectiva de estos postulados serían:
1ª) El establecimiento de relaciones pacíficas y solidarias entre los países desarrollados y los infradesarrollados, en el contexto de la causa universal de la paz y mediante compromisos y obligaciones internacionales.
2ª) Afrontar directamente las formas estructurales de pobreza existentes en la actualidad.
3ª) Revisión radical de mentalidades y estilos de vida:
a) Actitud de conversión respecto del hedonismo, el consumismo, el armamentismo y el economicismo mercantilista, como fuentes directas de insolidaridad.
b) Educación en la responsabilidad ecológica: devolviendo a la familia su relevancia moral y social; promoviendo el aprecio por el valor de la persona humana y de la vida de todo ser humano y, como consecuencia, la preocupación social y ambiental; el cultivo de valores morales en la vida cotidiana, mostrando su trascendencia: espíritu de sacrificio, austeridad, autodisciplina, generosidad, cuidado de las personas más débiles...
c) Recuperar en la educación y en el tejido cultural la dimensión contemplativa ante el valor estético de la naturaleza creada.
4ª) Desandar algunos caminos equivocados: confusión de la preocupación ecológica con un vago sentimiento o una veleidad indefinida, o como una excusa para la eliminación de seres humanos o para políticas antinatalistas, eugenistas y eutanásicas, acabar con la ideologización de la ética ecológica (Agenda 2030, por ejemplo)…
Como ha afirmado Benedicto XVI: “El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa. La degradación de la naturaleza está estrechamente relacionada con la cultura que modela la convivencia humana, por lo que cuando se respeta la “ecología humana” en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia. No se puede pedir a los jóvenes que respeten el medio ambiente, si no se les ayuda en la familia y en la sociedad a respetarse a sí mismos: el libro de la naturaleza es único, tanto en lo que concierne al ambiente como a la ética personal, familiar y social. Los deberes respecto al ambiente se derivan de los deberes para con la persona, considerada en sí misma y en su relación con los demás.”
Conclusión
Decía Gandhi que la tierra puede alimentar la necesidad de todos los hombres, pero no su codicia. Y por eso la reflexión ética sobre la situación actual no puede ser eludida. Urge replantear los fines que persigue la actividad humana y las exigencias que han de satisfacerse para su adecuada consecución. Es preciso determinar con acierto lo que daña y lo que beneficia al hombre como tal. El entramado de relaciones que hace posible nuestra vida, es también una parte de nuestra vida.
La sostenibilidad del planeta es ciertamente necesaria, pero su razón de ser es garantizar el cuidado y el acceso a todos los bienes de la creación por parte de la generación presente y las futuras.
La economía, la ciencia y la técnica, entre otras instancias y capacidades del hombre, no son ámbitos completamente autónomos. Son instancias de la vida humana y han de orientarse a su servicio. Dicha orientación es, precisamente, la ética. Un humanismo ecológico no puede renunciar a la elevación integral de la condición humana, de todo el hombre y de todos los hombres, que es la mejor definición del verdadero desarrollo.
Se hace preciso postular lo sencillo, reivindicar lo pequeño, optar por lo accesible a la responsabilidad de los individuos, defender y favorecer la vida humana en todas sus fases y condiciones, profundizar en los fundamentos y exigencias de la solidaridad con los hombres de la generación presente y los de las futuras, cuidar del patrimonio natural para conservarlo, mejorarlo y hacerlo cada vez más habitable y acogedor, respetando su sentido.
Tal manera de estar en el mundo implica edificar sobre lo valioso que nos ha sido legado por generaciones pasadas, cuidar de la generación presente y trabajar para las futuras. Pero es preciso superar el relativismo moral y el escepticismo acerca de los últimos fundamentos de la existencia. Mientras estos perduren seguiremos moviéndonos sobre la vertiente inclinada del nihilismo al que nos han conducido la pretensión economicista y el narcisismo de la Ilustración. Tras la desertización provocada del planeta se halla la desertización moral del hombre.
Al ser humano no le basta para vivir con aire puro, praderas verdes, ríos incontaminados y alimentos sanos. Es preciso un humanismo ecológico que determine las condiciones para que cada ser humano y todos los seres humanos desarrollen en plenitud su vida, viviendo en paz, acogiendo solidariamente y ayudando a los que carecen de recursos o energías para salir adelante, cuidando de la tierra y agradeciéndola. Que configure espacios de comunicación, libertad y armonía. Porque la naturaleza es para el ser humano un don y una tarea en los que necesita ser educado. “Valorar la creación como un don de Dios a la humanidad nos ayuda a comprender la vocación y el valor del hombre.” (Benedicto XVI)
Andrés Jiménez Abad.