viernes, 20 de noviembre de 2020

FIDELIDAD A LA REALIDAD

Por Abilio de Gregorio (In memoriam)

 

Acaba de fallecer el profesor -y maestro- Abilio de Gregorio. Por su clarividencia y actualidad traemos aquí, en homenaje, este artículo publicado en 2016 en el libro “4 Miradas” (Ed. Monte Carmelo. Burgos)

D.E.P.



Hay quienes, víctimas de alguna disfunción cognitiva, están convencidos de que el círculo es cuadrado y, por lo tanto, tienen problemas para adaptarse a la circularidad real. Otros, sin llegar al extremo de esa disfunción esquizoide, perciben claramente que el círculo es redondo y es distinto del cuadrado, pero no les gusta que así sea y preferirían que fuese cuadrado. Su enfado con la realidad toma formas de comportamiento neurótico y terminan actuando sobre la base de la cuadratura del círculo.  La primera medida de profilaxis mental es el reconocimiento, la afirmación y la aceptación de lo real. Este atenimiento a la realidad se convierte, a su vez, en norma ética, toda vez que, no tratar a una realidad de acuerdo con su naturaleza y con sus fines, suele estar en la base del mal.

Si el papel de los educadores (en el sentido más amplio) es ir introduciendo al educando en el mundo de la realidad y enseñarles a circular por ella, importa vigilar la actitud que tienen ante la misma. Su calidad profesional habría que juzgarla por la relación ontológica, ética y psicológica que mantienen con la realidad.

Así, con frecuencia nos hemos encontrado con educadores que huyen de la realidad por la vía de la ideología. No les importa lo que las cosas son, sino cómo quieren ellos que sea esa realidad. La ideología se convierte en un dulcificado sucedáneo de la realidad, en un burladero para esconderse de la realidad. Constantin Noica al hablar de “las enfermedades del espíritu contemporáneo”, hace referencia precisamente a una cierta patología de la perfección por la cual se impulsa al sujeto a escapar de las exigencias de cada día amparándose en el mundo de las ideas puras. ¿Quién ha autorizado al educador para encadenar al educando a sus utopías de futuro? ¿Quién le ha entregado a los jóvenes como materia moldeable para que intente construir con ellos la nueva sociedad sin clases, la nueva o la vieja etnia, la nueva nación, la nueva clase productiva, etc.? 

Otros, huyen de la realidad por la vía del relativismo. No hay principios estables, dicen; no hay universales que permitan generalizaciones. No hay posibilidad de acceso al sentido de la realidad, a la verdad, al valor, al bien. Cuando no hay posibilidad de profundizar en lo humano, los hechos, los fenómenos se suceden sin significado, la existencia personal se torna en un simple consumo de vida y la libertad se vuelve pura aventura. 

Instalados en esta huida, no importa lo que las cosas son, sino lo que se puede hacer con las cosas y la utilidad que produce dicho hacer. Comienza entonces una orgía de la acción. 

Esta huida de los principios y de los universales, del abandono de la idea de verdad, suele conducir a la exaltación alternativa de lo diverso o de lo plural. El rechazo del logos universal marca el advenimiento del politeísmo de las verdades, del multiculturalismo como nuevo ethos social.

El vacío que deja esa falta de principios estables ha de ser rellenado por otro principio elevado a la categoría de “bonum” ético: la existencia de un espacio donde quepa todo. Pero sólo puede caber todo en convivencia tolerante y no excluyente si todo vale igual. Y, claro está, si todo vale igual, nada vale nada. Estamos en las raíces del nihilismo.

Esta es la anomía dominante en muchos ambientes educativos. El currículo no es más que la superposición de fragmentos de ciencia, de historia, de cultura, etc. sin sentido ni significado que los explique. Y  en la convivencia, no hay más norma que aquella que garantiza la suficiente distancia de seguridad entre el educador y el educando para evitar cualquier colisión. Dice sabiamente R. Spaemann que “de la convicción de que hay muchos caminos del hombre hacia su meta no se extrae la consecuencia de seguir uno de esos caminos decididamente, sino la de no seguir ninguno, la de dejarlo todo en lo hipotético”. Aquí puede estar una de las causas de esa patológica ausencia de ideales y de compromisos en muchos jóvenes. Y añade el pensador alemán: “el relativismo es la capitulación del hombre frente a la tarea de cobrar una relación madura y humanamente digna con la realidad. Hace al hombre pequeño y le hace a éste empequeñecerlo todo”. Por eso habría que afirmar que el “enseñante” relativista no pasa de ser un jíbaro del espíritu de sus educandos.

Pero reductor de espíritus es también quien huye vergonzantemente de la realidad amparado en la racionalidad científica. Afirma Pérez de Laborda que “hoy la concepción científica del mundo es, creo, la más potente de las tapaderas que se utilizan por doquier para que quede oculta la realidad despiadada de nuestro mundo...”. 

Ciertamente, la racionalidad científica es un medio de acceso a una región de la realidad. No se puede hablar de la realidad sin recurrir a la ciencia. Ciertamente. La ciencia nos muestra realidad, pero no nos muestra toda la realidad. Nos dice cómo es nuestro mundo, pero no nos dice qué sentido tiene. Nos dice cómo es nuestra vida e incluso la prolonga, pero no nos dice cómo hemos de vivirla. Nos dice cómo somos, pero no cómo hemos de ser. 

La fidelidad a la entera realidad exige no tomar la parte por el todo. Maestro no es el que enseña hechos, fenómenos, fórmulas y demostraciones. Maestro es el que propone significados.

Es, pues, una condición exigible a quien acepta asumir la labor de educar el compromiso de respeto y de fidelidad a la realidad. Al fin y al cabo, el maestro es alguien que se sitúa entre el discípulo y la realidad. Pero, como decía G. Marcel, hay dos maneras de perder de vista esa realidad: o poniéndose de espaldas a la misma o sumergiéndose en ella. En ninguno de los dos casos se está en disposición de ejercer magisterio; mucho menos educación. 




 "HE APRENDIDO A ANDAR PORQUE IBA A ALGUNA  PARTE"

(Natalia Sanmartín Fenollera)




viernes, 30 de octubre de 2020

¿Aprender qué?

            Contaba José Luis Martín Descalzo que un niño pequeño, vecino de un famoso escultor, entró un día en el estudio de éste y vio un gigantesco bloque de piedra. Cuando volvió por allí, dos meses más tarde, encontró en su lugar una preciosa estatua ecuestre. Y volviéndose al escultor, le preguntó: "¿Y cómo sabías tú que dentro de aquel bloque había un caballo?"

         La frase del pequeño en realidad no era tan ingenua, porque la verdad es que el caballo estaba, ciertamente, dentro de aquel bloque, y que la maestría del escultor consistió precisamente en eso: en saber ver el caballo que había dentro, e irle quitando al bloque de piedra todo cuanto le sobraba. El escultor no trabajó añadiendo trozos de caballo al bloque de piedra, sino liberando a la piedra de todo lo que impedía mostrar el caballo ideal que tenía en su interior. El artista supo "ver" dentro, lo que nadie veía. 


         Pienso todo esto porque con la educación de los humanos pasa algo parecido. ¿Nos acordamos de que la palabra "educar" viene del latín "edúcere", que quiere decir exactamente «sacar de dentro»

            Y es que la naturaleza humana se presenta al principio como indigencia, pero a la vez se halla poderosamente abierta a un desarrollo perfectivo que tiene lugar mediante el cultivo de sus capacidades. Una actuación es educativa si hace crecer en humanidad al ser humano y le acerca a su plenitud, incrementando su capacidad de verdad, de bien y de belleza. Se trata de un proceso de formación paulatina de la personalidad humana, de maduración.

         Pero este desarrollo no es algo añadido a la naturaleza desde el exterior, sino un crecimiento cuyo protagonismo ha de ir asumiendo según su capacidad el propio sujeto humano que se educa. Por eso, la acción educativa en el fondo es sólo una ayuda encaminada a suscitar y fortalecer las posibilidades creativas de la libertad del sujeto, hombre o mujer, mediante la adquisición y cultivo de hábitos valiosos.

            Conformistas en el fondo

         Hace un tiempo estaba corrigendo unos trabajos de mis alumnos de 2º de Bachillerato, tan “mayores” ellos, tan amigos de la libertad y la independencia, sobre la lectura del Critón, el breve pero jugoso diálogo platónico, que presenta a Sócrates esperando en la celda la hora de su ejecución tras padecer un vergonzoso juicio, y convenciendo a  su amigo Critón, que tenía sobornado al carcelero, de que prefería no escapar porque, según pensaba el sabio ateniense, es preferible padecer una injusticia a cometerla.

       Una de las preguntas que se les formulaba era: “¿Estás de acuerdo en que las leyes deben ser obedecidas siempre? ¿Por qué? ¿Estás de acuerdo en lo que afirma Hegel –según lo que se dice en la nota del comentarista del libro en esta edición-: «El principio primordial de un Estado es que no haya por encima de él ninguna razón, conciencia o sentido del derecho superior a lo que el propio Estado reconoce»?. Según eso, ¿podría equivocarse alguna vez el Estado?”

         Pues bien, mi sorpresa fue grande al comprobar que más del 90% de los jóvenes contestaba sin rubor que sí, que hay que cumplir siempre las leyes y que no hay nada por encima del Estado, el cual, por supuesto no se equivoca nunca. Muchos de ellos más de la mitad– lo justificaban diciendo que lo contrario sería el caos, y que nadie tiene derecho a ponerse por encima de la ley y del Estado, porque eso sería “injusto” (sic) y, además, “el Estado somos todos” (no sé por qué me venía a la memoria el eslogan aquel de Hacienda –‘Hacienda somos todos’- en vísperas de la Declaración de la renta). 

        La zozobra fue grande cuando les hice la observación de que puede haber (ha habido, hay y habrá) leyes gravemente injustas; y cuando les pregunté si sería legítimo resistir a un Estado tiránico.

        Llama la atención el conformismo que pueden llegar a profesar muchas personas, y en especial estos jóvenes casiuniversitarios, tan ansiosos ante la cercanía de acudir pronto a las urnas y de sacarse el carné de conducir. Parece claro que “desde fuera” les ha llegado el influjo de las campañas de propaganda, de los tópicos y los clichés buenistas orquestados por los medios de difusión al dictado de las ideologías imperantes.

        Y podemos preguntarnos qué es lo que se les enseña a nuestros niños y jóvenes, y si la educación que reciben les ayuda realmente a madurar.


Poder decir tonterías en cinco idiomas 

El filósofo Alejandro Llano denunciaba hace algún tiempo que la enseñanza reglada pone hoy todo el énfasis en los procedimientos. Se habla, por ejemplo, de «aprender a aprender». Pero no se contesta –ni siquiera se formula– la pregunta clave: «¿Aprender qué?». «-Los contenidos son lo de menos», se arguye, porque pueden encontrarse en cualquier base de datos. Lo importante, se machaca, es que estos adolescentes, llamados a vivir en la sociedad de la información, dominen las nuevas tecnologías informáticas que van a poner a su disposición inmediata todo el saber disponible en el mundo entero. 

Recuerda Llano a este respecto que el castizo Miguel de Unamuno decía con malicia del cosmopolita Salvador de Madariaga, que «era capaz de decir tonterías en cinco idiomas». Puede que la alusión fuese injusta para el caso, pero nos lleva a pensar en el gran esfuerzo invertido en que nuestros jóvenes aprendan informática e inglés como preparación para conseguir una buena posición económica. Aunque tampoco faltan los que sostienen muy en serioque si las ‘tonterías’ se enseñan en un instituto público son ‘menos tonterías’ –o no lo serían en absoluto– que si se enseñan en un colegio privado (o a la inversa). En esto se agota para muchos el panorama cultural y social abierto ante el quehacer de los educadores y el de la libertad de educación que se les reconoce a los padres. 

Pero educar –“edúcere”- es otra cosa. Si queremos ayudar a que se desarrolle plenamente la personalidad de los niños y los jóvenes, la labor educativa se ha de plantear desde una visión del hombre y la sociedad que valore -por encima del dinero o el poder, del mero acumular clichés ideológicos o informaciones sin criterio– la dignidad intocable de la persona humana y sus exigencias morales. Es preciso tener en la base una idea cabal de la naturaleza humana. 

Un ejemplo sangrante es la actual fiebre por extender en los colegios y ámbitos de relación social de los jóvenes una pretendida educación “afectivo-sexual” ajena por completo a criterios éticos y centrada sólo en la satisfacción de los propios deseos. Una educación “despersonalizada” -en la que la persona y su dignidad inmanipulable no se tienen en cuenta- es siempre una educación despersonalizadora, que impide el crecimiento hacia la sabiduría y la felicidad, y que acaba convirtiéndose en instrumento al servicio del poder y camino inevitable hacia el vacío existencial de las personas concretas.

Un buen padre, un buen educador es el que sabe ver la escultura maravillosa que cada uno tiene dentro, revestida tal vez por toneladas de vulgaridad. Quitar esa vulgaridad a martillazos -quizá muy dolorosos-, a la vista de la persona auténtica, valiosa, que cada niño, cada joven, está llamado a ser, es la verdadera obra de arte de un educador. A.J.



 

lunes, 19 de octubre de 2020





LA DEMOCRACIA, según TOCQUEVILLE

“…Se cumple la profecía avizorada por Tocqueville, que vislumbró la ominosa servidumbre que amenazaba a los pueblos democráticos: «Por encima de ellos se eleva un poder inmenso y tutelar, que se encarga él solo de asegurar sus goces y velar por su suerte. Es absoluto, detallado, regular, previsor y dulce. Se parecería a la potestad paterna si, como ésta, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero no pretende, en realidad, sino fijarlos irrevocablemente en la infancia. Quiere que los ciudadanos disfruten con tal de que no piensen sino en disfrutar. Trabaja de buen grado para su bienestar, pero anhela ser el único agente y el solo árbitro. Provee a su seguridad, asegura sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias. ¡Por qué no podría quitarles, por ejemplo, el trastorno de pensar y el esfuerzo de vivir!».

    Y llegó el coronavirus, para que esta distopía democrática se completase, quitándonos el trastorno de pensar y el esfuerzo de vivir.”

JUAN MANUEL DE PRADA: “La distopía democrática”, 

en ABC, 23/08/2020.