“POR MAL CAMINO”: FEMINISMO EN REVISIÓN
Andrés Jiménez Abad*
1.- E. Badinter: el feminismo radical en revisión.
A mediados del siglo pasado, como es sabido, Simone de Beauvoir formuló la pregunta “¿qué es una mujer?”, y respondió que “no se nace mujer sino que se llega a serlo”, insistiendo en que ese “hacerse” carece de modelo. Sorprende que el feminismo radical cayera en la paradoja de adoptar en sus reivindicaciones el arquetipo del homo faber forjado por la Modernidad, lo que hizo que hubiera de enfrentarse a las contradicciones y problemas de una sociedad basada esencialmente en criterios de productividad y de eficiencia, profundamente desorientada acerca de lo que es importante en la vida y en la cual la competencia con el varón se hace notablemente difícil para las mujeres.
De hecho, el discurso feminista se ha diversificado notablemente a partir de los años sesenta: En un primer momento, escribe Elisabeth Badinter, “la imagen de la mujer tradicional se esfumaba para dejar paso a otra, más viril, más fuerte, casi dueña de sí misma y hasta del universo… Después de milenios de una tiranía más o menos suave que la condenaba a tareas subalternas, la mujer se convertía en la heroína de una película en la que el hombre interpretaba una papel secundario.” (Badinter, E., 2004, 16).
Con anterioridad, en su libro XY, la identidad masculina, de 1992, denunciaba ya que “para asemejarse a los varones, las mujeres se han visto obligadas a negar su esencia femenina (sic) y a ser un pálido calco de sus amos. Perdiendo su identidad, viven en la peor de las alienaciones y procuran, sin saberlo, la última victoria al imperialismo masculino”. (Badinter, E., 1993, 186)
Badinter, discípula de Simone de Beauvoir, destacada activista y estudiosa del movimiento feminista, sorprendió aún más con su libro Por mal camino, editado en 2003, en el que critica la dirección seguida desde los años ochenta por el movimiento feminista. Denuncia que "el feminismo radical" había dejado de defender el valor universal de la igualdad en la diferencia entre los sexos para lanzarse, enarbolando un victimismo a ultranza, a una lucha sin cuartel contra el sexo masculino y a favor de una discriminación positiva hacia las mujeres, por una parte, y por otra derivó hacia un individualismo anárquico -la "indiferenciación de las identidades", "el relativismo secular como principio político... que abre la vía a todas las excepciones"-, conducente al caos.
El feminismo radical, en su intento de acabar con el secular sometimiento de la mujer al varón, generó la denuncia y demonización del sexo masculino, como reconoce críticamente Badinter recordando posturas como las de A. Dworkin y C. MacKinnon, para quienes el hombre es de suyo “predador y violador” y “la violación es el paradigma de la heterosexualidad”. Badinter sostiene con firmeza que pensar que “sólo los hombres son celosos, maleducados y tiránicos es un absurdo que es urgente disipar… Hay que renunciar a una visión angélica de las mujeres que incluye la demonización de los hombres.” (Badinter, E., 2004, 96)
Además de tratarse de una generalización a todas luces injusta, Badinter advierte de que se acaba reproduciendo el dualismo determinista contra el que se empezó luchando. El antagonismo dialéctico “opresores-oprimidas”, afirma, “acaba ofreciendo un retrato de una humanidad cortada en dos poco realista. Por una parte, las víctimas de la opresión masculina, y por la otra, los verdugos todopoderosos. Para luchar contra esta situación, las voces feministas, cada vez más numerosas, atacan la sexualidad humana como raíz del mal. Con ello, dibujan los contornos de una sexualidad femenina en contradicción con la evolución de las costumbres y recuperan la definición de una ‘naturaleza femenina’ que se creía olvidada.” (Ibíd., 97)
Badinter sostiene que la mejora de la condición de las mujeres solo es posible “mediante una conquista de la igualdad que no haga peligrar sus relaciones con los hombres.” Y recuerda la aseveración de Margaret Mead: “Cuando un sexo sufre, el otro sufre también” (Ibíd.,149-150). Haciendo uso de un sentido práctico encomiable, viene a concluir: “Aumentar el número de guarderías y ofrecer mejores cuidados a los niños a domicilio harán más por ésta [la igualdad de los sexos] que todos los discursos sobre la paridad. E igualmente el permiso por paternidad, que da a entender simbólicamente que la conciliación entre vida privada y pública no atañe sólo a la mujer.” (Ibíd., 176-7)
De hecho, sobre todo en la década de los ochenta, algunas destacadas impulsoras de la emancipación femenina, como Betty Friedan, Alexandra Bochetti, Susan Brownmiller, Carol Gilligan, Germaine Greer, Michèle Fitoussi, Cristiane Collange o Antonietta Macciochi, entre otras, ante el menosprecio de lo genuinamente femenino generado por el economicismo exacerbado y la pretensión del feminismo de competir en esa contienda cuyas reglas de juego establecieron los varones, empiezan a reclamar enérgicamente una valoración adecuada de la feminidad, de la maternidad, de la corresponsabilidad e, incluso, una sensata vuelta al hogar.
Escribe así, por ejemplo, Cristiane Collange: “Quiero volver al hogar no necesariamente todo el tiempo. Quiero volver al hogar con mayor frecuencia, mucho más tiempo, con libertad. Quiero volver al hogar porque allí se sitúa mi sitio de amarre, mi centro de gravedad. El enchufe de amor donde cargo mis baterías de energía. No quiero pasar mi vida yendo y viniendo a otros sitios para buscar mi identidad. No acepto morir a lo largo de los años de aburrimiento doméstico ni de fatiga profesional. No creo ni en el trabajo liberador ni en el sacrificio femenino incondicional. Quiero todo a la vez. Estoy harta de ser una mujer cortada en dos”. (Collange, C., citada en Figueras, J., 2002, 36)
Es muy notable el caso de Betty Friedan, cuya obra La mística de la feminidad (1963) es uno de los textos básicos del feminismo. Friedan fundó y presidió el movimiento NOW, pero ya en 1981 escribe La segunda etapa, donde defiende abiertamente la colaboración con los hombres en la tarea de “comprender el lugar” de ambos sexos. Su rechazo no se dirigirá ya a la “mística femenina” de la vinculación al hogar, sino a la “mística feminista”, que define como una ideología que asignó la imitación del modelo masculino a las mujeres, soslayando su necesidad de intimidad, y reclamará también la dedicación a la familia como esencial para las mujeres. Siendo ya abuela de ocho nietos y basándose en su experiencia personal, escribe La fuente de la edad, en 1993, que abunda en los anteriores argumentos. (Cfr. Solé, G., 1995, 101-103)
La feminista australiana Germaine Greer, en Sex and Destinity (1984), se posiciona contra la mentalidad antinatalista por ser contraria a las aspiraciones de muchas mujeres, a la vez que denuncia la presión ejercida para lograr una independencia sexual que no libera a la mujer sino que, al contrario, la subordina aún más al varón. Alessandra Bocchetti, por su parte, afirmará que “la maternidad enseña a las mujeres a no separar razón y corazón.” (Bocchetti, A., 1985, 70)
Jean Bethde Elshtain, a partir de 1981, presentará un nuevo feminismo preocupado por la vida y por la atención a los hijos. En la obra Public Man, Private Woman, denuncia la propuesta del anterior feminismo de la incorporación de la mujer a la sociedad mercantil, reclamando que no se descuide el genuino mundo de la mujer, basado en la preocupación por los demás, que no es una alienación sino la base de una ética de responsabilidad social frente a la lucha por el poder en la que los perjudicados son siempre los más vulnerables. Una sociedad ha de proteger a los más débiles, lo cual no es menos valioso que la actividad productiva sino precisamente lo que la hace viable. Propone terminar con las disyuntivas excluyentes que trajo consigo la mentalidad moderna: servir o realizarse, público o privado, trabajo o familia. Recuerda que estas tareas de servicio no son privativas de la mujer sino que son también responsabilidad del varón. (Cfr. Elshtain, J.B., 1981)
Una de las mejores conocedoras del movimiento feminista, Karen Offen, recrimina a este su individualismo, y propone recuperar la dimensión relacional de la vida, el valor de la diversidad y la complementariedad y la importancia de la dimensión social. (Cfr. Offen, K., 1991, 135)
2.- Gilligan y Noddings: La “ética del cuidado”.
Merece también una especial mención, por su repercusión posterior, la “Ética del cuidado”, defendida por Carol Gilligan frente a lo que llama la “Ética de la justicia”. Gilligan, profesora de Estudios de género(Gender Studies) en la universidad de Harvard, publicó In a Different Voice (1982) a propósito de las reflexiones de L. Kohlberg sobre el razonamiento moral.
Kohlberg sostenía que los varones basan su razonamiento en la jerarquía universal de principios y normas, mientras que las mujeres contextualizan las situaciones y conductas, atienden a las relaciones personales, a los detalles de la situación… Ello las ubicaría en un rango inferior al de los varones en el proceso del desarrollo moral.
Pero para Gilligan, la “ética de la justicia”, propia de una sociedad occidental masculinizada, fue creada para resolver los conflictos mediante la fuerza y la lucha por el poder. Valora el respeto a los derechos formales, la “justicia” y la universalidad desatendiendo las particularidades. Prima en ella la legalidad sobre la legitimidad. Se basa en una “responsabilidad ante la ley”.
La ética del cuidado, por su parte, es más propia de las mujeres, según Gilligan, y juzga atendiendo a lo concreto, a la situación, a las circunstancias personales. Está basada en la “responsabilidad hacia los demás”. Los seres humanos dependemos unos de otros, y por ello lo importante no son “las formas” sino el fondo de las cuestiones.
Gilligan había ayudado al propio Kohlberg en algunas de sus investigaciones, pero no puede aceptar que las mujeres sean menos maduras moralmente que los varones. Simplemente, afirma, hablan “con una voz diferente”, dan importancia a los vínculos, valoran el “cuidado” por encima del cumplimiento abstracto de las normas.
La ética del cuidado sugiere una cierta predisposición de las mujeres a la gratuidad y la solidaridad, a lo humano concreto. Pone en jaque el contractualismo del “tanto me das, tanto te doy”. Frente a la lógica pragmática del interés y de una equidad matemática, más propia del varón, reclama la puesta en valor de una lógica más próxima al don, al servicio, que mira más bien a lo que necesita cada uno.
Hay en las reflexiones de Carol Gilligan una crítica de fondo al racionalismo y a la voluntad de poder como claves para concebir y organizar la convivencia. Aunque algunos han intentando aproximar la propuesta de Gilligan al colectivismo y al estatalismo, es preciso advertir que la responsabilidad, la preocupación y el cuidado verdaderos son propios de las personas, no de las estructuras. Con palabras precisas y verdaderas afirmaba el papa Benedicto XVI: “El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido necesita: una entrañable atención personal.” (Deus caritas est, n. 28)
Tampoco parece aceptable una lectura de la ética del cuidado que lleve a suponer que el derecho a decidir sobre la vida y el destino de las personas atendidas (no nacidas, disminuidas, enfermas, etc.) queda reservado a las personas que las cuidan, dado que el verdadero “cuidado” solo puede estar basado en el reconocimiento de la dignidad de la persona necesitada de ayuda.
De hecho, la ética del cuidado ha recibido por parte de la filósofa de la educación Nel Noddings un tratamiento más equilibrado, basado en el reconocimiento de la dignidad de todas las personas y de sus necesidades, así como en la tendencia natural a la ayuda hacia los semejantes y el compromiso con el entorno.
Debe garantizarse a todas las personas el acceso en equidad tanto al dar como al recibir cuidado. Si el cuidado es considerado como una práctica y un deber de una sola parte de la población -generalmente las mujeres- lo normal será que se prive a la otra parte -generalmente a los hombres- de la posibilidad de desarrollar las capacidades, virtudes y competencias que comprenden la ética del cuidado para unos y la ética de la justicia para otras.
Es cierto que los varones tienen y tendrán mucho que aprender de la sensibilidad de las mujeres hacia lo humano en cuanto tal, de su privilegiada aptitud para intuir el valor y la circunstancia que configura lo concreto, pero no sería justo asignar una exclusiva “vocación al cuidado” a las mujeres. Los ejemplos de tantos varones dedicados a una admirable atención a los menesterosos a lo largo de los tiempos desmentiría tal pretensión.
Es también muy claro que todas estas reflexiones surgidas en el seno mismo del feminismo radical de los años ochenta aportan razones incuestionables acerca de que la escisión entre vida privada y vida pública es estructuralmente injusta además de ineficiente, como también lo es la presunta superioridad de una vida cifrada en la eficiencia, la productividad y una racionalidad instrumental respecto de aquella dimensión que valora por encima de todo a la persona. Muy al contrario, sin un adecuado fundamento en esta última, una sociedad de la eficiencia al margen de consideraciones morales objetivas camina, por utilizar los términos empleados por C.S. Lewis, hacia “la abolición de lo humano”.
* Tomado de Andrés JIMÉNEZ ABAD. “La mujer, ¿en busca de una identidad perdida?”. Revista de Pensamiento. FUE, Madrid. N. 34 ( 2021). Págs. 165-194.
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