(Palabas de despedida en el acto de graduación de los alumnos de 2º de Bachillerato, IES BASOKO, 3 junio 2011)
En la obra de Pérez Galdós, Marianela, la protagonista le pregunta al ciego al que guía si sabe distinguir el día y la noche. Él contesta: 'Es de día cuando estamos juntos tú y yo; es de noche cuando nos separamos...'
En la novela, Marianela es una joven deforme por un accidente que tuvo de pequeña. Solo su amigo ciego podía ver la belleza de su ser interior, sin quedarse en la superficialidad de la cara y el cuerpo contrahechos. La ceguera de los ojos físicos había proporcionado luz a sus ojos interiores para ver a los demás. No juzgaba por la impresión sensible o desde la vanidad, juzgaba acerca de la belleza según la talla moral de la persona.
Interesante forma de apreciar el mundo. Una lección serena para una sociedad como la nuestra –esa que, ya mayores de edad o casi…, os disponéis a afrontar desde hoy- tan preocupada por las apariencias y el cuidado estético, y paradójicamente tan superficial en el cultivo y el aprecio de la interioridad.
Vemos, en efecto, cómo muchas mujeres y cada vez más hombres tienen la tendencia a encajar en el molde de “belleza” establecido por las tendencias sociales de la época.
El propósito de esta interminable búsqueda, y el objeto para el cual se busca, suelen ser olvidados: ¿Qué belleza se busca? ¿La del aparecer o la del ser? ¿La del cuerpo o la del corazón?
Vemos hoy en día rostros con sonrisas artificiales, operaciones quirúrgicas para evitar las arrugas, liposucciones, inyecciones de silicona para moldear cuerpos que no tienen otro defecto que el desgaste natural del tiempo. Nos han vendido una imagen de mujer, en la que se valora su apariencia…, pero se olvida uno de “ella” -de la persona- (y lo mismo pasa con el hombre). A fuerza de ver modelos esbeltas, sin ningún defecto externo, con medidas casi imposibles... hemos aceptado que el ideal de belleza que nos permite entrar por la puerta grande del mundo es parecerse a un prototipo de muñeca (o muñeco) de juguete.
Y aunque muchos tal vez asentimos al oír ideas como estas, e incluso criticamos el uso que se hace de la mujer en la publicidad, al final también nosotros identificamos juventud y belleza, porque nuestro ideal estético también se reduce a menudo a lo superficial y sensible. ¿Dónde está la luz del día interior del que hablaba el ciego a Marianela? ¿Por qué no la vemos?
Porque esa luz hay que buscarla con ojos interiores, en silencio, y en la quietud que permite descubrir lo invisible, lo que es realmente valioso.
El rostro de un hombre o de una mujer que ha sido marcado por las numerosas tormentas de la vida puede ser hermoso. Sea cual sea su edad, la belleza de una mujer que ha resistido las dificultades de la vida brilla con un esplendor que irradia ternura y majestad. Hay rostros de mujeres ancianas y de hombres tallados por el paso de los años que transmiten algo que no se vende, que no puede aportarnos una inyección de botox: una belleza pacífica, serena. Esa belleza –a diferencia de la otra- crece con el tiempo, porque el tiempo aquilata y purifica lo que nos hace grandes: la sabiduría y la capacidad de amar que posee el ser humano.
Por eso un rostro anciano puede ser atractivo. Quizás detrás de esos ojos compasivos, se esconden muchas lágrimas, detrás de esas arrugas no maquilladas se oculta mucho dolor porque el amor es donación, es buscar el bien objetivo del otro, olvidarse a menudo de uno mismo; y por eso, muy a menudo, el amor duele. El amor no es un maquillaje que se quita por la noche; su huella en la persona es indeleble y no se borra, al contrario, se acentúa con el paso del tiempo.
La vida del hombre o de la mujer que ha aprendido las lecciones de la vida es verdaderamente hermosa, aunque su cabello luzca blanco, o tiemblen ya sus manos.
Sí, es verdad. Hay una belleza que una mirada simple no puede captar. Porque “lo esencial es invisible a los ojos, y sólo se ve bien con el corazón.” (St. Exupéry)
Marianela le preguntaba al ciego si sabía distinguir el día y la noche. «Es de día cuando estamos juntos tú y yo; es de noche cuando nos separamos». Es Marianela la que hace bello el día, sin darse cuenta tal vez. Y es su ausencia la que priva al ciego de la luz. ¿No habéis pensado que todo lo que aprendáis de bueno y de valioso en la vida os compromete a hacer un mundo mejor y más bello... para los demás, para quienes se encuentren con vosotros en el camino de la vida?
Hay una página –entre otras muchas magníficas- en El Quijote, que encierra una lección de sabiduría de la que quiero hoy hacerme eco para vosotros, y que tiene mucho que ver con esa belleza interior de la que os hablo.
La cruel chanza de unos duques les lleva a conceder a Sancho Panza el gobierno de una ínsula. Don Quijote se apresta a ofrecer consejo a su escudero para enfrentarse a ese mundo de responsabilidades y desafíos que le espera.
“Primeramente, ¡oh hijo!, -le dice- has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quién eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey… (y acabó reventando)
»Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores, porque viendo que no te avergüenzas, ninguno se pondrá a avergonzarte, y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio… No hay para qué tener envidia a los que padres y abuelos tienen que son príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se gana, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.” (II parte, Capítulo XLII)
Sé perfectamente que estas recomendaciones a algunos les parecerán hilarantes, y hasta ofensivas. Como decía aquel torero: “Tiene que haber de tó”.
Me he atrevido sin embargo a hablaros de la belleza del corazón, porque es lo que deseo -como maestro que me gustaría haber sido vuestro- para vosotros y con toda mi alma. Mirad: el humilde es feliz con todo. El soberbio no es feliz con nada.
Ayer mismo hablaba con un amigo a quien muchos de vosotros sé que tenéis un gran aprecio; y a propósito de mis sentimientos hacia vosotros, con los que me gustaría representar a todos y cada uno de mis compañeros profesores –y también a vuestros padres-, me decía: “No esperes ni desees que sean tus alumnos los que te lo agradezcan. Que tu mayor gozo sea que un día lo haga alguno de sus hijos.” Que fueran ellos –vuestros hijos-, los que un día nos agradecieran lo que hicimos –o intentamos hacer- por sus padres, por vosotros.
Amigos míos, indignaos, pero no acampéis en la indignación. Aspirad a mejorar y embellecer el mundo, sí, pero empezad por vosotros mismos. Dentro.
Hasta siempre.