lunes, 18 de noviembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (121)

SUPERAR EL DESALIENTO

 


No podemos considerar la figura y el papel esencial del educador, del docente en concreto, sin referirnos a un hecho que se da con relativa frecuencia, quizás hoy más que en otras épocas. Educar no es fácil, sin duda, y a veces las compensaciones no son inmediatas ni frecuentes. Antes bien, se tiene la impresión de que se espera del educador que resuelva casi todos los problemas del tejido social, supliendo carencias familiares, sociales y políticas. Paradójicamente, la valoración social de la profesión docente parece haber perdido en buena medida su tradicional estimación.

La autoestima tampoco está siempre garantizada. No es de extrañar que las limitaciones y actitudes personales de los alumnos, la influencia de un entorno disolvente, la dejadez de algunas familias, la posible falta de entendimiento y colaboración entre los propios educadores, las propias limitaciones y contratiempos, hagan caer en ocasiones a no pocos maestros, humanos al fin, en el desaliento.

Así, un estudio impulsado por el diario “Éxito Educativo”, la plataforma “Educar es Todo” y la Universidad a Distancia de Madrid reflejaba que la autopercepción de los docentes en relación con su salud mental no es buena. El trabajo, basado en las respuestas de más de 3.800 profesionales, refleja que el 28,4% se autopercibe en un estado emocional asociable a una depresión moderada o severa, cifra que se eleva hasta casi el 40% entre quienes cuentan con menos de 15 años de experiencia.


El principal obstáculo para el desempeño de su labor sería:

Ambiente, compañeros, 8%

El equipo directivo, 2%

Las nuevas tecnologí­as, 1%

Falta compromiso de estudiantes, 21%

Familias y su comportamiento, 18%

Cambios legislativos, 26%

Trabajo burocrático, 25%

 

Interesante: vemos que más del 50% de los encuestados asegura que los principales son de carácter burocrático y legislativo, lo que reclama simplificar los asfixiantes procedimientos administrativos. En cuanto a los factores que creen más influyentes entre los estudiantes, sitúan en primer lugar a las redes sociales (95%), las familias (90%), y los medios de comunicación (75%). Pero solo uno de cada diez cree que las familias poseen una capacidad de influencia educativa considerable. Es llamativo que el 60% de los docentes siente que su labor profesional no es valorada y carece de reconocimiento social. Debiera ser una prioridad de las autoridades educativas que esto cambie. Y también de las familias, muy significativamente.

Es un problema social, y no pequeño. ¿Cómo hemos de afrontarlo los propios docentes? Obviamente: hay que decirlo y bien alto. Pensemos también que el cansancio de la voluntad no se presenta solo porque surjan los obstáculos, sino porque éstos llegan a ocultar la meta a nuestra mirada. Entonces es preciso recordar y reavivar el sentido de lo que hacemos, mantener viva la conciencia del valor de la educación. 

Es fundamental también el apoyo de compañeros que comparten las mismas inquietudes y experiencias de alegría y de cansancio y que, en lugar de acumular sus lamentos a los nuestros, conteniendo tal vez su propia necesidad de consuelo, nos recuerdan la humilde pero gran maravilla, el tesoro que encierra nuestra vocación de maestros. 

A los creyentes nos queda sobre todo el recurso a la fe en Dios y en todo el bien que hemos querido sembrar. Hemos de aprender a amar con un Amor más grande que nuestro amor; somos cauce e instrumento en sus manos.


(Publicado en el semanario La Verdad el 15 de noviembre de 2024)

lunes, 11 de noviembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (120)

EL QUIJOTE Y LA FECUNDA CERCANÍA DEL MAESTRO



El Quijote se puede leer, entre otras maneras, como una parábola de la transformación de Sancho, un hombre zafio y de difícil convivencia, en una persona sensible cuya vida se va puliendo como si Don Quijote, en el papel de educador, le hubiera ido poco a poco infundiendo algo de su alma.

 

En el cap. XI de la Iª parte, Cervantes presenta la delicadeza cordial del caballero y junto a ella la basta grosería del escudero. Unos cabreros invitan a ambos a compartir su comida. Sentado a la rústica mesa, dice Don Quijote:

 

«—Por que veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería, y cuán cerca están los que en cualquier ministerio della se ejercitan de venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi lado y en compañía desta buena gente, te sientes, y que seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere, porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas igualan».

 

Difícilmente se descubrirá otro lugar donde Sancho muestre su natural zafio, cuando a las palabras afectuosas del caballero contesta sin rubor:

 

«—¡Gran merced! —dijo Sancho—; pero sé decir a vuestra merced que como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas como sentado a par de un emperador. Y aun, si va de decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo».

 

Sin embargo, en el cap. XII de la 2ª parte vemos ya a un Sancho distinto, capaz de apreciar la nobleza del caballero. Y ¿cuál es el secreto de tan maravillosa transformación? Él mismo confiesa a su señor:

 

«—Cada día, Sancho —dijo Don Quijote—, te vas haciendo menos simple y más discreto.

—Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuesa merced —respondió Sancho—; que las tierras que de suyo son estériles y secas, estercolándolas y cultivándolas vienen a dar buenos frutos; quiero decir que la conversación de vuesa merced ha sido el estiércol que sobre la estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que ha que le sirvo y comunico; y con esto espero dar frutos de mí que sean de bendición, tales que no desdigan ni deslicen de los senderos de la buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío».

 

Raramente se encontrará otro lugar en el que con más claridad y llaneza el sentido común habla de la acción educativa a través de la proximidad de un maestro de vida.  ¿A qué arte se ha debido esta notable transformación? No es otro que la presencia, el ejemplo y la comunicación con el “maestro” Don Quijote, estímulo constante que pacientemente ha obrado en la disposición de Sancho.


(Publicado en el semanario La Verdad el 8 de noviembre de 2024)

martes, 5 de noviembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (119)

    LAS ARTES DEL BUEN MAESTRO (II)


Un buen maestro o maestra ha de aspirar a ciertas metas personales hacia las que dirigir continuamente su trabajo; son disposiciones o artes relativas a su saber y sus actitudes que se adquieren y afianzan a través del propio quehacer. Ya hemos hablado del saber; nos referimos ahora a las actitudes. Entre las esenciales cabe destacar:

1.- Compromiso educativo, entrega personal. Educar no es un trabajo más, Consiste en ayudar a ser a unas personas, transmitirles vida y ayudarles a llenarla de sentido. Ello requiere vinculación personal, ejemplaridad, ofrecer la propia experiencia de vida como referente. 

2.- Capacidad de silencio. Reflexionar sobre el propio trabajo, su sentido y su desarrollo. Dedicar tiempo a pensar en cada uno de los alumnos.

3.- Condescendencia o empatía. Ponerse sinceramente en el lugar del otro para ver las cosas como él o ella las ve, juzgándolo desde su intención y situándose a su nivel; atender a su ritmo para razonar, animar y corregir. Aceptarle como persona antes que por sus resultados. Da más fuerza sentirse amado que sentirse fuerte.

4.- Comunicabilidad, apertura, amabilidad. Capacidad de percibir, de escuchar sin juzgar ni excusarse. Mostrarse sincero, accesible y receptivo. La amabilidad y la sonrisa suscitan confianza: Se atraen más moscas con un dedal de miel que con un barril de vinagre. 

5.- Capacidad de suscitar autonomía. No se trata de modelar al alumno a nuestra imagen y semejanza, sino de orientarle para que vaya bastándose a sí mismo paulatinamente, para que acepte la responsabilidad de sus actos y se determine a ejercitar su voluntad, a pensar y decidir por sí mismo, según su grado de madurez. Escribe Spaemann: “No se fíe el educador (padres, maestros) de las manifestaciones de ternura y de reconocimiento del educando. No son por sí mismos indicadores de logro educativo. Lo es que sean capaces de dirigirse al bien y a la verdad por sí solos.”

6.- Firmeza. Dominio de las propias reacciones y capacidad para encajar y superar las dificultades que sobrevienen. No se trata de frialdad, dureza o inflexibilidad, sino de calma, energía y entereza. Darse y amar sin mendigar el cariño de los alumnos.

7.- Paciencia (con los alumnos y consigo mismo): Saber esperar, no exigir la satisfacción inmediata de nuestros deseos y objetivos. No cansarse nunca de estar empezando siempre que sea necesario, aprendiendo a sacar lecciones y propósitos de mejora tras el fracaso, el cansancio o la contrariedad; dar (y darse) nuevas oportunidades. Se hace lo que se puede.

8.- Fe en el propio trabajo y (sobre todo) en Dios. Sólo si se cree que el propio trabajo -educar- merece la pena, aunque no siempre se vean los resultados, puede haber entusiasmo y motivación para contagiar deseos de mejora a los alumnos. 

En realidad somos instrumentos en manos de Dios, que quiere el bien de sus hijos. Él es el verdadero Maestro y nosotros somos colaboradores y portadores del amor del mejor de los maestros. El oficio de educador (padre o docente) es en el fondo una estupenda vocación cristiana.

Contagiemos y cuidemos las vocaciones a la educación, manifestemos su belleza y no las enjaulemos con apriorismos metodológicos, ideológicos o económicos. Como dice un aforismo oriental: “Si quieres escuchar el canto de los pájaros, no compres una jaula, planta un árbol”.

   (Publicado en el semanario La Verdad el 1 de noviembre de 2024)

lunes, 28 de octubre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (118)

LAS ARTES DEL BUEN MAESTRO (I)

 



No hay educación posible sin maestros verdaderos, personas dotadas de autoridad moral (“auctoritas”, capacidad de dar auge, de ayudar al crecimiento) que con su modo de vivir y de tratar enseñan a crecer en humanidad. Esa autoridad se expresa en un cierto prestigio que emana de la confianza que inspiran. Y esta, a su vez, brota de una disposición de servicio cualificado que se realiza a través a) de su saber y b) de su actitud.

En su interna tensión por sacar de sus educandos “su mejor yo”, el maestro ha de aspirar a una serie de metas personales hacia las que dirigir continuamente su trabajo. No son cualidades o requisitos previos ya logrados, condiciones sine qua non para dedicarse a la tarea de educar; son más bien aspiraciones a las que no deja de tender día a día, disposiciones o artes que se adquieren e incrementan a través del propio quehacer.

a) Empecemos por el ámbito del saber.

1.- Lo primero es saber a dónde hay que ir: tener una idea clara de lo que significa la educación de las personas; conocimiento fundado de la finalidad de su quehacer. Esto implica una visión profunda y verdadera del ser humano y de lo que le ayuda a mejorar y madurar como persona.

2.- Saber -gusto y dominio a la vez- acerca de su ámbito de conocimiento, vivirlo con entusiasmo para entusiasmar a través de él. Ello implica curiosidad intelectual, lleva a querer saber más y mejor, a la actualización permanente, a relacionar la materia o ámbito con los aconteceres de cada día, con otros saberes próximos, a suscitar preguntas y retos. Saber relacionar con el entorno esos saberes es hacer ver a los alumnos por qué es interesante conocerlos, qué repercusiones tienen a nuestro alrededor, en nuestra vida y en la de los demás; en definitiva, es hacer pertinentes esos saberes

A veces damos demasiadas respuestas a preguntas que no se han planteado previamente, respuestas que no son pertinentes; son respuestas impertinentes, irrelevantes y absurdas para los alumnos –un “rollo” o un “peñazo”, en terminología estudiantil–. 

3.- Saber cómo es el alumno, y a dónde puede llegar. Lo que conlleva un acercamiento personal a su situación, actitudes, posibilidades y limitaciones. Saber escuchar y percibir su disposición.

4.- Saber cómo y cuándo se puede y se debe intervenir. Prudencia y tacto para aprovechar ocasiones propicias, para esperar el momento más oportuno y solventar las situaciones imprevistas. Decía Montessori que el educador lo observa todo, pero corrige poco y a su debido tiempo.

5.- Conocer ciertas destrezas y habilidades pedagógicas: conocimiento de las características propias de la edad de los alumnos, algunas técnicas (dinámicas de grupo, de intermediación, etc.); pero teniendo en cuenta que “no existen enfermedades, sino enfermos” y, por lo tanto, que los conocimientos generales solo son válidos en la medida en que se encarnan en el caso particular. 

Solo entonces, cuando se dominan y aplican estos conocimientos y habilidades, tiene sentido la didáctica de la asignatura. Existe el peligro de sobrevalorar este aspecto, de priorizar los métodos según modas y tendencias, a veces de modo acrítico. No son los métodos los que hacen bueno al maestro, es el maestro quien hace buenos los métodos.

     (Publicado en el semanario La Verdad el 25 de octubre de 2024)

lunes, 21 de octubre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (117)

LA TAREA DOCENTE


Nuestros niños y jóvenes no serán mejores estudiantes, profesionales, padres de familia o «simplemente» personas por el mero hecho de que les transmitamos conocimientos, les entrenemos en competencias y les hablemos en abstracto de los valores. Los idiomas, las habilidades y los conocimientos sin duda son necesarios, pero la maduración personal no puede forjarse más que por cercanía con personas que sirven de referencia, ganan nuestra confianza y nos enseñan a vivir con su ejemplo.

Durante años he tenido ocasión de colaborar en cursos para la formación inicial del profesorado en Educación Secundaria. En ellos, al presentar mis objetivos, decía a los participantes que mi propósito principal era desengañarles de su intención de dedicarse a la docencia… a no ser que lo quisieran de verdad, es decir, que estuvieran dispuestos a vivir con pasión la tarea de enseñar y por lo tanto a pasarlo mal, llegado el caso. La cosa iba un poco en broma… pero también muy en serio. 

La trascendencia del oficio de educador, sobre todo si se dirige a niños y jóvenes, no es comparable a un medio como cualquier otro de ganarse el sueldo. En el sentido de nuestras reflexiones anteriores, se trata de una cuestión de “vocación” (ya sea innata o adquirida pero siempre cultivada), entraña compromiso y una gran responsabilidad. 

A veces la tarea educadora es ingrata, muchas veces no se ven resultados palpables de manera inmediata. Exigir (y exigirse), fomentar la excelencia humana suele ser costoso, porque nuestra naturaleza -la de los educandos lo mismo que la del educador- está inclinada a lo fácil, a lo agradable, a lo cómodo. Todos nos cansamos.

El trabajo de un educador, incluso si es ejemplar, no busca -ni suele recibir a menudo- un feedback inmediato. No vive del aplauso o la felicitación del alumno. Es más, los profesores que esperan una gratificación instantánea son más susceptibles de acabar quemados. A menudo el maestro tendrá que soportar la indiferencia aparente o incluso una desafección inmediata de sus alumnos, que solo con el paso del tiempo será vencida o reemplazada por actitudes más agradecidas. La experiencia nos ha sorprendido con antiguos alumnos que, años después, manifestaban gratitud y gozo al recordar aquellas clases, aunque en su día, el profesor no percibiera precisamente tal actitud…

La formación humana es fruto del contagio personal de actitudes y conocimientos, de criterios y virtudes a través de la relación directa con personas significativas, exigentes y pacientes al mismo tiempo, que son rostro visible del afán de verdad, de bien y de belleza, capaces de despertar el gusto por aprender, que atesoran entusiasmo por las cosas y sobre todo por las personas. Que se cansan, sí, pero vuelven a la carga porque saben que sirven a un bien mayor que ellos mismos. Toda verdadera educación, independientemente del área de conocimiento, se sustenta en la calidad humana de los maestros.

Todas estas reflexiones, nacidas de la experiencia, tienen el propósito de despertar la vocación a la docencia si acaso estuviera latente en alguno de nuestros lectores. Porque hoy más que nunca nuestros niños y jóvenes, nuestra sociedad en su conjunto, necesitan verdaderos maestros dispuestos a influir para bien en la personalidad de sus educandos desde la autenticidad de su vida y su trabajo, de su preparación y de su actitud. Pocas tareas hay tan hermosas.

         (Publicado en el semanario La Verdad el 18 de octubre de 2024)

martes, 15 de octubre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (116)

   “BASTA UN PROFESOR -UNO SOLO-…”

 


El educador no es un animador sociocultural, ni un monitor de juegos, lo cual no significa que no intente hacer amena su labor, pero el objetivo final no es la diversión sino el crecimiento personal. El auténtico educador sabe que el amor, la comprensión y la confianza no excluyen la exigencia. Últimamente se ha hablado mucho de procurar que los chicos “se lo pasen muy bien en el centro escolar”, que lo más importante es “que sean felices”…, y no es que haya que ir a la escuela “a pasarlo mal”, desde luego. Pero la educación es un impulso hacia lo mejor de la persona, y esto no suele lograrse, también, sin esfuerzo, sin sacrificio. 

La importancia del buen educador es decisiva; prolonga la tarea del padre y de la madre. Ganándose la confianza de sus alumnos, y mediante una labor generosa, sabia y exigente, los guía y ayuda a crecer a como seres humanos, para que lleguen a ser lo mejor que puedan ser. Y a este es a quien se llama con propiedad maestro, maestra. A la vez que se ocupa de la transmisión del saber, se afana en la educación del carácter de sus alumnos, de su voluntad, de sus disposiciones emocionales. 

Daniel Pennac es un célebre escritor actual cuya etapa escolar no fue fácil ni para él, ni para sus padres y educadores (vamos, que al principio su vida escolar y su rendimiento fueron un desastre). Así lo cuenta en su libro Mal de escuela. Pero de manera sorprendente pasó algo que cambió todo. Lo dice el propio Pennac: «Basta un profesor —¡uno solo!— para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás».

Detrás del impacto favorable que puede sacudir la inercia y el letargo de muchos estudiantes, en el maestro suele esconderse una gran generosidad, autoexigencia y capacidad de sacrificio. Esas disposiciones hacen posible que se convierta en guía y facilitador del aprendizaje, desempeñando un papel fundamental al orientarles en su proceso de crecimiento académico y humano. 

En alguna ocasión hemos citado a Aristóteles cuando afirmaba que «educar es hacer deseable lo valioso». El maestro ha de hacer que el educando quiera, y no simplemente querer que el educando haga; no sólo busca que realice buenas acciones, sino la repercusión positiva de estas sobre quien las realiza; que al aprender y actuar, el educando se haga una persona más valiosa, más digna de confianza, y que él mismo sea consciente de ello. 

Un maestro no solo transmite conocimientos —que también, y ha de hacerlo lo mejor posible — sino que a través de esa tarea de transmisión actúa a la vez como mentor —Mentor fue quien educó a Telémaco durante la larga ausencia de su padre, Ulises, tomándose el término como el de preceptor y consejero sabio y experimentado—. Esta faceta se dirige a orientar y brindar apoyo y consejo a sus alumnos, en lo posible de manera personal. Educar supone trasladar al niño o joven una convicción: «Tú eres mucho mejor de lo que crees y eres capaz de mucho más de lo que imaginas».

Hacen falta educadores así. Y es muy importante que quienes piensen en dedicarse a esta profesión se hayan parado a reflexionar en su trascendencia con la suficiente antelación y hondura. Merece la pena.

 (Publicado en el semanario La Verdad el 11 de octubre de 2024)

lunes, 7 de octubre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (115)

EDUCADORES CON VOCACIÓN Y CON OFICIO (II)

 


Nos veníamos preguntando si la vocación de maestro es algo innato o adquirido. Tener vocación a algo es sin duda una cuestión personal, que brota del propio interior. 

A menudo uno se siente llamado a dedicarse a algo cuando descubre una situación de necesidad que reclama esfuerzo, generosidad, dedicación… y considera que “el bien que yo no haga se quedará sin hacer”. Y así, desde una sensibilidad, una fina conciencia moral y una disposición generosa, puede surgir una llamada a la responsabilidad, a entregar tiempo, afán, vida; una vocación de servicio, en fin. Aquí se cumple aquello de Viktor E. Frankl: “Quien tiene un para qué, es capaz de encontrar el cómo”.

Aunque puede darse una predisposición favorable, se trata en el fondo de una cuestión de actitud y, como decíamos, puede adquirirse con el oficio, como consecuencia del trabajo y del esmero convertidos en hábito (de la satisfacción por el trabajo bien hecho), del interés por las personas concretas, de la conciencia de estar realizando algo de gran valor. A veces surge porque un día “se vio” algo admirable en otras personas que se convirtieron en referentes –“siempre recordaré a mi maestro o maestra…”-; pero también puede aparecer cuando se da a compartir aquello que nos entusiasma, surge a través de la experiencia, de eso que se llama “el oficio”.  Conocemos casos elocuentes de docentes que con la práctica y la experiencia que da el oficio, le han tomado gusto y lo desempeñan con eficiencia y satisfacción (y también lo contrario, claro).

Así pues, la vocación de educador puede tener sin duda algo de innato, una predisposición en la que se dan ciertas dotes de simpatía, orden mental y capacidad de comunicación y persuasión…; pero es también algo que se adquiere, a veces tempranamente, admirando el quehacer de otras personas a las que se toma como referentes, por ejemplo, o a veces como fruto de una experiencia concreta -una explicación o un consejo ofrecidos oportunamente a alguien, tal vez…-. Al igual que la amistad y otras disposiciones importantes, la vocación a la docencia puede surgir de manera más o menos espontánea, obviamente, pero en todo caso es necesario cultivarla de manera consciente.

Dando lo mejor de uno mismo, esforzándose por hacer bien lo que se hace, procurando la excelencia en el servicio a otros, es fácil que surjan el agrado y la pasión. Como suele decirse, lo deseable es que la inspiración, cuando llega, nos encuentre trabajando. Decía Víctor García Hoz que lo bien hecho educa, pero ocurre a la vez que llegar a hacer las cosas bien produce asimismo agrado a quien las realiza, y se les toma aún más afición. Y el resultado (a menudo también la causa) es que se hacen las cosas con más amor -no de cualquier manera o por cumplir, sino con esmero y cuidado, con delicadeza y con exquisitez- y sobre todo por amor: porque nos importan los alumnos, se les valora y estima, y por ello se busca ofrecerles lo mejor de uno mismo.

Para saber educar es necesario amar, ver el bien que yace en el fondo del niño o joven y, ganándose su confianza, ayudarle a que él lo descubra también. Que sea él mismo capaz de hacer germinar la semilla de verdad, belleza y bien que late en su interior. Y esto de ningún modo se improvisa.

 

      (Publicado en el semanario La Verdad el 4 de octubre de 2024)

lunes, 30 de septiembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (114)

EDUCADORES CON VOCACIÓN Y CON OFICIO (I)


 

Varias veces hemos recordado, recuperando una fecunda tradición clásica, que la acción educativa consiste en ayudar a introducirse en la realidad suscitando la virtud, la orientación de la persona al bien. Y que esta actividad es una de las más nobles y necesarias de la vida. 

Por eso, quien la realiza, un buen educador, un maestro auténtico, es una personalidad en cierto modo única, singular. El intento de encontrar un perfil común del profesorado suele ser una tarea difícil -ya se sabe, “cada maestrillo tiene su librillo”-, si bien se pueden apuntar algunas cualidades deseables, de las que hablaremos más adelante. 

Habría que tener en cuenta esto a la hora de proponer mejoras educativas que atienden sobre todo a las metodologías, y dar a estas el valor que realmente tienen: no despreciarlas ni sacralizarlas. Como suele decirse, las modas, también las pedagógicas, son lo primero en pasar de moda; y lo esencial es la calidad de los maestros. No son los métodos los que “hacen” bueno al maestro, es el maestro quien hace buenos los métodos.

Viene esto a cuento oportunamente, ya que se empieza a percibir hoy una “crisis de educadores”, de maestros en el sentido más noble de la palabra. 

No es maestro quien ostenta un título -muchos títulos no aseguran lo que dicen certificar-, sino quien acierta a orientar a otros en el proceso de su maduración personal. Y para esto suele decirse a menudo que “hace falta tener vocación”…

Se habla mucho, en efecto, de lo buenos que son aquellos profesionales a los que se les nota que “tienen vocación”: médicos, enfermeros o enfermeras, quienes atienden amablemente al público, investigadores, etc.; por supuesto, quienes optan por una consagración religiosa y la viven con autenticidad. Pero también, frecuentemente, quienes ejercen con entusiasmo la profesión de educador. En todos ellos se percibe un denominador común no fácil de definir pero que se nota siempre. 

La vocación se ha considerado como una especie de “llamada divina” a la que ciertas personas se ven de algún modo predestinadas. Esto, que parece más propio de la entrega religiosa, es menos perceptible en otros tipos de “profesiones”. Y sin embargo suele decirse que la primera condición de un buen profesor es que tenga vocación, es decir, que le apasione y goce con la tarea de enseñar y que se le note. Vale, y eso, ¿en qué se nota? Pues en que no se conforma con cumplir, sino que aspira a desempeñar su trabajo lo mejor posible. En el fondo hablamos de alguien que lo realiza por amor, es decir, no porque le puede reportar a cambio compensaciones económicas, sociales o afectivas, por ejemplo, sino de forma en cierto modo gratuita, porque goza realizándolo, y porque eso que hace, y a quien se lo dedica, le importan por sí mismos.

Un docente que soporta su tarea con mera resignación difícilmente puede entusiasmar ni suscitar el deseo de aprender y, por lo tanto, le será muy penoso enseñar. El buen profesor o profesora es aquel a quien le gusta su materia, le gusta enseñarla y le importan sus alumnos. 

Y esto, ¿es algo innato o adquirido? Tal vez obedezca a una inclinación temprana, pero también puede surgir de una actividad que se ha convertido en gozosa mediante la práctica y “el oficio”. 

    (Publicado en el semanario La Verdad el 27 de septiembre de 2024)

sábado, 21 de septiembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (113)

¿CRISIS DE EDUCADORES?


 

Aunque algunos se empeñan en confiar la mejora del sistema educativo a los cambios legislativos, a metodologías interesantes pero magnificadas, a la incorporación masiva de nuevas tecnologías en las aulas y a una creciente burocracia que acaba siendo asfixiante para los docentes, lo cierto y comprobado es que el factor esencial de toda mejora en educación depende de la buena selección y formación del profesorado. Y -no menos importante- de que haya una activa y coherente colaboración entre los centros escolares y las familias.

Es un hecho contrastado por varios informes internacionales –a partir especialmente de los informes  Mckinsey de 2007 y 2010, y del Estudio TALIS (Teaching and Learning International Survey) de 2013- que los sistemas educativos mejoran si mejoran los profesores. También si mejora la dirección de los centros. 

Con una mala ley -de esto sabemos bastante en España-, si se tienen buenos profesores, pueden llegar a hacerse cosas estupendas; mientras que con una ley buena, si no se tienen buenos profesores, ello resultará imposible. El informe Mckinsey afirmaba que la calidad de un sistema educativo nunca es superior a la calidad de su profesorado.

No es cuestión ya de recursos económicos ni de introducir masivamente las nuevas tecnologías. Más aún, estas, convertidas en prevalecientes, están en tela de juicio por producir efectos negativos para el desarrollo cognitivo, para la maduración moral y para una adecuada socialización. Precisamente en esto la tarea de los educadores sigue siendo insustituible. 

El problema de fondo -no nos cansaremos de insistir en ello- es si sabemos o no a dónde queremos ir al educar. Ello supone una concepción adecuada de la naturaleza humana y del desarrollo personal hacia la madurez -lo que hemos llamado una educación “personalizadora”-. Y esto es esencial tanto en la vocación de educador como en la formación y selección del profesorado.

Por eso no es descabellado afirmar que seguramente lo que padecemos hoy no es una crisis de educación, sino de educadores. 

Desde hace más de una década se venían alzando voces de advertencia acerca de que en los años 20 de este siglo se jubilarían en España unos 300.000 profesores, aquellos que se incorporaron a la docencia en los 80 del siglo pasado. Era preciso -se avisaba ya entonces- pensar con calma y rigor en el proceso de reposición de tales plazas, porque una improvisación en este punto podría convertirse en un acceso precipitado de personas cuya cualificación no estuviera asegurada suficientemente o que concurrieran al mundo educativo simplemente buscando un puesto de trabajo como podría serlo cualquier otro. Y hoy es lo que está pasando en muchos casos, en gran medida por una política educativa de cortos vuelos que solo atiende a la inmediatez y al electoralismo.

Pero hay que insistir en que no es este un problema solo de “recursos humanos” -de orquestar a tiempo una oferta pública de empleo docente, por ejemplo- sino de atender al aspecto más importante de cuantos configuran el sistema educativo: la calidad del profesorado. (Sí, en general saben inglés, y se manejan bien con las TIC, pero no se trata de eso… Hablamos de aquello que decía Santiago Arellano: “vir bonus docendi peritus”, una persona honesta que sabe enseñar.) 


(Publicado en el semanario La Verdad el 20 de septiembre de 2024)

domingo, 15 de septiembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (112)

HACEN FALTA MAESTROS

 


Lo más esencial en la tarea educativa, sobre todo en tiempos de crisis, es la presencia y la dedicación del maestro -hombre o mujer-. Del maestro de vida, con o sin títulos -estos a menudo, en los últimos tiempos, nos dan gato por liebre-. Esta es la mayor urgencia del presente en nuestra educación: hacen falta maestros. Uno de ellos, Santiago Arellano, solía parafrasear a los latinos y definía al verdadero maestro como “vir bonus docendi peritus”: una persona honesta que sabe enseñar. 

La primera condición que se pide aquí al maestro es la de ser una persona buena, honesta, alguien cuya vida y criterios se orientan al bien de manera habitual, que busca y ama la verdad y enseña a vivir de acuerdo con ella, que sabe captar la belleza y contagia su contemplación. Vive lo que enseña y enseña lo que vive, y por eso comunica con la mirada, con el gesto, con el trato habitual, tanto si habla de las cosas más extraordinarias como de las más cotidianas y en apariencia insignificantes. Diestro en enseñar porque transparenta entusiasmo y contagia generosamente el amor al bien, a la verdad y a la belleza, porque sabe ganarse la confianza y suscita el asombro, porque acierta, en palabras de Aristóteles, a hacer deseable lo valioso.

Alguna vez hemos evocado una reflexión de Hannah Arendt: en el momento mismo en que un maestro se sitúa delante de sus alumnos -sin necesidad de decir nada todavía- les está diciendo: “el mundo es así”. Y al mismo tiempo cabe añadir que, por el modo en que les trata, les está diciendo también: “así eres tú”. Y es que en la educación el amor precede al conocimiento; ese amor que busca el bien y lo hace atractivo, y que a la vez suscita el deseo de saber, de superarse. “Quiero sacar de ti tu mejor tú”, decía el poeta Salinas.

Tan importantes como la transmisión de los conocimientos -sin duda indispensables-, son los criterios y los referentes de conducta que aporta el maestro, pues desde ellos aprenderá el alumno a comprender, juzgar y actuar. Son las “claves de sentido” que cada profesor aporta en su área respectiva de conocimiento y también el clima de confianza, respeto y estímulo que suscita con su actitud de educador. 

La primera cualidad que ha de adquirir el maestro es la autoridad moral, aquella calidad humana que le hace digno de confianza, que le convierte en “autor” (“augere”, hacer crecer, dar auge), es decir en promotor, impulsor e inspirador del aprendizaje del alumno: “Te miraba y te hacía sentir única”, en palabras de la profesora Maica González Torres. La autoridad, bien entendida, ofrece seguridad al discípulo para desarrollar su autonomía, su responsabilidad, su deseo de aprender, su amor a la verdad, su capacidad de bien. Su libertad.

El maestro auténtico enciende en sus discípulos la pasión por la verdad, el bien y la belleza; les enseña cómo se recorre el camino, pero sabe retirarse a tiempo para no lastrar la marcha. Podría decir: “habré tenido éxito en vuestra educación el día que compruebe que, habiendo madurado, no os acordáis de mí, porque vuestra vida es de tal manera vuestra que camináis solos por un camino recto mirando adelante y no atrás”.


(Publicado en el semanario La Verdad el 13 de septiembre de 2024)

lunes, 9 de septiembre de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (111)

PEDAGOGÍA VISIBLE Y EDUCACIÓN INVISIBLE



       La persona humana es un ser digno pero inacabado, y la educación consiste en introducir en la realidadal ser humano para que crezca hacia su plenitud. Afirmaba Hesíodo (s. VII a. Jc.) que “la educación ayuda al hombre a ser lo que es capaz de ser”. Entendida, así pues, como una ayuda dirigida a la formación y el perfeccionamiento del ser humano, la educación es un arte, un saber hacer de índole esencialmente moral.

        La pedagogía, por su parte, es un saber, una reflexión científica acerca de la educación: su contenido, su finalidad, sus medios y recursos. Se basa por un lado en una antropología que expresa qué es el ser humano y su desarrollo perfectivo, y por otro en la experiencia y el saber extraído de la investigación acerca del quehacer educativo.

       Víctor García Hoz, gran pedagogo y maestro, distinguía entre una “pedagogía visible” y una “educación invisible”, necesarias y complementarias entre sí: “La pedagogía visible nos da indicaciones precisas, aunque parciales, que hacen referencia a aquellos elementos de la vida humana que le dan consistencia, como el esqueleto da consistencia al organismo y le permite mantenerse en pie, o como las venas y arterias son los caminos claros que ha de seguir la sangre en su movimiento circulatorio. La educación invisible es como la desconocida trama de los distintos elementos que se manifiestan en algo tan importante pero tan difícil de situarlos en un espacio determinado como la salud, la vitalidad, el brío ante las dificultades.”

El fin de la educación es contribuir a la formación de una personalidad madura, es decir equilibrada y fecunda; y esta personalización, como decía otro gran maestro y pedagogo, Abilio de Gregorio, tiene lugar mediante el encuentro con los valores de sentido y con su cultivo. Se trata, como decía Platón, de “enseñar a mirar” para que el ser humano aprenda a conocer el bien y a orientar hacia él su vida;  ayudarle a crecer en libertad, en capacidad de autodeterminación, ayudarle a configurar su carácter mediante la virtud. 

El fin de la pedagogía es aportar luz y criterio al quehacer educativo. Pero no desde los axiomas impolutos de un saber meramente teórico, sino desde la práctica de una educación que ha de vérselas con una naturaleza humana herida por el pecado original y asediada por una multitud de solicitaciones que amenazan con disgregarla y desorientarla.

            El pedagogo se mueve preferentemente en el ámbito de las estrategias y de los medios; el maestro en el ámbito de los fines y de la vida. Por eso, se ha dicho, el pedagogo tiene seguidores, el maestro discípulos. 

A Don Bosco, por ejemplo, en una época de fervor por la pedagogía sistemática (Pestalozzi, Froebel, etc.), le preguntaron acerca del método empleado con sus jóvenes para evaluar la consistencia de su obra. Él respondía que no entendía de sistemas: simplemente amaba a aquellos muchachos y los quería acercar a Dios. Pero sabía muy bien lo que hacía, cómo y por qué; fue el creador del método preventivo dirigido a un alumnado carente de oportunidades al que buscaba conducir hacia la auténtica dignidad humana. 

            Difícilmente tendremos los buenos pedagogos que hoy necesitamos si antes no han sido auténticos maestros.


        (Publicado en el semanario La Verdad el 6 de septiembre de 2024)

miércoles, 10 de julio de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (110)

LA FIGURA DEL PADRE EDUCADOR

Una cuestión debatida y debatible hoy en día es la clamorosa feminización de la profesión docente -casi el 100% en Infantil, 82% en Primaria y 72% en Secundaria- y sus posibles efectos. En otro momento nos referiremos a ella. Pero antes es conveniente levantar acta de una situación aún más clamorosa: la ausencia del padre en el ámbito de la educación familiar. Para bien o para mal, el padre muestra a su hijo lo que significa ser hombre. 

Sin duda, la tarea de un padre que asume la responsabilidad de los suyos en el ámbito familiar es susceptible de cambios y, como todo lo humano, es siempre mejorable. Pero la esencial aportación que está llamado a realizar siempre será necesaria y absolutamente indispensable para el hijo, la familia y la sociedad. 

Por supuesto que hay mujeres extraordinarias que han sabido educar magníficamente a sus hijos ellas solas. Pero eso es sin duda algo extraordinario y excepcional. La mentalidad hoy dominante -feminismo, progresismo, ideología de género, nihilismo, socialismo, individualismo liberal…- ha pretendido sin embargo hacer ordinario -obligatorio incluso- lo extraordinario: ha desacreditado la aportación paterna en la formación de los hijos y en el equilibrio y la felicidad familiares. En este contexto cultural y social, al padre se le llega a considerar prescindible. Se ha llegado a decir que hemos pasado del complejo de Edipo, que quería eliminar a su padre, al complejo de Telémaco, que creció mirando al horizonte, añorando constantemente la presencia de su padre, Ulises. La pérdida de la paternidad es una de las más graves carencias culturales de nuestros días. Y resulta especialmente preocupante, como decimos, su institucionalización

Cuando, por ejemplo, se legisla para sustituir al padre y a la madre por progenitores “A, B, C, D”..., se suprime una misión humana esencial. El pensamiento único pretende desmontar -“deconstruir”- el tejido familiar y social en el que el ser humano necesita aprender y vivir. Ya saben, aquello de que “los hijos no son de los padres” de Celáa…

Ante la ceguera del totalitarismo y del nihilismo posmodernos, y la locura de un feminismo “queer” antihumanista, se hace preciso defender la presencia del padre y su responsabilidad como educador y equilibrador en el seno de la familia, de una familia “normal” que muchos pretenden desdibujar, precisamente, porque no ignoran su importancia. 

Escribió Goethe que “solo hay dos legados duraderos que podemos esperar dar a nuestros hijos: uno son raíces, el otro alas.” La “ausencia de raíces” y la consiguiente crisis de identidad se vienen produciendo hoy en muchos chicos varones que crecen sin historia ni referencias claras (“¿Quién soy?”, “¿qué soy?”). Todo esto repercute en el sentimiento de confianza básica, fundamento de la autoestima, y está muy relacionado con el fracaso escolar masculino (fracaso educativo más bien, no solo académico).

Nos hallamos, por un lado, ante la necesidad imperiosa de afrontar y superar la actual crisis de masculinidad y, por otro, ante la urgencia de una valoración adecuada de la alteridad y la contribución de ambos sexos a la hora de formar familias en las que nunca deben crecer “hijos huérfanos de padres vivos”.

Hombres y mujeres somos diferentes. Esto no es ni bueno ni malo, es la condición natural del ser humano, llamado a la complementariedad, la integración enriquecedora, la colaboración activa y efectiva. Es preciso comprender y aceptar lo que es diferente en el hombre y la mujer y lo que en ellos es común y compartido. También lo que ambos aportan en la educación familiar. En este marco, el padre jamás debe estar ausente.

        (Publicado en el semanario La Verdad el 5 de julio de 2024)

domingo, 30 de junio de 2024

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (109)

EDUCACIÓN ADAPTADA A CHICOS Y CHICAS


Veníamos hablando del fracaso escolar de los chicos (varones). Yendo a las causas, hay expertos que apuntan que muchos niños y adolescentes no son bien atendidos educativamente según su índole masculina. Mujeres y varones son iguales en naturaleza y dignidad, sin duda, pero presentan diferencias importantes que tienen que ver con su morfología y su fisiología constitutivas, y ello ha de tenerse muy en cuenta en su educación. 

La neurología muestra que el dimorfismo sexual afecta al sistema nervioso central, determinando diferencias estructurales y funcionales entre el cerebro masculino y el femenino. El masculino está más lateralizado y en el femenino se da una mayor conectividad entre los dos hemisferios. Y así, el comportamiento y la atención del varón están más focalizados, mientras que en la mujer es más fácil simultanear tareas y pensamientos. 

Es un hecho verificado que los hombres escuchan, comprenden y hablan de forma diferente a las mujeres. El hombre guarda sus emociones en el hemisferio derecho, mientras que el poder de expresar los sentimientos verbales reside en el izquierdo; halla así más dificultad para conectar los sentimientos con las palabras, y por ello su expresividad emocional es más limitada. 

Existe mayor predisposición en la mujer para las habilidades lingüísticas y verbales. El ritmo cognitivo del varón en los ámbitos lingüísticos es más lento, mientras que suele desenvolverse mejor en los ámbitos espaciales. El hombre muestra una mayor tendencia al comportamiento agresivo físico y la mujer tiende más hacia la agresividad verbal. 

La mujer es mucho más hábil para descodificar la comunicación no verbal y captar los detalles sutiles del tono de voz o de las expresiones faciales al interpretar el estado emocional de las personas e incluso su carácter.

Problemas como la hiperactividad y el déficit de atención, entre otros, suelen darse con mucha más frecuencia en los niños. A los chicos, les cuesta más “ser formales”, estar sobre sí mismos de manera continuada. Precisan más ejercicio, competición, desafíos… Se dispersan más y se aburren antes si no están activos y en movimiento.

La maduración y el desarrollo neuronal e inmunológico del varón se producen más tarde que los de la mujer, y aunque en un momento dado se puede producir mayor fortaleza física en el varón, su vitalidad es más precaria y menos adaptable, como lo muestra la esperanza media de vida, superior siempre en la mujer.

El desarrollo físico y psicológico es más precoz en las chicas; durante la adolescencia pueden aventajar a los chicos hasta en dos años. Además del aspecto corporal, suelen mostrarse más aplicadas, responsables, cuidadosas, perseverantes y, en fin, más maduras. Los chicos, por su parte, mantienen una apariencia más infantil y suelen sentirse minusvalorados por las compañeras de su edad. Esta baja autoestima puede contribuir a un comportamiento más problemático en esta edad.

Es claro que unas y otros organizan las percepciones y el pensamiento de manera diferente, lo cual no es malo ni bueno. Al contrario, puede ser enriquecedor si se produce una adecuada atención educativa. Además, se pueden desarrollar talentos más propios del otro sexo mediante el esfuerzo, la voluntad y la educación. Naturaleza y cultura van de la mano. Ayuda especialmente a ello contar con figuras -padre/madre; profesor/profesora…- que les sirvan de referencia diferenciada y que les ayuden en esta tarea, teniendo en cuenta y respetando su peculiaridad. 

  (Publicado en el semanario La Verdad el 28 de junio de 2024)