EL AMOR QUE EDUCA
Nuestra vida no se nos dio hecha. Cada uno de nosotros, al nacer, hubo de ser acogido, cuidado, atendido. La naturaleza humana, a diferencia de lo que ocurre en los demás animales, presenta un cúmulo de necesidades que es preciso satisfacer y de capacidades que es necesario ayudar a cultivar.
La vida de cada ser humano es un don y a la vez una tarea en la que es imprescindible la ayuda de otros para subsistir y para aprender, para conocer el mundo y conocernos a nosotros mismos. Pero este desarrollo es un crecimiento paulatino cuyo protagonismo ha de ir asumiendo el propio ser humano. A esto es a lo que a grandes rasgos llamamos educación.
Aristóteles definía el amor como querer el bien para alguien. Si esto es así, ayudar a una persona a sacar lo mejor de sí misma es una forma concreta y efectiva de amor. No hablamos de una efusión del sentimiento sino de algo más profundo: de un compromiso para facilitar el crecimiento de otros en humanidad, acercándoles un legado (la cultura) que les ayude a situarse en la realidad de manera lúcida, y haciendo que este aprendizaje les faculte para que sean hombres y mujeres en quienes se pueda confiar.
La educación pasa por el compromiso activo del educador para servir a otros y orientarlos al bien, a la verdad y a la belleza, enriqueciendo así su vida y el mundo alrededor. A quien sabe educar le llamamos maestro, maestra. La palabra “maestro” viene de “magis”, y “magister” es el que sabe más, el que tiene más experiencia en una actividad. Quien destaca y está en condiciones de dirigir y orientar.
El maestro sabe acerca de lo que enseña y, si ello le entusiasma y le importan sus alumnos, encontrará el modo de contagiarlo. “Sólo podemos hacer a los educandos partícipes de lo que a nosotros mismos nos colma” (Spaemann). Pero además, al exponer lo que sabe, el maestro procura generar un clima afectivo en el cual el educando se sienta atendido, comprendido, aceptado y valorado. Y esto es amor del bueno.
El amor que educa excluye el mero “cumplimiento” de una obligación. El maestro no se conforma con los mínimos -la chapuza- sino que aspira a los máximos -la obra “maestra”-; atesora sabiduría, magnanimidad (tensión del ánimo hacia grandes cosas), generosidad, disponibilidad… La autoridad moral -ese prestigio que genera confianza- es esencial en el amor que educa. Gracias a ella el discípulo se ve animado a hacer algo que al principio no le apetecía o no quería hacer.
El amor que educa ve “dentro”, otea el futuro y es capaz de atisbar ese “mejor yo” que a menudo ni siquiera el discípulo ve en sí mismo, desalentado tal vez por sus fracasos.
El amor que educa es exigente, a veces dice no y corrige, porque busca hacer capaz de lo mejor al otro. Es exigente consigo mismo en primer lugar, para dar lo mejor y suscitarlo en el otro. Se sobrepone ante las dificultades, los fracasos, las desganas, el egoísmo y la vulgaridad. Se atreve con lo difícil porque sabe que no hay gozo más noble que el de la superación de las propias limitaciones para ofrecer a los demás lo mejor de sí, y además se alegra sinceramente cuando estos le superan.
(Publicado en el semanario La Verdad el 22 de noviembre de 2024)
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