viernes, 12 de septiembre de 2025

REPENSANDO LA EDUCACIÓN (147)


LA IMPORTANCIA DEL ASOMBRO

     

Decíamos en el artículo precedente que nos hallamos en un contexto social y cultural cada vez más superficial y frenético, más utilitarista y hedonista, y por ello también más desalentado. Las prisas y las pantallas impiden a nuestros niños y jóvenes -a muchos adultos también- reflexionar y saborear con calma y con sosiego, saturan nuestros sentidos, embotan la conciencia y dificultan la capacidad de contemplación y de descubrimiento. 

Una profusión de actividades servidas de manera vertiginosa nos apartan de la contemplación de la naturaleza, del silencio, del juego creativo, del asombro ante la belleza, del conocimiento sereno y profundo de las cosas y de su valor, lo que, entre otras cosas, hace la tarea de educar más compleja, y a la vez aleja a nuestros niños -y no solo a ellos, por supuesto- de lo esencial. Si no hay silencio y calma, es imposible la reflexión, nos limitamos a reaccionar. El ambiente succiona y somete, los caracteres se ablandan… Se ha llegado a decir que los hijos son más hijos del ambiente que de sus padres.

Muchos hombres y mujeres, desde edades tempranas, se ven incapacitados para contemplar sosegadamente la realidad. La profundidad nos asusta o nos aburre. Nos mueve lo inmediato, los estímulos más superficiales; nos cuesta esperar resultados a medio y largo plazo. Hemos perdido capacidad para el asombro, que es la puerta del saber.

El asombro es un sentimiento de sorpresa y de admiración ante algo que no esperábamos. Nos impulsa al conocimiento, a profundizar mediante el estudio, a la contemplación y al deleite, a buscar, a crecer, a avanzar… 

Es también una actitud de humildad y agradecimiento ante lo bello. Lo primero que acontece en la experiencia estética es ese asombro que sigue y acompaña a la captación sensible; da paso a la fruición, al deleite, a la contemplación gozosa: origina un “pararse para mirar”, para escuchar; un percibir atento, exento de toda posesión utilitaria, desinteresado. 

Lo contemplado se interioriza entonces, se hace propio y se “está” en su presencia, dejándose uno mismo “apropiar” a la vez por ello, por cuanto irradia, hasta culminar en un sentimiento de plenitud: el entusiasmo, en aquella suerte de “enajenación” y “estar poseído por algo divino” que tiene mucho de enamoramiento, según lo describía Platón (Cfr. Fedro, 249, d-e). Ya no es mero “placer para los sentidos” sino un gozo a la vez sensible y espiritual de toda la persona.

Dejar que el asombro y la contemplación nos eduquen es crecer con la mirada abierta a la belleza, a la hondura y variedad de las cosas, aprender a contemplarlas con respeto y gratitud. El asombro, decíamos, suscita el interés, la ilusión, el deseo de conocer y de saber; es el principio del conocimiento: una emoción, un sentimiento de admiración y de elevación frente a algo que nos supera y nos encumbra.

Chesterton decía que “los hombres vulgares son aquéllos que estuvieron ante lo sublime, ante lo grandioso, y no se dieron cuenta”. Él mismo poseía una mirada capaz de admirarse hasta el extremo. En una frase formidable que a Borges le encantaba recordar, Chesterton afirmaba: “Todo pasará, sólo quedará el asombro, y sobre todo el asombro ante las cosas cotidianas”.


 (Publicado en el semanario La Verdad el 12 de septiembre de 2025)

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