No
es lo mismo necesitar que desear. Pero en un sociedad consumista
no es fácil distinguir ambas cosas; y esto hace más difícil la tarea de educar
el carácter y la personalidad, no sólo de niños y jóvenes, sino también de los
adultos.
La
publicidad, entre otros medios de persuasión, tiende a borrar la frontera entre
la necesidad auténtica y el simple deseo, por intenso que pueda ser.
Un deseo, un apetito, puede obedecer a motivos no siempre necesarios, ser fruto
de una ‘necesidad’ artificialmente creada.
Gracias
a los resortes persuasivos de una publicidad dotada de espectaculares medios de
seducción, se puede asociar un producto –una bebida alcohólica o un perfume de
tal marca, por ejemplo- con la satisfacción de un deseo -tener éxito o
relaciones personales satisfactorias, tal vez-. Consecuentemente, dicho
producto será percibido por el receptor, consciente o inconscientemente, como deseable,
y por lo tanto como ‘bueno’.
Pero
lo que se presenta aquí como ‘bueno’ (apariencia) puede obedecer a una
asociación inadecuada entre el
producto y la satisfacción gozosa y profunda de una necesidad de gran calado e
importancia: para establecer relaciones personales valiosas hace falta algo más
que un estado de ánimo desinhibido o un desodorante (lo que no quiere decir, en
este último caso, que la higiene personal carezca de importancia, por
supuesto).
Es
muy fácil que se produzcan formas sutiles y a veces mostrencas de manipulación
cuando existe la posibilidad de manejar los sentimientos y las reacciones
emocionales de personas masificadas, carentes de lucidez y de fortaleza para
pensar, decidir y actuar por sí mismas; acostumbradas a “hacer como todo el
mundo” y en definitiva, a dejarse llevar por lo que apetece.
Para captar lo auténticamente
valioso
A
este respecto conviene, en primer lugar, promover en los niños y jóvenes la
reflexión pausada, serena y silenciosa, a menudo a partir de experiencias (personales
o ajenas) de las que se pueda extraer una lección para la vida, con el fin de
que aprendan a distinguir lo verdadero y lo aparente, lo importante y lo
secundario, la satisfacción inmediata de los apetitos y el valor del
autodominio.
Pero
a su vez, y en segundo lugar, es preciso adquirir fortaleza para decir “no” a algo que atrae sensiblemente pero que
no es digno o realmente necesario. Sólo quien sabe que ese “no” es en realidad un “sí” a un gozo y a un bien mayores tiene
fuerza para no dejarse persuadir.
La captación eficaz de la diferencia que hay entre el ‘goce’
(externo, superficial, primario, que no llena de verdad) y el ‘gozo’
(íntimo, profundo, permanente, que es fuente de plenitud) no es teórica, sino
que se extrae de la propia experiencia. De
ahí la importancia de una temprana dedicación de niños y muchachos a tareas que
supongan una entrega generosa y abnegada, fuente de satisfacciones personales
profundas, y que se puedan percibir como algo realmente más gozoso que la mera
satisfacción de los caprichos.
Pautas para la educación en el
autodominio
En
un corazón pleno y radiante no hay necesidad de llenar o disimular carencias y
vacíos afectivos. El corazón humano no se llena de verdad con placeres
superficiales ni con bagatelas emocionales. Por lo mismo, no es bueno
incentivar comportamientos por medio de la codicia o la envidia, sino impulsar
a la superación de sí mismo y a la generosidad.
El dominio de uno
mismo se manifiesta en la conducta a través de gestos, actitudes y hábitos de serenidad, equilibrio,
elegancia, responsabilidad. Todo ello es fruto de una capacidad de
abnegación y superación personal por la que una persona se comporta, no de modo
caprichoso, imprevisible y voluble, sino de forma tal que inspira y suscita la
confianza de los demás, que esperan -con cierto fundamento- que se ponga lo
mejor de uno mismo en lo que se hace, y que se actúe del mejor modo posible.
Pero
esa capacidad de superación personal y de responsabilidad no se improvisa, ni
se aprende sólo en los libros. Es fruto del ejercicio constante de pequeños actos de dominio personal, de
vencimiento propio, de negarse a actuar movido por caprichos intrascendentes
o por la propia comodidad. Un modo de actuar fundando en motivos de verdadero
calado: la generosidad, el amor a la obra bien hecha, el deseo de superar
dificultades y resolver problemas, de hacer la vida más agradable y digna para
los demás, etc. William James decía que “no
se puede esperar de una persona que se niegue a hacer algo ilícito si antes no
ha sido capaz de negarse a sí mismo cosas lícitas”.
La
repetición, la insistencia y la constancia -no cansarse nunca de volver a
empezar- consolidan los hábitos y los hacen cada vez más fáciles y
gozosos. Es, en definitiva, el “entrenamiento de una voluntad” y el cultivo de
una personalidad que aspiran a bienes de notable envergadura.
Pero
la mera repetición de hábitos no difiere sin más de una rutinaria
costumbre, a no ser que sea orientada por ideales valiosos, que merezcan
la pena, por valores o metas significativas que impulsan a la superación
personal.
Pero
la educación en valores (o virtudes), decía Tomás de Aquino que no se adquiere
en solitario. La forma más eficaz de aprender a vivir es, afirmaba, por
“connaturalidad”, es decir, conviviendo con personas que actúan
habitualmente de forma virtuosa, viendo cómo viven y tomándolas como referente,
buscando emularlas, aprendiendo de sus experiencias, motivándose al recibir su aprobación.
Con
lo cual venimos a parar a otra condición esencial de la educación del carácter:
la presencia de educadores que enseñan lo que viven y que viven lo que enseñan.
Dicho de otro modo, la condición más importante para la educación en la virtud
es la comunicativa cercanía de maestros de vida. A.J.
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