martes, 30 de diciembre de 2014

LA PERSONA Y EL ESTADO MODERNO


       La cohesión social, uno de los aspectos del bien común, no debe implicar una absorción de la responsabilidad personal en la sociedad global ni en el Estado. La consecución del bien común debe conducir necesariamente a un mayor grado de personalización porque la persona es el principio, el sujeto y el fin de la vida social.

         El Estado moderno tiende al control y a la concentración de todos los poderes en la Administración pública, asfixiando la vitalidad del tejido social y de las asociaciones intermedias entre la persona y el Estado. De ahí la necesidad de entidades y grupos con finalidades económicas, familiares, culturales, educativas, lúdicas, profesionales, etc., que gocen de autonomía respecto del poder político, y que se organicen como comunidades vivas, de modo que sus miembros sean tratados como personas y se vean estimulados a tomar parte activa en ellas. La sociedad no es un aglomerado de individuos, sino una ‘sociedad de sociedades’, una unidad de orden compuesta por realidades sociales que se vinculan de forma subsidiaria y solidaria. Entre ellas es prioritaria la familia.


         
         La vitalidad social depende en última instancia de la responsabilidad de las personas concretas; parte de esta responsabilidad y tiende a incrementarla. La mera acumulación de bienes y servicios como rendimiento eficaz de las estructuras sociales no basta para proporcionar la felicidad al ser humano.

         Benedicto XVI señala la incapacidad del Estado para suplir el amor: “No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo. El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte... en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido –cualquier ser humano- necesita: una entrañable atención personal.” (Deus caritas est, n. 28)

         La justicia no dispensa de la caridad, y a su vez la caridad no dispensa tampoco de la justicia, sino que la exige y la asume; pero además la trasciende para hacerse cercanía y atención personal, cosa que una entidad meramente administrativa o una ley jamás podrán ofrecer. 



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