“PERO, ¿NO VES QUE NO QUEREMOS PENSAR?”...
Cuando un educador, tanto si se trata de los padres como de los maestros, se propone enseñar a pensar a un niño o a un joven, tiene que asumir que, por desgracia, pensar no está de moda. Para muchos es preferible seguir a la mayoría, tragarse eslóganes sin ningún espíritu crítico o, simplemente, inclinarse por lo que más apetece.
Hace algunos años, durante una sesión de clase en 4º de ESO, desarrollando la asignatura de Ética, intentaba despertar el interés de mis alumnos planteándoles algunas preguntas acerca del sentido de la vida. Recuerdo que intentaba hacerlo de manera un tanto apasionada. En esto, uno de los chicos levantó la mano desde el fondo del aula, de manera un tanto indolente:
-No te esfuerces... ¿no ves que no queremos pensar?
Reconozco que me bloqueé un poco. Afortunadamente, otra voz, de una de sus compañeras, vino en mi ayuda:
-Oye. Habla por ti.
La cosa se ponía interesante… agradecí la valiente réplica, pero decidí cortar por lo sano:
-Pues lo siento, pero pensar no es opcional. Si se renuncia a pensar, se renuncia a ser libre. Ahora bien, conviene hacerlo correctamente, y eso no se improvisa. Además, esto luego repercute en el examen...
-Ah. Pero esto... ¿entra en el examen?, repuso el joven interlocutor.
-Pues sí. Es que lo que no se evalúa, se devalúa.
El buen mozo, entonces, se incorporó raudamente en su silla y, de modo un tanto maquinal, todo hay que decirlo, tomó el bolígrafo como para tomar notas, cosa que no había hecho hasta el momento.
Pensar, reflexionar, cuesta, no vamos a negarlo. Pero si pretendemos educar no podemos renunciar a enseñar a pensar con rigor. De ningún modo basta con “sentir” o “reaccionar” ante los estímulos que llegan del exterior, depender de los propios estados de ánimo o de instancias controladoras que actúan sobre nosotros, como ocurre, por ejemplo, con la publicidad o con muchas series y películas.
Se trata precisamente de enseñar a niños y jóvenes a pensar por sí mismos, con suficiente rigor, con criterios consistentes. Si uno no piensa, no decide y no actúa por uno mismo, acaba ocurriendo que serán otros lo que piensen, decidan y actúen en lugar de uno. Pero pensar -insistimos- es mucho más que sentir u opinar. Requiere rigor, método y esfuerzo por dar con la verdad y atenerse a ella.
Si sabemos lo que las cosas son, cuáles son sus causas y sus consecuencias, podremos atenernos a ellas. No es lo mismo, por ejemplo, que un alimento esté intoxicado o que sea perfectamente sano, que tal persona en la que confío me sea leal o no. De lo que sabemos depende nuestro modo de vivir en todos los órdenes, no sólo en el teórico, porque la verdad es también fuente de sentido y de orientación para la vida.
A pesar del relativismo y de la superficialidad que a menudo nos rodean, todos aspiramos a conocer la verdad, aunque no siempre la alcancemos, estemos dispuestos a aceptarla y seguirla, o sea costoso buscarla con el tesón suficiente. No podemos vivir sin la verdad. Y así lo confirma el hecho de que, como decía San Agustín, “a veces nos gusta engañar, pero a ninguno nos gusta ser engañados”.
(Publicado en el semanario La Verdad el 24 de marzo de 2023)
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