¿EDUCAR EN LA ADOLESCENCIA? (V)
A menudo se escucha a educadores -por lo general profesores y padres un tanto o muy desesperanzados en el fondo- que en la adolescencia lo que procede es orientar para la capacitación profesional e insistir sobre todo en el aprendizaje de las habilidades y competencias técnicas -idiomas, tecnología de la información y la comunicación, inteligencia artificial…-, porque lo importante es ofrecer herramientas para un futuro que es cada vez más inmediato y cambiante.
A algunos les parece que intentar educar -no solo adiestrar e instruir- en la etapa adolescente, para la familia y para la escuela, ya es llegar tarde. Eso sí, a muchos padres y profesores les preocupa, en todo caso, que la adolescencia adquiera un tono de excesiva rebeldía, que se lleven a cabo conductas de riesgo, que pese demasiado la influencia de malas compañías… Y en esto, a menudo es verdad, se llega tarde.
Pero la experiencia, el contexto social y cultural presente -al que venimos aludiendo-, y el sentido común dicen que la adolescencia es un momento esencial y álgido para ahondar en la acción educativa. Y es todo un reto. Esta llamada “segunda edad de oro del aprendizaje” -obviamente la primera es la infancia, en la que se ponen las bases- es la última gran oportunidad para adquirir hábitos, consolidar o cribar criterios, empezar a asumir ciertos compromisos e ir configurando de manera más contrastada una escala personal de valores, que guíe su incipiente personalidad.
Del educador -¡también del padre y la madre, aunque no es fácil muchas veces!- se espera que oriente y acompañe al adolescente en su personal proceso de autoconocimiento y en sus primeras tomas de decisiones. No que le sustituya, ni que “le lleve de la mano” porque “sabe lo que le conviene”. Entre otras cosas, lo normal es que su figura de autoridad haya ido menguando según avanza la pubertad de los hijos, y son estos los que tienen que ir aprendiendo a tomar sus propias decisiones, incluso a riesgo de equivocarse. Pero sí habrá que estar cerca y atentos para ofrecer consejo, consuelo o calma cuando se nos pida, y nunca avasallando o negándoles la iniciativa.
¿Cómo? Con firmeza, tacto y paciencia. Sobre la base de haber ganado su confianza, es preciso que el padre y la madre traten de empatizar con su hijo o hija, y de establecer una relación afectiva abierta a posibles confidencias, dejándoles tomar decisiones, ayudándole a reflexionar acerca de ellas y autocorregirse llegado el caso. Habrá que seguir poniendo límites, ciertamente, sobre lo más esencial, y negociar en otras cosas de menor trascendencia. En ocasiones habrá que “hacer la vista gorda”, con paciencia, a la espera de que recapaciten.
A pesar de lo que se ha dicho, es también verdad que hay adolescentes que no se limitan a confiar sus problemas personales solo a los amigos de su misma edad; algunos confiesan que su mejor confidente es su padre, su madre o cierto profesor o tutor, porque es quien más y mejor le escucha, le acepta y orienta en sus dudas y zozobras, a pesar de todo.
Pero esta confianza hay que empezar a ganársela mucho antes, a lo largo de la infancia. En realidad, la educación en la edad adolescente empieza en los años que la preceden; solo puede darse sobre la base de lo trabajado durante la infancia.
(Publicado en el semanario La Verdad el 24 octubre 2025)
