La crisis que aún perdura en
economía y en política, y lo que nos queda -ya siento decirlo-, es consecuencia de algo que viene
de antes, de cuando se pensaba que estamos en este mundo para enriquecernos y
pronto, para disfrutar y “pasarlo bien”, sin sufrimiento. Bueno, tal vez no
debiera haber empleado el pretérito, por imperfecto que sea: “se pensaba”… y se
piensa.
Hay, en efecto, un credo universal que se
estableció como mentalidad dominante y que podemos tildar de utilitarismo y
hedonismo. Es también lo que está en la entraña del consumismo: pensar que la
felicidad se compra con dinero y que consiste en lograr de forma inmediata lo
que se desea.
Y así, cada uno en su registro, cantábamos a
coro aquél dicho anglosajón de que “cada uno mire para sí y al último que se lo
lleve el diablo”. La mentalidad liberal insistía desde el siglo XVIII en que si
cada individuo buscaba su riqueza, una “mano invisible” (la expresión era de
Adam Smith, que no se sabe muy bien si se refería a la Providencia o a las
leyes del mercado, en el fondo le daba lo mismo) propiciaría la riqueza
general. La canción tiene también su versión socialista, metiendo de por medio
a las clases sociales, al curso de la historia, al “todo es política” y al
Estado. Total, que a distintas voces la melodía de fondo no es muy diferente
(suena algo así como: “Todos los paraísos están aquí abajo, atrapadlos”).
Pero, al parecer, a la famosa “mano
invisible” de la que hablaba Adam Smith le gusta jugar a los dados… o a algo
peor. Entre otras cosas, porque en muchos casos la riqueza y el éxito de unos
se logra a costa de los demás. Y el colmo es que el bienestar material por sí
sólo tampoco parece llenar las ansias más hondas del corazón humano. Y de la
vieja canción -que según parece es más antigua que los mismos anglosajones- al
final se escucha siempre el eco: “¿por qué, Señor, que esto sólo no basta?”,
como decía Blas de Otero.
Pero volvamos a “la crisis”. Aún más serio
que el cierre de las empresas, la paralización de la construcción y del gasto
público, es que la honestidad haya sido derrotada como valor social por el afán
de riqueza. Y hay algo dramático en la codicia de bienestar material, y es ignorar
dónde están los límites: Qué es lo que no se puede -no se debe- hacer. Porque
al final pasa lo que cuenta Ortega del rey Francisco I de Francia. Como es
sabido, era éste enemigo encarnizado de Carlos I de España, y las guerras entre
ambas naciones eran el pan nuestro de cada día. Alguien preguntó al monarca
galo cómo era posible que siendo primos hermanos los dos reyes, vivían con
tanta discrepancia. A lo que el francés contestó: “-Es que en realidad estamos
de acuerdo: los dos queremos Milán”.
Así las cosas, si no se reconoce una
instancia superior que establezca dónde está la diferencia entre el bien y el
mal, y dónde acaba la libertad codiciosa de cada uno, se produce la “dictadura
del relativismo” y con ella el camino más directo a la decadencia moral, en la
que los peor parados son siempre los menos fuertes: el no nacido, el
desfavorecido social y económicamente, el que no tiene preparación o trabajo,
el que ya no se puede valer por sí mismo, sea enfermo o anciano… Y es que el
que hace la norma hace la trampa, el que mueve los hilos de las ideologías
reinantes desprecia a la persona, el que tiene los medios de comunicación y
difusión manipula (“cocina”) datos, criterios, hechos y conciencias… El fin
justifica los medios: atrevámonos a todo (con tal de que no nos pillen). Y es que
el dinero y el poder son dioses sin entrañas.
Es hora de pensar en una alternativa mejor (no podemos seguir con la misma historia).
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